De entre todas las
explicaciones que ha suscitado el estupor por los recientes atentados de Barcelona
(y Cambrils), sin duda el que más ventajas ofrece es el de la «conversión exprés».
Ignoro si los eminentes científicos sociales, y los distintos expertos en el tema, la han
formalizado ya debidamente como paradigma, pero lo cierto es que su aceptación
entre el personal corre pareja con la extraordinaria difusión mediática que se
le está dando.
En esencia consistiría en lo
siguiente. Tenemos a un chaval o grupo de chavales de extracción socioeconómica
baja y/o rayana la marginalidad; de religión, teórica o práctica, musulmana; criados
en poblaciones occidentales y educados plenamente dentro del sistema educativo
occidental; normales y sin otras veleidades que las propias de su edad… Un buen
día, caen bajo las pezuñas de algún desalmado que utiliza con ellos las
más sofisticadas técnicas de modificación de conducta y, a los dos o tres meses,
cometen un sanguinario atentado terrorista. Sin que nadie se explique cómo unos
jóvenes más o menos normales hayan sido capaces de semejante atrocidad.
Se trata de un modelo que
presenta varias ventajas frente otras teorías, más simples o más complejas,
pero cuya argumentación requiere tirar de ámbitos poco recomendables e incontemplables
por definición, al menos desde la corrección política y el buenismo. Y es que
el correlato del buenismo sería el «marismo». Además, casa con el modelo dualista
cristiano de la conversión paulina y con ciertas reminiscencias iluministas,
invertidas, que enlazarían con la tradición del pacto con el diablo. La lucha
del Bien contra el Mal, en definitiva, bajo una secularizada teología de la
irreductibilidad. Pero lo más importante de todo es su carácter exculpatorio.
Porque ante la irreductibilidad, ante este fatum
trágico, quedan eximidos todos aquellos que debían velar por su evitación con
carácter preventivo. Y no me estoy refiriendo a la policía; ya sean moscos, policía nacional o guardia
civil. Estas cuitas las dejo para los rufianes de turno.
Más allá de la irreprimible
tendencia a enfocarlo todo desde la perspectiva emotivista, lo cierto es que uno
puede lamentarse de sus propios errores, o de los del sistema, pero entonces se
trataría de un lamento autoinculpatorio con eventual posterior recorrido expiatorio;
del reconocimiento que algo se hizo mal. El recurso a la fatalidad, a lo
irreductible –a la intervención del mal-, en cambio, tiene la ventaja de eximir
de cualquier indicio inculpatorio porque la redención radica en la propia
intencionalidad redentora de la acción. Y si luego ocurre una fatalidad porque
aparece el demonio, ya se sabe, el hombre propone y Dios dispone.
Podría seguir con el
almibaramiento que exudan tantas noticias sobre el (sincero) dolor de los
parientes de los terroristas, o con las anécdotas de su anterior existencia
cotidiana –en algún caso no precisamente muy edificante-, o con la execrable
carta que evocaba lacrimógenamente cuán buenos niños eran en su infancia estos
terroristas, antes de caer en las redes del imán-camello. ¡Pues claro! Hitler
también fue sin duda alguna un niño adorable en algún momento. Pero es que está
en la condición de niño dejar de serlo. Y la desresponsabilización por el hecho
de haber sido una vez niño apelando a ya más que ajadas teorías es,
simplemente, una falacia de lo más burda. Claro que si de paso le exculpa
también a uno mismo, pues mejor que mejor.
O podría seguir describiendo
las similitudes entre estas reacciones y las que se produjeron hace dos años y
medio, cuando un alumno asesinó a un profesor, por cierto, también en
Barcelona. Pero por ahora, me parece ya suficiente. El caso es que seguimos en
las mismas. Ahora toca «conversión exprés».