Observo con asombro algo que
no debería asombrarme a estas alturas: las reacciones que está suscitando el
confinamiento de los grupos del «macrobrote», que se encontraban a la sazón en
Mallorca de instructivo viaje de estudios, entre macrobotellones y macroconciertos
macroconcentrados. Todo muy educativo en tiempos de pandemia. Especialmente
interesantes me resultan tanto la actitud de las familias, aunque no por sorprendente, hay lo que hay, como la de los alumnos afectados, mucho más escalofriante, porque que anuncia que lo que llega ya está aquí. A juzgar por sus declaraciones, no hay ningún indicio de que se hayan enterado todavía del porqué de la cuarentena.
Incluso oí exclamarse a una que por qué ella, si no había ido al botellón, pretendiendo circular libremente mientras los demás permanecen confinados en el mismo hotel. O
sea, que no ha entendido nada. Todo ello sin olvidar a los medios sensacionalistas
que les dan pábulo. El Walter Matthau de ‘Primera Plana’ es un santo varón a su
lado…
Hace años, en un viaje también
de fin de curso, pero a Italia, con unos 80 alumnos, tuve una alumna con un
caso de meningitis y estuvimos confinados en un hotel de Roma durante casi una
semana. Ocurrió en un sábado, y hasta que el lunes el consulado español y la
sanidad italiana nos contactaron, los
tres profesores –dos profesoras y un servidor- que íbamos de acompañantes, tuvimos
que gestionarlo todo durante algo más de 48 horas.
Para empezar, nos tocó
cuestionar el diagnóstico del médico del seguro de la agencia de viajes que
vino al hotel para atenderla. Tras una tan fugaz como poco sagaz inspección, diagnosticó “fatiga”
–stanchezza- y recetó unas pastillitas para que se rehidratara. Si le llegamos
a hacer caso al dottore, la alumna no lo hubiera contado, tal cual.
Como no nos fiamos, la llevamos
en taxi a urgencias del hospital Umberto I, donde se la atendió a la perfección,
la internaron y ya nos dijeron de entrada que tenía todos los números para ser
meningitis. Luego vino un maravilloso tour en taxi por Roma en domingo de
madrugada, a la búsqueda de farmacias de turno donde hacerme con las sulfamidas
necesarias que nos recetaron como prevención, para administrar a toda la
expedición, pero que en el hospital no nos pudieron suministrar. Y controlar
luego los estados de pánico y a aquellos que, una vez se les explicó el carácter
contagioso de la meningitis –habíamos estado todos en el mismo autocar varias
horas-, la dimensión del problema y sus síntomas, empezaron a sentirlos
intensamente, confundiéndolos con los de la resaca que llevaban encima… Salieron
tres o cuatro ambulancias con sendos presuntos contagiados que, afortunadamente, resultaron
padecer solo de un agudo canguelo, sin más consecuencias que las propias de tal síndrome.
El lunes ya intervinieron la
Sanidad pública italiana y el consulado español en Roma. Se nos proporcionaron
las dosis de medicamentos profilácticos necesarias y se nos puso en cuarentena.
He de decir que los alumnos aguantaron admirablemente, con algunas lógicas
excepciones que tuvimos que atajar por lo sano y que se aplacaron rápidamente.
Todo el mundo entendió que estábamos pasando por una situación excepcional, que
las medidas estaban sobradamente justificadas y que esto es lo que había. Y si
alguno no lo entendió, tuvo que actuar como si lo entendiera. Su compañera
internada estaba en aquellos momentos en estado crítico y en coma. Y el riesgo
de contagio existía.
En la villa de origen estaban
mucho más histéricos, y me consta que se contaron auténticas sandeces sobre lo
que nos estaba ocurriendo, sobre la comida y sobre cómo nos la daban; incluso
se dijo que el hotel estaba rodeado de tanquetas del ejército para impedirnos
salir, en fin… Afortunadamente, no había en aquellos tiempos teléfonos móviles
ni internet, así que cada cual a lo suyo y a bregar para salir del trance. Huelga decir que nunca hubo tanques del ejército rodeando el hotel, ni siquiera
carabinieri. Pero el caso es que el ejército italiano sí tuvo algo que ver en
todo esto, aunque no en el sentido que algunos familiares de los alumnos
imaginaron en sus delirios de lejanía.
La revisión y la inspección médica
la llevó a cabo la sanidad militar, y vino un equipo de médicos militares al
hotel para realizar el oportuno chequeo. Al mando estaba un muy educado y
simpático coronel médico. Al final de la revisión, que duró unas cuantas horas,
me aseguró que no había ningún caso y que nos podía dar el alta para que
volviéramos a España. Me preguntó entonces si antes de los cuatro días que ya
llevábamos de cuarentena, los “ragazzi” habían
podido visitar Roma. Le respondí que no, que había sido llegar y besar el santo,
pero no el de la Basílica de San Pedro precisamente. Entonces me sugirió que
podía alargarnos la cuarentena, impidiéndonos salir del país un par de días
más, pero autorizándonos por escrito a salir del hotel. En otras palabras:
confinados en Roma. Así, me dijo, podrán conocer esta bella ciudad y se resarcirán
del encierro. Le dije que muchas gracias por su comprensión y así lo hizo.
Los alumnos nunca supieron que
si disfrutaron de estos dos días de propina en Roma fue gracias a este amable y
comprensivo coronel. Querían quedarse, pero en sus casas los querían de vuelta
ya, y alguno se hubiera ido inevitablemente de la lengua al regresar. Así que
tampoco era cuestión de proclamarlo a los cuatro vientos, no fuere yo a tener
problemas luego. En realidad, ni siquiera recuerdo si se lo comenté a las dos
profesoras que venían en el viaje. Creo que no. Eran más proclives a regresar
inmediatamente. La versión oficial fue que el coronel se había mantenido
inflexible en lo de la cuarentena, pero que había conseguido que accediera a
dejarnos salir por Roma. Para el caso era lo mismo…
A mí me pareció que los
chavales se lo merecían, por como se habían comportado y por la que les había
caído, así que actué en consecuencia. Estuvimos enseñándoles Roma los dos días
siguientes y al tercero tomamos el avión de vuelta hacia Barcelona. La chica
contagiada estuvo dos semanas internada, hasta que le dieron el alta y regresó
completamente restablecida. Vaya también por delante mi agradecimiento al
Hospital Umberto I, a la dirección y personal del hotel donde estuvimos, al
consulado español y a la sanidad militar italiana que nos atendió, a todos ellos
por el exquisito trato que en todo momento nos dispensaron. Eso sí, al dottore
del seguro, un homenaje a su ojo clínico… Así concluyó el tema, y aquí paz y
allá gloria…
En el caso del actual macrobrote
y la cuarentena en un Hotel de Mallorca, se quejan en cambio sin que parezca
que hayan entendido todavía por qué están ahí, como si lo que llevamos año y
medio aguantando no fuera con ellos. Tampoco para sus padres y madres, al menos
los que salen en los medios, despotricando y exigiendo vesánicamente a la
Administración que se los devuelva como si los tuviera secuestrados. Aunque
tampoco parece que lo estén pasando tan mal, según cuentan, al menos algunos,
pues también corre por ahí que el hotel se ha convertido en algo así como en una recreación de la novela ‘El señor de las moscas’. Eso dicen al
menos, y la verdad es que no me extraña, visto lo visto.
Ignoro la actuación de la
Administración, pero no me parece de recibo que todo el mundo se queje de que
se les mantenga en cuarentena como si se tratara de un secuestro con violencia. Lo
irresponsable sería lo contrario. Y, eso sí, creo que lo que más les convendría a estos chavales son un par o tres de días en Mallorca cuando les den el alta, para conocerla
sin conciertos ni botellones, que también vale la pena, aunque no sea Roma, y
como mínimo podrían sacar alguna serena lección de la experiencia, o al menos reflexionar conjuntamente sobre ella. Pero no
caerá esa breva.
Lo más probable es que no les
interese para nada. Además, seguro que ya están los aeropuertos llenos de emboscados
para levantar acta de los lacrimógenos aterrizajes y los almibarados
reencuentros con que nos saturarán en los noticiarios, contándonos lo mal que
les ha ido y lo peor que los han tratado, aunque no lo pésimo de su propio
comportamiento, tanto padres como hijos. Al menos, ya digo, los que aparecen en
los medios perorando como energúmenos.
En fin, o tempora o mores. Claro que mis alumnos eran de 3º de BUP y de 5º de FP, es decir, unos privilegiados de la pública. Ahora no, ahora todos somos iguales.