...Eran
los enemigos del alma y libraron contra ella numerosas guerras de
incierto resultado. Como incierto ha sido el destino posterior de los
viejos contendientes. Del alma nadie sabe muy bien qué ha sido, y
los que se acuerdan de ella de vez en cuando, lo hacen para
denostarla frente al amasijo de nervios y corrientes eléctricas que
dicen que ahora somos; tampoco hay noticia del demonio, aunque es de
suponer que decidió pasar desapercibido una vez cayó en la cuenta
de que su mejor trampa era convencernos de que no existe. El mundo y
la carne siguen ahí, pero ya no son lo que fueron. El mundo, pobre,
cada vez más deteriorado y camino de convertirse en la némesis de
su antigua aliada la carne. Y la carne... ¡ay, la carne!
La
carne fue quizás la más enconada enemiga del alma. El mundo y el
demonio siempre fueron en el fondo más comprensivos con ella, y
partiendo de aquella sabia sentencia que nos decía que a enemigo que
huye, puente de plata, hasta las más de las veces le facilitaban la
retirada. Pero la carne no. Con la carne era la guerra total. Era
además un enemigo duplicado. Según bajo qué aspecto se le
apareciese materializada al alma, podía inducirla a la lujuría o a
la gula, los dos sin duda más terribles de entre los siete pecados
capitales.
La
lujuria ya no le preocupa hoy a nadie. La administra el sistema en la
dosis oportunas para mantener al personal tan entretenido con ella
que, por eso mismo precisamente, ha dejado de atención. La
democratización de la estupidez ha sido decisiva en la
neutralización de la lujuria.
Sólo
quedaba, pues, la carne que induce a la gula como auténtico enemigo
a batir, ya no por el alma, sino por el amasijo de nervios, proteínas
y electricidad que constituye el yo individual posmoderno. La
trivialización de la lujuria la había dejado convertida en la única
superviviente de los otrora temibles enemigos del alma. Esta semana,
la OMS le dio el aldabonazo definitivo: la carne produce cáncer, así
que a comer hierbajos. Ahí queda eso.
Al
final, el amasijo como sujeto resulta más complicado que su
antecesora el alma. Porque ésta, al ser simple y no poderse, por
tanto, descomponer en partes más simples, era inmortal. Era
invulnerable al tabaco, al alcholol o al sexo; y a sus seccuelas en
forma de respectivos castigos impuestos por la providencia, el
cáncer, la tuberculosis, la cirrosis, la sífilis o el SIDA. Estas
cosas sólo podían afectar a la res extensa,
al cuerpo, carne también en definitiva y al fin y al cabo. Pero no
al alma, que éramos nosotros, que era el «YO».
Ahora
en cambio, la cosa es muy distinta, porque el amasijo de nervios,
electicidad y fluidos, quiere ello no obstante ser inmortal como la
antigua alma. Pero no. Eso es imposible porque como res
extensa
que es, está sujeta al segundo principio de termodinámica, a la
entropia. Pero se empeña en no reconocerlo. Y sigue haciendo el
ridículo. Si la carne produce cáncer ¿no será que somos nosotros
el cáncer?
¡Qué
tiempos aquellos en que el alma se batía con sus tres grandes
enemigos, y alternaba victorias con derrotas. Porque uno no sólo se
define por sus amigos, sino también, y acaso sobre todo, por sus
enemigos. Y mundo, demonio y carne, eran grandes, admirables y dignos
enemigos. No como ahora, que no podremos ni comer carne tranquilos
-apuesten a ver cuanto falta para que algún imbécil proponga
erradicarla de los menús-, total, para vivir como vegetales unos
años más y morirnos de otra cosa. Son las promesas/remedo de la
posmodernidad.
Allá
cada cual. Yo, esta noche me voy a poner un chuletón bien rojo entre
pecho y espalda. A la salud del segundo principio de termodinámica.
Cap comentari:
Publica un comentari a l'entrada