Cuando digo que la fe no es un
factor relevante, y acaso ni siquiera accesorio, me estoy refiriendo a la fe
religiosa y a las creencias que comporte según sea su discurso. Y lo de
accesorio, entiéndase en el sentido de una confesión pública que aporta
cobertura, legitimación, pero que no forma parte esencial de él, aunque se
presente como su aspecto más característico. Incluso bajo un modelo o una
propuesta teocrática, como es el caso. Hay otros modelos bajo los cuales los
individuos actúan de forma similar sin necesidad de ninguna una fe religiosa,
implícita ni explícita.
En
este sentido, quizás deberíamos distinguir entre una fe psicológica y una fe
sociológica. La primera nos remite a la «fe» propiamente dicha, las convicciones
y creencias internas más íntimas de un individuo –creer en la existencia de
Dios, por ejemplo-, mientras que la segunda, la sociológica, se corresponde con
la manifestación externa de dicha fe, compartida (intersubjetivamente) en un determinado
entorno social y que se concreta en las prácticas y costumbres de lo que David
Hume denominaba la «common life». Pero contra lo que podría parecer, ni
siquiera en la más delirante de las teocracias importa lo más mínimo –o al
poder, al menos- que el individuo profese en su fuero interno las creencias de
las cuales se supone que emanan toda una serie de actitudes, usos y costumbres cuya
observancia se legitima moralmente a partir de ellas. En otras palabras, que un
individuo crea o no crea, para sí, en Dios, en Alá o en Yahvé, es algo que
carece de importancia, entre otras razones porque es indeterminable. Lo que sí
es relevante, y decisivo, es que se comporte como si creyera en ello, en lo
tocante a la observancia de la conducta que impone como reglas morales en el
contexto de un determinado orden social.
Esto
sería la fe sociológica. Que luego, a la inversa de lo que desde cierta fundamentación
metafísica podría parecer, se produzca un proceso de interiorización de lo
sociológico en la psique del individuo, eso ya sería otra cosa. El mismo Hume
se planteaba el caso de un padre que no quiere a su hijo, y que, a su pesar, no
puede «decidir» quererlo, llegando a la conclusión de lo insondable y
arbitrario de las emociones humanas, para concluir que lo verdaderamente
relevante no es que este padre quiera o no a su hijo, sino que actúe como comúnmente
se entiende que actúa un padre con respecto su hijo. Lo mismo, mutatis mutandi, en el más atroz de los
modelos teocráticos. Lo importante no es que se profese íntimamente una
determinada fe, sino que se actúe profesándola de acuerdo con unos patrones
sociales y culturales preestablecidos, que luego el individuo interiorizará o
no, pero que externamente deberá acatar. Al menos desde esta perspectiva, la
religión no sería, en el caso del islamismo, ni en cualquier otro, ni relevante
ni decisoria en su sentido teológico, sino una coartada que se ampara en otros
ámbitos, ya sean identitarios, victimistas, socioeconómicos, culturales… Eso
sí, una coartada, la que sea, ha de haberla siempre. Y también, qué duda cabe,
coadyuva a la interiorización del discurso de fondo, del metadiscurso implícito
a ella. Pero no teológicamente, sino sociológicamente.
(To be continued)
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