El escenario cada vez se
acerca más al diseñado por los «think
tank» del independentismo hace cinco o seis años; los mismos que llevamos
metidos en un «procés» cuyas recurrencias
sugieren una especie de circular y cansino día de la marmota, pero que en
realidad se inscribe de lleno en linealidad cronológica que lleva a un punto
final cada vez más cercano. El momento fundacional que se abrirá con la
aplicación del artículo 155 de la Constitución española y la subsiguiente intervención
o liquidación de la autonomía catalana. Un momento cero sobre cuyo día después
podemos solo aventurar conjeturas.
Y es precisamente por la
imprevisibilidad del escenario que se abre con el día después que los estrategas
del independentismo situaron este momento como meta y último estadio de su hoja
de ruta: hasta allí, todo más o menos previsible y controlado; más allá, nada.
El único e incierto último recurso cuya deseabilidad consiste precisamente en
ser el pasaporte a la incertidumbre. Porque solo en un escenario de
incertidumbre, de caos, deviene posible la independencia de Cataluña.
Entendámonos. Estamos hablando
de «posible» como cognoscitivamente representable en tanto que efectivamente
realizable, no como mera possibilitas escolástica.
Sin la aplicación del artículo 155, la independencia es imposible. A partir del
día después, ya viéremos. Puede que sea improbable -o puede que no tanto-, pero
improbable siempre es mejor que imposible. Además, forzar la aplicación del 155
es relativamente fácil, basta con proponérselo obligando al error forzado del
contrario. Así que, o el Estado español mira hacia el otro lado y permite su
propia fragmentación, o en el momento que considere traspasada la línea roja,
aplica el 155 y empieza el baile de verdad. Y será lo segundo.
Desde un primer momento, se
sabía que España no iba a admitir un referéndum que, por su parte, tampoco
interesa para nada al independentismo porque sabe que, de celebrarse, lo
perdería. Así las cosas -y descartando por inviables tanto una separación
pacífica como una insurrección popular- la hoja de ruta del «procés» apuntó hacia la única posible
vía: subir la tensión hasta provocar la reacción violenta del gobierno español,
que haría aparecer a los gobernantes catalanes como víctimas, y de paso, a toda
Cataluña.
Se sobreentiende con ello que
si el Estado interviene en Cataluña, tendrá que hacerlo por la fuerza, por más
que se ampare en la legalidad vigente. Y que iba a encontrarse de entrada con
una resistencia pasiva organizada por importantes sectores de la depuesta o
intervenida Administración. Todo ello dificultaría enormemente su labor y contribuiría
a crear una situación de caos administrativo que ningún estado moderno se puede
permitir, y que coadyuvaría a enrarecer
aún más un ambiente de por sí ya muy deteriorado, amenazando con el puro y
simple colapso. Inevitablemente, irían apareciendo brotes violentos con sus no
menos inevitables mártires, generándose una espiral de violencia y de malestar sin
solución de continuidad.
También, muy probablemente y
tan pronto hubiera algunos muertos, la tácita
complicidad inicial de los gobiernos occidentales aliados de España se iría
entibiando a medida que la espiral de violencia y la evidencia de la ocupación
militar se fueran haciendo manifiestas, influyendo en la opinión pública de
estos países a favor de la causa catalana. Es evidente que un escenario así
sería muy difícilmente sostenible para España en pleno siglo XXI. Y de ahí,
pues a lo que sea ¿Un referéndum garantizado por la ONU y custodiado por los
cascos azules?
Parecerá un delirio, pero, aunque
muy simplificado, este es, creo yo, en lo fundamental, el análisis de los estrategas
del independentismo y las hipótesis que contemplan como verosímiles. Otra cosa
es que el cálculo sea correcto. Me explico. Se diría que el independentismo lo
ha jugado todo a una carta: la «previsible» respuesta española. Y ahí es donde
precisamente puede pinchar.
Porque tampoco son tan
imbéciles como para ignorar que el contexto les es totalmente desfavorable, y que
esto solo cambiaría si la situación diera un vuelco radical. Ha de constarles
que Europa no está para aventuras ni para viejos pliegos de agravios, por más
que uno se acredite como descendiente directo del mismísimo Carlomagno. Estas
cosas hoy en día no venden. Los EEUU no parece tampoco que estén por la labor,
ni siquiera con el imprevisible Trump. Todo esto ya lo saben. Los infelices a
los que sacan a la calle, no, pero ellos, sí.
Su error de cálculo no proviene
pues de una valoración errónea del contexto, sino de su acrítica previsión de los
movimientos españoles. Si estos se producen de una manera distinta a la
esperada, es decir, si España no embiste como un toro con fuego en los cuernos,
toda la estrategia independentista podría venirse abajo. Y esto es precisamente
lo que podría estar ocurriendo. De ahí su necesidad de elevar cada vez más el
tono, hasta los límites de lo inoportuno incluso para muchos de sus adeptos; y
de ahí también que el referéndum en el que nadie cree vaya a ser la piedra de
toque donde se jugará todo, porque será el todo o nada. Y saben que será su
última y única oportunidad. Está ciertamente por ver, porque lo acontecimientos
pueden precipitarse y siempre pueden aparecer salvapatrias de última hora, pero
por ahora, el gran error del independentismo es no haber sabido prever la
reacción española; que está siendo, a pesar de todo, más sutil y astuta de lo
que se esperaban. Dice un tratado chino de hace más de dos mil años -el Sunt-zú-,
que el general vencedor es aquél que acaba conociendo tanto a su enemigo que
puede prevenir hasta sus más mínimos movimientos. Me temo que no hay ningún
Sunt-Zú entre los think tank del independentismo. España puede estar tranquila
en este sentido.
El error de cálculo se debe
dos carencias inherentes al nacionalismo catalán. La primera remite a las
dificultades de su propio discurso para entender el concepto moderno de Estado,
hasta el punto de serle en ocasiones completamente ajeno. Una carencia grave,
ya se trate de crear uno propio o de comprender su lógica. Con demasiada
frecuencia no queda claro en el nacionalismo catalán si lo que molesta es el
Estado español o la propia noción de Estado.
La segunda carencia vendría dada por el fijismo de su mirada hacia España, a
la que sigue viendo exactamente igual que hace 50 o 100 años, como una foto en
blanco y negro o una imagen del NoDo; sin poder entender que aquellas Españas y
la de hoy, se podrán parecer más o menos, pero no son la misma cosa. Y esto
puede ser muy eficaz utilizado como bazofia propagandística, pero como criterio
de análisis, es incurrir en un error que solo puede entenderse desde una
abnegada y grosera voluntad de ignorancia, o desde el autismo político más
onfalocráticamente imaginable. En ambos casos, de funestas consecuencias para
la causa que se dice defender.
Porque sí, parece que, efectivamente,
el gobierno español está dispuesto a aplicar el 155. Y con el aval de sus
socios europeos e internacionales. Pero quizás precisamente por esto no lo vaya
a hacer de la manera que el independentismo esperaba. Es difícil, ciertamente,
hablar de España y de inteligencia política sin incurrir en un oxímoron, pero
las cosas cambian. España es hoy un país miembro de pleno derecho de la Unión
Europea y su cuarta potencia económica. No es un jardín de sapiencia, claro que
no, ni un vivero de finezza; y la
cosecha de energúmenos sigue siendo alarmantemente abundante. Pero los
energúmenos ya no mandan o mandan poco; los mantienen precisamente para hacer
de espantajos. Y en definitiva, tampoco el energumenismo o la ausencia de finezza son patrimonio de las tierras
allende el Ebro; aquende no escasean precisamente los energúmenos, y la finezza... en fin.
España lleva suficiente tiempo
en Europa como para que algo de sutileza se le haya contagiado. Y si no fuera
así, ya se lo dirán. Porque hoy en día, esto de la soberanía es un camelo –los
independentistas deberían tomar nota de ello, en lugar de mirar al siglo XVII-.
De modo que si España aplica el 155, será previamente asesorada por sus socios,
con su beneplácito y plena conformidad, en la forma y en el fondo. Y hasta con
las complicidades interiores necesarias en Cataluña para evitar el caos; Europa
no quiere correr riesgos. En definitiva, que ni legionarios ni almogávares. Y
los legionarios que queden, a Afganistán. En Europa se lo han dicho a ambos,
solo que unos parece que no lo han entendido y siguen en sus trece.
Así que, concluyendo, a lo
mejor resulta que al final, el día después quizás no sea un nuevo Ulster o un
nuevo Kosovo, sino acaso una mucho más prosaica y mundana, pero higiénica Tangentópolis.cat.
Quién sabe. Yo apuesto por
esto.