Para empezar, no es verdad que los visigodos consiguieran
ningún tipo de unidad política estable que abarcara toda la península. La historiografía nacionalista tuvo que poner en el haber de los visigodos, con sólo doscientos años de margen, realizaciones para las cuales los francos tuvieron cuatrocientos o quinientos. Además, dejando de lado el tema del reino de los suevos, los vascones y la penibética bizantina -Cádiz incluido-, parece que no era nada raro que en muchas ocasiones hubiera dos reyes godos simultáneos. Ignorar esto, intencionadamente o no, llevó a finiquitar a la monarquía visigoda con Roderico -el Don Rodrigo del Romanticismo- y su supuesta muerte o extravío en la batalla de Guadalete, el año 711. Pero Roderico no fue el útlimo rey godo.
De todos modos, si en
algún momento todo el territorio de Hispania al sur de los Pirineos estuvo bajo un solo rey
visigodo, eso fue durante muy poco tiempo. Con Suintila, pero no con Recaredo,
como se suele creer. Pero es que además, este momento se da, de “aquella
manera”, más o menos en torno al año 650 y dura unos cincuenta años, hasta
Witiza. Luego se vuelve a dividir el territorio, como mínimo, en dos reinos, hasta que, poco
después, en el 711, los árabes emprenden la invasión de Hispania. El reinado
del último monarca godo, Ardón, se da por liquidado más o menos en torno al 721, cuando los
árabes toman Narbona, Carcasona y el resto de la Septimania.
Pero lo más curioso del caso es que si los comparamos con
los francos, los visigodos les ganan la partida por goleada en términos de
sentido de unidad política. Porque en estos mismos tiempos, entre los siglos VI
y VII, la Galia está dividida, como mínimo, en tres reinos francos
que con frecuencia guerrean entre sí, Austrasia, Neustria y Burgundia. Y eso
sin contar al siempre ambiguo ducado de Aquitania, que podría incluirse sin
problemas como el cuarto. El primer monarca que unifica más o menos lo que hoy es Francia es el
primer carolingio, Pipino el Breve –hijo de Carlos Martel, el vencedor de Poitiers-,
en la segunda mitad del siglo VIII, quien a su vez divide la herencia entre sus hijos, uno de los cuales,
Carlomango, la unifica de nuevo para que, a su vez, su hijo Ludovico la divida
de nuevo. Solo hasta Hugo Capeto, a finales del siglo X, no se dará un reino que
abarque testimonialmente, más o menos unas dos terceras partes de lo que hoy es Francia. Por entonces hacía casi tres siglos que los visigodos habían pasado a la historia.
Y luego está lo del morbus
gothorum, el mal de los godos; la irrefrenable propensión de los godos a
conspirar y asesinarse entre ellos, sobre todo si se trata de cargarse al rey.
Otro tópico sin fundamento, al menos en términos relativos. Es cierto que la
mayoría de reyes godos tuvieron un reinado breve que acostumbraba a
concluir trágicamente, ya fuera por medio del asesinato o, también, por medio
de la tonsuración o el seccionamiento de una mano. Aun así, algunos llegaron a
reinar más de quince años. Pero lo verdaderamente importante es que el tan manido
morbus gothorum era más bien una
pandemia que afectaba a todos los pueblos germánicos, empezando por los
francos. No parece que los visigodos les fueran en nada a la zaga a los francos merovingios, que eran sus coetáneos y con quienes hay que compararlos en todo caso. Denostarlos, como hace Ortega, por lo que no llegaron a conseguir y los francos si consiguieron cuando los visigodos hacía doscientos años que eran historia, eso no sólo es un anacronismo, sino sacarse un conejo de la chistera en el transcurso de un malabarismo con naipes.
Y precisamente entre los francos, el morbus gothorum pervivió durante unos cuantos siglos más. En realidad se convirtió en una costumbre bastante arragiada en todas las sociedades medievales, y si en todo caso es verdad que se produjo una reducción significativa de su frecuencia fenoménica, no fue por la falta de intentos, sino por las cada vez mayores precauciones y la progresiva acumulación de poder que los reyes iban detentando y que les permitía establecerlas. Los
asesinatos, envenenamientos y conspiraciones entre los francos –el propio
Carlomagno podría haber estado implicado- en nada tienen que envidiar a los
godos. De modo que morbus gothorum sí
lo hubo, claro que sí. Pero de hecho distintivo o diferencial, nada de nada.
Como tampoco era una especialidad visigoda, sino germánica en general, que a la
muerte del rey por cualesquiera circunstancias, pero muy raramente por causas
naturales, y dado el carácter electivo de las monarquía entre estos pueblos, se
procediera a la sistemática eliminación fisica de sus descendientes más
inmediatos para evitar las tentaciones hereditarias que, a la postre, acabaron
por instalarse. Pero es que, una vez más, cuando los francos adoptan la monarquía hereditaria, los godos ya eran historia.
De modo que ni los visigodos eran un pueblo más decadente
que los francos ni sus tendencias conspirativas les inhabilitaban más que a otros pueblos para la
unidad política o de acción. Al menos en comparación al resto de pueblos
germánicos, y muy especialmente en comparación a los francos. Si algo no
funciona en la historiografía nacionalista española, no es en los visigodos
donde debemos buscar las causas. Porque no dejaron prácticamente nada. Los
merovingios tampoco en Francia, pero son una etapa de un recorrido histórico
que tuvo continuidad. Los visigodos ni eso.
Evidentemente, especular sobre cuál hubiera podido ser el
recorrido histórico de Hispania de no haber mediado la invasión musulmana
es algo que aquí no vamos a hacer. Parece evidente, eso sí, que la posterior historia de España no hubiera tenido nada que ver con la que fue. Pero pretender ir más allá de esta afirmación carece de objeto. Y de sentido. Fue como fue y punto. No querer
aceptarlo acaba forzando a imponer un presente artificiosamente relacionado con el pasado, cuyo hiato con la
realidad acaba siempre pasando factura. Pienso que los nacionalismos
periféricos son, en gran parte, una consecuencia de ello. No es que sea por haber puesto a los
visigodos como origen del reino de España, claro que no, sino por la sesgada
interpretación que se hará de hechos posteriores. Y de sus justificaciones presentes en función de un pasado que nunca fue.