William I. Thomas (1863’1947)
formuló en 1928 el principio que lleva su nombre: «Si las personas definen situaciones como reales, éstas son reales en
sus consecuencias». Desde una lectura leve, o líquida –por no decir
grosera-, este enunciado podría entenderse como una legitimación y hasta una auténtica
apología del discurso de la posverdad. Pero lo que se nos está diciendo es algo
muy distinto: la verdad, lo real, no lo es por más que alguien así lo decrete
volitivamente; lo fenoménico -los «hechos»- sigue prevaleciendo y entrometiéndose en nuestras definiciones. Y entonces reaparecen
el viejo Aristóteles y su teoría de la adequatio.
Son los enunciados los que se han de adecuar al estado de cosas, a la
situación que se pretende definir. Y si no se produce esta adecuación, entonces
se está incurriendo en un error.
La verdad del relato construido
sólo lo es en otro orden: es verdad que subjetivamente, o intersubjetivamente, éste
es mi relato, o nuestro relato, pero poca cosa más. Alguien puede decir que
está lloviendo ante un sol radiante. Será verdad que ha dicho que está
lloviendo, pero si no llueve, se trata de un enunciado falso. El enunciante
podrá estar convencido de que, efectivamente, está lloviendo; o también puede
que pretenda hacérselo creer a otros, con cualesquiera finalidades. Y dicha
verdad lo es ciertamente en sus consecuencias. Si
pienso que llueve, y soy aprensivo en temas lluvia, no saldré de casa y dejaré de
hacer lo que tenía previsto para el día –una entrevista de trabajo, por
ejemplo-, o saldré a la calle vestido con un impermeable y un paraguas
innecesarios –en cuyo caso en la entrevista me tomarán por un chalado-.
En otros ámbitos de más
trascendencia, como el de la política, el recorrido de este tipo de relatos
suele resolverse, en sus consecuencias, en el trayecto que va de la utopía a la
distopía. Siempre proporcionalmente con la intensidad del relato. Definir como real una situación que no se corresponde con la
«realidad» de los hechos, comporta partir de unos presupuestos que determinarán
una definición falsa de la estructura de estos hechos, desde la consideración autorreferencial
de la propia posición, hasta la percepción distorsionada de esta propia posición en el contexto de correlación de fuerzas que se corresponda con la estructura de esta
realidad, lo cual, por lo general, acarrea consecuencias que no son las
esperadas ni las anunciadas, sino con frecuencia contrarias.
Esto es precisamente lo que
está ocurriendo con el «procés», cuya
presente fase está ahora a punto de culminar. Se definió como real una situación a partir de un relato que acabó tenido como
real por una buena parte del cuerpo social. Y como tal, está deviniendo real en
sus consecuencias.
Un relato ciertamente mucho
más complejo que el de un pobre chalado con fobia a la lluvia. Aquí se trata de
un relato con sus respectivos discursos histórico, político, cultural, económico
e identitario, que se ha ido imponiendo como pensamiento único, y cuyas
consecuencias ya estamos viendo que no serán la llegada de la utopía en forma
de República catalana independiente, sino otras más bien distópicas y de signo
contrario. Incluso si llegara la República catalana.
Estábamos en una revolución de
las sonrisas, mientras sonrientes y «reputados» economistas, productores
culturales, activistas, políticos, ideólogos, sicofantes de toda laya y, en general, gente encantada de haberse conocido, nos la definían como la más deseable de las buenas nuevas que en el mundo han sido. Difícil
sustraerse a ella para quienes creyeran en su viabilidad. Una viabilidad que formaba parte axiomática del relato y que, se decía, estaba perfectamente encarrilada. Las empresas internacionales se
iban a dar de bofetadas para asentarse en esta nueva y emancipada tierra de
promisión. Estaríamos automáticamente en la Unión Europea -¡cómo no, siendo
carolingios!-. El dinero abundaría porque con los dieciséis mil millones que «Espanya ens roba», ataríamos a los
perros con longanizas. Todos los países relevantes del orden mundial nos iban a
reconocer automáticamente y a dar la bienvenida. El mundo estaba pendiente de
Cataluña y de la realización de su destino manifiesto. ¿Y el Estado español,
qué iba a hacer? ¿Pues qué va a poder hacer? ¡Nada! Porque nada se puede hacer
frente a la mayoritaria voluntad de un pueblo ocupado decidido a (re)tomar las
riendas de su destino. En el siglo XXI las cosas no se pueden resolver con la violencia,
sino con la democracia, así que a votar el 1-O...
Todas estas cosas, y muchas
más del mismo tenor, se han dicho una y otra vez desde las más variadas
instancias. Basta con consultar las hemerotecas. Oponerse a cualquiera de
ellas, o tan solo matizarla, significaba ser arrojado a las tinieblas del
espacio exterior, al reino de los réprobos. O al de los renegados.
Pero ahora resulta que en
lugar de venir aquí todas las empresas del mundo, se han ido ya cerca de
seiscientas; que Europa no está por la labor, ni ningún otro país relevante;
que lo único que puso en el candelero internacional a Cataluña fue la torpeza
del gobierno al mandar a la policía a reprimir una carnavalada que ni Maduro se hubiera atrevido a organizar; que tampoco esto de la voluntad mayoritaria del pueblo catalán es
así a menos que estemos ante las matemáticas de Alicia en el país de las
maravillas; que resulta que el Estado sí está dispuesto a hacer algo y el
artículo 155 de la Constitución ya pende como la espada de Damocles…
Cada vez parece más claro que
la denominada «desconexión» era sobre todo, más que con España, con la
realidad. Y ahora, sin que se sepa aún si se declaró la independencia o no, nada
hace pensar que vaya a llegar la utopía que algunos irresponsables y desaprensivos prometían, encima, como independencia «low cost», todo de buen rollete.
Alguien debería haberles
explicado que la independencia low cost
no existe. Pero desde el relato definido como real, intersubjetivamente, por la
mayor parte de los independentistas, no es así, excepto, claro, en sus
consecuencias.