Tenemos en España un nuevo
gobierno, con innegable glamour y que
ha suscitado unas expectativas sin parangón en los últimos tiempos. Una prueba
de ello es la sorprendente tibieza de las críticas con que los medios adscritos
a sectores contrarios han recibido su llegada, no exenta incluso de ciertos
elogios al perfil de muchos de los nuevos ministros. No lo va a tener fácil, ni
por su precaria situación parlamentaria, ni por el sañudo enrarecimiento que ha
caracterizado últimamente el debate sobre ciertos temas, ni, por supuesto,
porque la frustración de las expectativas puede generar decepciones de igual
intensidad.
Y uno de los retos es sin duda
embridar de una vez el endémico problema educativo español. Quizás pueda no parecer
el más urgente, pero sí es de los más importantes. Porque sin un buen sistema
educativo, no hay futuro. En la línea de la mayoría de miembros del gabinete,
la nueva ministra de Educación, Isabel Celaá, dispone de un bagaje previo que la
acredita plenamente para el cargo: catedrática de instituto, licenciada en
Filología Inglesa, Filosofía y Derecho, con experiencia en la Administración
educativa y exconsejera de Educación del País Vasco. No parece que se trate de
ningún cargo de «cambalache». Y esto, al menos de entrada, es bueno. Otra cosa
es arrendarle la ganancia, porque no lo tiene nada fácil. (...)
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