De
modo que, después de todo, no estamos en una situación que admita símiles como los
de Hansel, Gretel y la bruja malvada. Muy al contrario, más bien estaríamos en
una situación análoga a los felices y educados inquilinos de la pecera de aquel
restaurante que aparecía en «El sentido de la vida», de los inolvidables Monty
Python. O también -no hay nada nuevo bajo el Sol- si evocamos la caverna platónica, como aquellos infelices
gustosamente encadenados a la contemplación de un eterno espectáculo de
sombras. Y si alguien viene a decirles que es ficción, si alguien viene a
desengañarles y les desata, lo matan. Al fin y al cabo, si el medio es el mensaje ¿acaso no lo es el mensajero.?
La materia del pacto con el diablo, en cambio, no nos sirve aquí. A menos, claro, que consideremos como tal la variante según la cual la mejor trampa
del diablo es convencernos de que no existe.
Porque
después de todo, tal como afirma Simone:
¿Cómo es posible
pretender que una multitud distraída por el deseo de consumir, desviada por
continuas sacudidas en su capacidad de distinguir entre lo real y lo ficticio,
solicitada por móviles egocéntricos y vagamente prepotentes, atascada en sus
imaginaciones de futuro, pueda concentrarse de verdad en algo que se parezca a
«los ideales de izquierdas»? Estos tienen un aire de renuncia, de rigor,
incluso de tedio; en cambio, las caras del monstruo amable alimentan la festiva
espera de un crecimiento indefinido y sin obstáculos, que las sombras de la
catástrofe, aunque se perfilen contra el fondo, no deben empañar. Quienes sean
más sensibles a estas presiones acabarán mirando con ojos fríos o incluso con
irritación determinados mensajes propios de la izquierda: la idea del trabajo
como peculiaridad humana, la práctica de la solidaridad como factor de
cohesión, la lucidez del análisis de lo real, la moderación minimalista del
consumo, el respeto hacia las cosas y las personas. (...)
Francamente
demoledor. Porque según esto, si la izquierda reaparece algún día, sólo podrá
hacerlo desde un contexto de necesidad y en una situación límite. Sin que la
cuestión sea ya si el modelo de austeridad propuesto en su momento por Wolfang
Harich es el más razonable o no, sino sin que haya otra realidad que la extrema
escasez que habrá sucedido al saqueo de los recursos en aras a un modelo de
beneficio cada vez, cada vez más abstracto y, en consecuencia, más inscribible
en la teología que en la economía. Sólo el inevitable apocalipsis que producirá
la escasez acabará con el monstruo amable.
No
cabe creer en actos volitivos movidos desde la racionalidad. Ni tampoco parece ya que
la alusión a la materia de la astucia de la razón sea invocable. Una vez
conocemos el poder omnímodo de los paradigmas culturales de masas y el control
que ejercen sobre el individuo, ya no podemos creer en la potencialidad
redentora del planteamiento marxiano según el cual son las condiciones
materiales de la existencia las que determinan una conciencia sólo ofuscada por
la inversión que supone la alienación, eso sí, más o menos sofisticada según el caso.
No, aquí estaríamos ante un planteamiento cualitativamente distinto que no
admite, por tanto, la «revelación» propia de toda toma de conciencia moral. O
no la admite o, si lo hace, es para mirar a continuación hacia otro lado y
proseguir como si nada.
Sólo
acaso podríamos amagar con buscar la redención en una libertad humana en la
línea de Fichte: la libertad como fundamento de toda génesis. O eso o estaríamos
atrapados sin solución de continuidad.
Puede
que estemos atrapados sin solución de continuidad. En cualquier caso, sigue
valiendo la pena leer este libro.