Me entero de que TV3 no emitió
este año el «tradicional» discurso de Navidad y Año Nuevo del rey Felipe VI a
los españoles, y leo también algunas de las variopintas y heteróclitas reacciones
que tal no-evento ha suscitado a ambos lados de las respectivas trincheras. La
verdad es que dichas reacciones, quizás sea por las fechas, no dejan de
resultar entrañables, ora estén a favor, ora en contra, aunque no por ello
menos inquietantes.
A uno, que tiene por costumbre
no «visionar» ni este ni ningún otro discursillo de marras de estos, con
independencia de quien sea su «lector», lo que le ha evocado este episodio es
una anécdota vivida hace muchos años, allá por los tiempos en que empezaba TV3.
Me encontraba de viaje por
Aragón, al norte y algo más allá de la denominada «Franja» donde ahora hablan
el LAPAO. Mi acompañante, que era de por allí, se encontró casualmente con una
amiga y antigua compañera de estudios. Lo típico entre personas que hace un
tiempo que no se ven, que si qué tal, que cómo va todo, que si que es de aquél
o de aquélla… y pronto la conversación derivó hacia TV3. Aquella TV3 cuyos
informativos fueron en sus tiempos lo más (lejanamente) parecido que ha habido
jamás en España a los de la BBC, la misma que emitía las obras de Shakespeare
en el inglés original subtituladas en catalán…
Resultaba que en su pueblo,
para nada catalanoparlante, había surgido una enconada polémica entre los
partidarios de poder sintonizar TV3 y los que no. Por su condición de
televisión autonómica, la cobertura de transmisión se limitaba inicialmente, y
legalmente, al territorio catalán. Fuera de él, sintonizar TV3 requería de un
repetidor ad hoc que, claro, había que pagar. Podría recordar ahora el
bochornoso y cutre espectáculo que los blaveros valencianos dieron al respecto,
pero no lo haré. Volvamos pues al caso.
Resulta que el pueblo de
marras estaba dividido sobre TV3, pero no por quien iba a pagar el repetidor
que permitiría sintonizarla; esto ya estaba claro, lo iban a pagar en
cuestación popular los que querían verla, aunque luego cualquiera la pudiera
sintonizar en su casa. No, el problema era otro. Y es que los partidarios del «no»
rechazaban no sólo verla ellos en su casa –a lo cual nadie está obligado, al
fin y al cabo-, sino también que pudieran verla los que así lo deseaban. En
otras palabras, que ni yo quiero verlo ni quiero que tú lo veas. Como se ve,
todo muy español.
En eso que salió a colación
una amiga común de las conversantes, que por lo visto hacía de locutora en una
emisora de radio local –o comarcal, no lo recuerdo-, que había hecho suya la
bandera del «no» a TV3 y lideraba la campaña. “Pues como ha cambiado”, comentó
mi acompañante. “Ni te lo imaginas”, le replicó su amiga. “Ésta, si pudiera,
lo que pondría es una antena para impedir que se recibiera TV3, no fuera a haber un día con buena señal y se viera sin
repetidor”.
Ignoro cómo acabó la historia.
Lo relevante para mí ahora mismo son las similitudes que actitudes como esta
guardan con ciertas de las actuales por acá. A mí, las reacciones a la no emisión del
discurso del rey me llevaron algo más allá de mi mera opinión sobre un hecho
anecdótico que no me interesa lo más mínimo. Y es que muchos, demasiados, no
sólo quieren decidir lo que quieren ver, sino que también quieren decidir sobre
lo que los demás han de poder ver o no. Y ahí, claro, se me disparan las
alarmas
Y me pregunté cuántos en Cataluña,
si pudieran, estarían hoy por prohibir la recepción de TVE –muy especialmente- u
otras cualesquiera emisoras foráneas. Ignoro la respuesta exacta, pero la que
barrunto, me inquieta y mucho.
Pues eso. Que cada cual
mire esta noche la cadena que quiera; y quien lo desee, pues hasta que apague
la tele (quizás la mejor opción). En fin, feliz año 2017.