Lo que voy a decir me temo que
no gustará a muchos, incluso es posible que ni siquiera me guste a mí. Pero
pienso que igualmente hay que decirlo. Así que vamos allá y que sea lo que Dios
quiera…
Un profesor de instituto ha
sido expedientado y separado de su puesto de trabajo en Asturias por poner sistemáticamente
un «10» de nota a todos sus alumnos en la materia de su especialidad, lengua
francesa. Uno, la verdad, ha visto hacerlo con seises y sietes, con finalidades
siempre tan concretas como inconfesables. Pero lo del 10 es otra cosa. Porque
está claro que no se trata de pasar de puntillas, sino de entrar como el
elefante en la cacharrería. En una cacharrería que está para el desguace.
Al parecer, el expediente
instruido por la diligente inspección educativa consta de 1.500 folios -3.000
páginas, si es a dos caras -. Ardua empresa, el objeto central de cuyas
pesquisas cabe suponer que habrá consistido en una pormenorizada investigación,
alumno por alumno, para comprobar si, efectivamente, los conocimientos de la
materia acreditados se corresponden en cada caso con la meritoria nota
obtenida. Es decir, si el dominio que acreditan en francés, insisto, cada «uno»
de estos alumnos, uno por uno, son los reflejados en el acto administrativo
correspondiente al boletín de notas.
Hay en todo esto algo que me
llena de curiosidad, a la vez que me inquieta: qué procedimientos se han
utilizado para evaluar por segunda vez a los alumnos en esta suerte de
«contrarrecuperación», y si, en tan ímprobo cometido, la inspección educativa se
habrá acaso visto obligada a tirar para tal fin de recursos pedagógicamente
poco ortodoxos y menos innovadores. Porque acometer dicha tarea sin vulnerar la
normativa y sin saltarse los protocolos que rigen en los criterios de
evaluación legalmente vigentes se antoja muy difícil, incluso para la
inspección educativa. En otras palabras: si hay indicios de irregularidades en
la evaluación, los mecanismos de detección de la presunta irregularidad no
pueden ser tampoco irregulares. Vamos, que no pueden ser los de la escuela
tradicional, tan proscritos como ella misma. No sirve, pues, proceder a evaluar
conjunta y memorísticamente a todos los alumnos en un examen único para valorar
luego cuantitativamente sus conocimientos de francés según los parámetros de
un, como bien sabemos, artificioso currículo. Eso no vale.
Ni tampoco que el inspector se
haga pasar por un turista galo que intenta entablar conversación con los
alumnos en la puerta del instituto para comprobar qué tal se desenvuelven en la
lengua de Molière. Porque si un alumno llegó sin saber nada de francés y ahora
sabe ya decir «oui» y qué significa, la mejora es notoria y desde la
perspectiva de sus propios procesos, intachable. No hay pues, con la ley en la
mano, ninguna razón para no considerar que su aprovechamiento ha sido óptimo. Y
si la evaluación ha de ser cualitativa, pero la nota es cuantitativa, ¿por qué
no un 10 si el docente entiende que el aprendizaje del alumno ha sido
inmejorable dentro de sus posibilidades y su actitud de lo más positiva? Llevan
años sermoneándonos con esta cantinela, y reconviniéndonos por no aplicarla. Y
para uno que lo entiende, asume y aplica, resulta que lo expedientan.
Este es precisamente el
argumento de fondo que aduce el profesor «10» en su defensa, además de poner
sobre el tapete la dolosa actitud de la administración en su obligación de
velar por la auténtica igualdad de oportunidades. O sea, que la administración
actúa hipócritamente imponiendo una normativa que solo se ha de cumplir a
medias, hasta allí donde no amenace con hacer saltar el sistema por los aires
con todas sus inconsecuencias y sus perogrulladas. Digámoslo claro: manteniendo
la cosa en sus controlados niveles de farsa, pero sin adeptos al esperpento,
porque entonces son otro tipo de concurrencias las que se ven amenazadas, precisamente
las que medraban con la farsa, y luego pasa lo que pasa: que se descubre el
pastel; y de esto, ni hablar…
Por mi parte, estoy convencido
de que este profesor se ha circunscrito estrictamente, en espíritu y letra, a
la normativa y al modelo pedagógico vigente, que ha aplicado con todas sus
consecuencias. Otra cosa es que la normativa sea un desatino. Pero esto no es
un problema del profesor. Si la ministra Alegría profesa verdaderamente lo que
proclama, ya está tardando en acudir en defensa de este docente que no hace
sino seguir sus directrices a pies juntillas.
Con respecto al profesor «10»,
no está claro si nos las estamos teniendo con un orate –es una posibilidad-, o con
un genio que ha calculado muy racionalmente los efectos de su acción para poner
al sistema educativo contra las cuerdas de sus propios sarcasmos. No se puede
inferir lo uno o lo otro de lo que arguye en su defensa, en principio bien
articulada y retóricamente coherente, porque vale para ambos casos. No les será
fácil a los inquisidores, perdón, a la inspección instructora, encontrar alguna
herejía, perdón, fisura pedagógica, en sus argumentaciones, porque son precisamente
las del discurso educativo oficial. Y no se puede inferir porque tanto un orate
como un genio provocador pueden, si no son imbéciles, defenderse y contratacar
con idéntico rigor argumentativo. No será por ahí que le vayan a pillar, porque
el hombre se mantiene íntegro y en sus trece.
La diferencia entre el orate y
el genio no se dirime pues en el ámbito de lo descriptivo, sino en la
intencionalidad última de la acción. Si se trata de un orate, entonces es que
de verdad se cree las majaderías que está diciendo. Porque de majaderías se
trata, aunque no porque sean enunciados mal construidos, sino porque emanan de
un discurso educativo ontológicamente «majadero» en el cual se amparan, que al
llevar el orate hasta sus últimas consecuencias, deja atrás el sarcasmo de la
farsa para instalarse hasta las trancas en el esperpento. Y esto es lo que
incomoda a los farsantes, porque los pone en evidencia. El orate resulta ser
entonces un Alonso Quijano que, en lugar de haberse atiborrado la cabeza con
libros de caballerías, lo hubiera hecho con tratados pedagógicos al uso,
construyendo su imagen de docente ejemplar a semejanza de estos mismos tratados.
Materia de la astucia de la razón, que diría Hegel.
Si, en cambio, se trata de un genio
provocador, entonces es evidente que no puede creérselo, y que ha buscado allí
donde más le duele al sistema para mostrarnos cómo lo podemos poner patas
arriba. Y aun valiéndose de los mismos medios que el orate, acredita una ironía
que impide al farsante seguir mofándose del bueno de Don Quijote por su
enternecedora ingenuidad, porque revela las cartas marcadas de un juego
tramposo. Y se convierte en un peligro. Porque estaríamos entonces ante un
Sócrates redivivo que se vale de un uso inteligente de la ironía para
demostrarnos, por reducción al absurdo, que no es posible tomarse en serio un
sistema educativo como este. La clave está en si hay o no ironía inherente a la
acción. El orate carece de ella; Sócrates va en cambio sobrado.
Descriptivamente los hechos son los mismos, pero las intencionalidad que los
anima, no.
Y este es sin duda el dilema
en torno al que se mueve ahora mismo la sagaz inspección educativa de los mil
quinientos folios. ¿Es un orate o un genio? Porque no entrañan el mismo peligro
uno que otro. Si es un orate y lo consideran inofensivo, se le ponen unos
molinos para que piense que son gigantes y que se pegue el guarrazo. Adaptado a
nuestros tiempos, la administración anda sobrada de recursos para conjurarlo o
ridiculizarlo. Incluso pueden sancionarlo con la obligación de asistir a unos
cuantos cursillos de formación pedagógica para, luego, previa autocrítica
pública por sus revisionismos pedagógicos, redimirlo con alguno de estos
premios docentes, patrocinados por rumbosas entidades, con apartamento en
Torrevieja incluido. O colocarlo en alguna comisión oficial. Carpetazo y aquí
paz y allá gloria.
El problema lo tenemos si no
lo consideran inofensivo, si perciben en él un peligro. Porque entonces estamos
ante un Sócrates, con su ironía capaz de agitar conciencias, amenazando con que
cunda el ejemplo y el chiringuito tenga que cerrar por desfalco y sus dueños
dando con sus huesos en la cárcel; o fuera de la cucaña, que es su equivalente.
Y de Sócrates ya sabemos también cómo acabó y por qué...
Y para concluir, una
confesión: hace años estuvimos considerando en el sindicato organizar una
campaña para promover precisamente esto: «Ponte un 10», se iba a llamar.
Renunciamos a ella porque llegamos a la conclusión que estábamos como los
protagonistas de Buñuel en ‘El Ángel Exterminador’, frente al invisible umbral
infranqueable. En definitiva, que no había en el colectivo redaños para traspasarlo,
que nos íbamos a quedar aún más solos que Sócrates y con jueces si cabe peores
que los que le condenaron. Porque tenía que ser algo colectivo y organizado. Pero
sigo convencido de que era, y es, la mejor manera de reventar el sistema por
dentro, poniendo de manifiesto sus contradicciones y sus mentiras. A lo mejor
«10» nos está señalando el camino... Orate o genio, temerario o valiente, ha
puesto el dedo en la llaga. ¡Bien por él! ¡Bien por el profesor «10»!