Sirva esta entrega como
entremés a lo que deberá ser la continuación de la saga Phantasmata Hispaniarum, inconclusa aún, adecuadamente reconvertida a
Phantasmata Cataloniae, todavía por
iniciar. La verdad, con el panorama actual se le pasan a uno hasta las ganas de
polemizar. Tiempos muy poco dados a los matices y a la equidistancia, estos. Y
cuando las fabulaciones se reifican y devienen categorías analíticas, cuando el
criterio se supedita a axiomáticos principios que sólo admiten el "conmigo o contra mí", cuando
la ficticia alternativa que se impone como realidad consumada es la elección
entre dos trincheras, a cuál más hedionda, siempre, siempre, quien sale
perdiendo es el espíritu crítico cuya aspiración es acercarse a la verdad.
En alguna convención
catalanista durante los años cuarenta, alguien se lamentó de la «mala suerte
histórica» que había tenido siempre Cataluña. Parece ser que fue Gaziel quien objetó que la mala suerte
nunca es eterna. Hasta al más desafortunado
jugador de cartas le llega en algún momento su cuarto de hora de gloria.
Una cosa es un jugador con mala suerte y otra, muy distinta, un mal jugador. Es
decir, aquél cuya comprensión de la realidad adolece de criterios objetivos que
le permitan valorar y discernir sobre su propia posición en un contexto de correlación
de fuerzas. Y se preguntaba a continuación si Cataluña era un jugador con mala
suerte o un mal jugador. Una pregunta que los actuales dirigentes catalanes me
temo que no alcanzan ni a plantearse remotamente. Si los sentimientos se
imponen a la razón y, desde este modelo, la voluntad a la realidad, entonces me
temo que, volviendo al símil de los naipes, estaría muy claro que nos las
tenemos con un mal jugador. En política, con el delirio.
Con buena o mala suerte, un
mal jugador siempre perderá, porque no sabrá aprovecharla. Y si en lugar de comprender
que lo que debe hacer es aprender a jugar, sigue atribuyendo contumazmente sus fracasos
al desfavor de la fortuna, nunca llegará a ser consciente de su propia realidad
y acabará alienado en sus propias fabulaciones. Me pregunto si no es éste el
síndrome que padecen los actuales gobernantes catalanes.
En estos momentos, la deriva
del gobierno de la Generalitat sigue
una derrota impuesta por sus propios delirios. No es sólo el estado del
bienestar lo que está en peligro en Cataluña, sino también el propio estado de derecho. Como en las aventis sobre las cuales fabulaba Juan
Marsé en "Si te dicen que caí".
Un grupo de niños refugiándose de una realidad hostil se inventan unas
fantasías que acaban substituyéndola, porque dichas fantasías, en tanto que
categorías fundantes de todo posible relato, son las claves interpretativas de
los hechos que ven transcurrir.
Pero Java y sus amigos, aun
siendo niños castigados por una realidad gris y miserable, disponían de un
sentido común -o de conservación, quizás habría que decir- del que parecen
carecer estos hombrecillos metidos a prohombres de la patria catalana. Sus aventis, utilizadas como claves interpretativas
de un entorno hostil, se limitaban a dar su propio sentido al transcurrir de los
hechos cotidianos que observaban. Nunca a negarlos ni, menos aún, a actuar sobre ellos
aplicándoles la realidad fabulada que su ingenio había construido. Sabían, en el
fondo, que pasar a la acción pretendiendo imponerse volitivamente, hubiera
acabado por destruir sus bellas construcciones. No era un problema de voluntad,
sino, en el fondo, de realidad. Ojalá nuestros gobernantes fueran como esos
niños y se quedaran sus delirios para ellos.