Este post es el resultado de
las impresiones y reflexiones que me han suscitado los debates surgidos en
diferentes blogs a propósito del debate televisivo en TVE, en el que participó
mi amigo y colega, Alberto Royo. El título, a su vez, se inspira en el post "miserias pedagógicas" del blog de Jorge. Acaso evocando la "Miseria de la filosofía"
que dio réplica a la "Filosofía de la miseria".
Las palabras tienen dueño,
decía Lewis Carroll, "significan lo
que yo quiero que signifiquen", añadía por boca de la estrambótica
reina de su inolvidable Alicia. Un
poder ciertamente nada baladí el de imponer el significado de una palabra, lo
que denota y lo que connota, aunque acaso esto último algo menos.
Tal vez, como apunta Enrique Moradiellos, el término pedagogo
nunca denotó al que "enseña" ni pedagogía
la praxis de enseñar. Una cosa era el pedagogo, generalmente un esclavo que
cuidaba de los niños de los ricos, y otra el magister, el grammaticus y el retoricus, figuras que mutatis mutandi, evocarían al maestro de
primaria, al profesor de secundaria y al de universitaria, respectivamente. Una
comparación que no sólo guarda analogías nominales, sino quizás también
formales. Puede que, después de todo, no haya cambiado tanto.
Hoy en día, se supone que el
pedagogo es el que sabe de enseñanza, de cómo enseñar, y su corpus teórico, la
pedagogía, el conocimiento de que se nutre este saber cómo y qué enseñar. Quien
decide sobre el significado de las palabras así parece haberlo dispuesto.
Pero saber enseñar ¿qué?
Porque no nos estamos refiriendo a la capacidad de saber transmitir un ámbito concreto
de conocimiento que, inevitablemente hay que dominar, como las matemáticas o la
historia, sino un saber enseñar genérico,
carente de contenidos y, por ello con demasiada frecuencia, sin objeto. La
pedagogía se ha erigido en la metafísica de la educación, y ha incurrido, consciente
o inconscientemente, en el error de situarse como génesis de todo proceso educativo. Más aún, toda realidad educativa parece que sólo surja en virtud de la exigencia de despliegue del proyecto pedagógico. Como
en su momento la "mala" metafísica, la conocida como Leibniz-Wolff, que Kant refutará,
y la misma que la exigencia de génesis idealista recuperará en parte. La
pedagogía es hoy en día, por decirlo así, a la educación, lo que el idealismo
fichteano a la filosofía kantiana.
Creo, con franqueza, que es
posible -en su sentido estricto, "cognoscitivamente representable"-
una pedagogía que, como la filosofía kantiana lo era al conocimiento, no se
"erija en", sino que "simplemente sea" la notaria de éste. Y con perfecto conocimiento de la condición de la finitud del
conocimiento humano, sin facultades incontrastables como la "intuición
intelectual" y sin apriorismos como la "exigencia de génesis" a
partir de cuyo despliegue se genera todo lo real.
Tal vez fuera posible una
pedagogía que surgiera de los departamentos de didáctica de la ciencia de cada
una de las facultades universitarias. De la matemática, elaborada por los
matemáticos -¿Quién iba a hacerlo si no?-, de las lenguas por los filólogos, de
la historia por los historiadores o de la filosofía por los filósofos. Y tal
vez de todo ello pudiera establecerse una cierta pedagogía general,
inductivamente obtenida, no apriorística, y sujeta a la contrastación empírica
que determinaría su validez o no, bajo qué supuestos y sus limitaciones. Si
esto pudiera ser aproximativamente una
pedagogía científica es algo que ignoro, pero como dije, parece
conceptualmente posible.
Fácticamente, en cambio, no
es que sea precisamente el caso. Muy al contrario. La Pedagogía actual se
concibe por la mayoría de pedagogos -lo sepan o no, eso es lo de menos- como el
a priori fundante a partir del cual
se genera toda realidad educativa, y donde los diferentes aspectos de ésta surgen
para legitimar su despliegue. Desde las cuestionadas y «segmentadas
asignaturas», la construcción ad hoc
de una realidad infantil o adolescente que se le adapte, la reluctancia de los docentes que
«explica» por qué no se cumplen sus predicciones o hasta el papel que se le
otorga a la memoria en el constructo en cuyo proceso de despliegue, como si no
hubiera una realidad anterior, se genera como exigencia de ese mismo
proceso. Como en Fichte, cuando la realidad y el conocimiento se legitiman como
momento y exigencia de la génesis en el despliegue de la libertad fundante,
para que dicha libertad pueda darse en la decisión y, en última instancia, ejercerse
en la supresión del fenómeno. O en su transformación, en su supeditación a esta
libre decisión que, al final, acaba en el más absoluto de los determinismos.
Este es el papel que, en mi
opinión, está ejerciendo hoy la pedagogía y los pedagogos que surgen de sus
facultades. Ya digo, que no sepan que formalmente esto ya está en la filosofía de
Fichte, en lo que aquí nos atañe, es lo de menos. En otros aspectos sí que
importa, porque es trágico. Porque está haciendo un daño irreparable.
Quizás, después de todo,
que las palabras tengan dueño no impide
su propia némesis. Al cabo, como decíamos al principio, tampoco ha cambiado
tanto el hiato entre el antiguo pedagogo y los magister, grammaticus y retoricus de su tiempo, frente al de sus homólogos contemporáneos. Ha cambiado, eso sí,
el paradigma hegemónico como consecuencia de una alteración jerárquica dispuesta por quien decide. Pero el resto creo que se mantiene. La realidad es tozuda.
Por qué se ha llegado a esta
realidad es otra cuestión, pero lo cierto es que, siempre, a un lado está el pedagogo
y al otro el docente. Dos realidades distintas en controversia y donde, al
segundo, se le «niega» en la medida que el despliegue del primero pasa por su
supresión y/o transformación en virtud de las propias exigencias internas del proceso. Como se evidenció en este último debate y en tantos otros... como se
ve cada día.
Y para acabar, debo
disculparme por haber establecido analogías entre el discurso pedagógico y la
filosofía de Fichte, una filosofía que, al fin y al cabo, no deja de ser un sistema sin duda
más bien abstruso, pero serio. Perdón, pues, por ello. Si la pedagogía anglosajona hubiera leído y entendido algo del Idealismo alemán, tal vez nos hubiéramos ahorrado tanto despropósito.