A veces se pregunta uno si la
semblanza entre los franceses radica en que todos hacen queso, o si la
diferencia se encuentra en el «abismo» que separa un camembert de un rochefort;
y acaba uno sucumbiendo a la sensación de que el énfasis en lo uno o en lo otro
tiene, por lo general, poco de objetivo. Y depende de estados de
intersubjetividad inducida mucho más aleatorios, a la vez que dirigidos, de lo
que la mayoría de adeptos estaría dispuesto a admitir.
Viene esto a propósito de las
lecturas y relecturas estivales a las que está uno dedicando este verano:
bibliografía sobre esto que se le llama «el problema español», y más
concretamente el «problema catalán», a cargo de hispanistas británicos. Uno de
los mejores, el mejor sin duda alguna, es John H. Elliot, con su impagable «La
rebelión de los catalanes: historia de la decadencia de España (1598-1640)»
(2013, 2ª ed.). Una obra maestra cuya lectura sume inevitablemente en una
tediosa y fatalista sensación, no sé si de «déjà
vu» o de eterno retorno de lo mismo, con pandereta incorporada, pero
tediosa en cualquier caso, no por la obra, todolo contrario, sino por su lucidez y por lo incontrovertible de los
datos que maneja. Datos de historiador, no de mitógrafo. La obra trata de los
hechos que llevaron a la revuelta conocida como «La Guerra dels Segadors» (1640-1652); unos episodios tan glorificados
por la mitografía nacionalista catalana, como denostados por el nacionalismo
españolista.
Pero no dramaticemos, que
estamos en verano y de vacaciones, así que me referiré simplemente a una
grotesca anécdota que acaso ayude a entender la simpatía de ciertos políticos
actuales por los dirigentes de entonces: el de las galeras de Barcelona.
Felipe III había concedido a
la ciudad de Barcelona el privilegio de fletar cuatro galeras de guerra con la
finalidad de defender las costas catalanas de la incursiones de los piratas
berberiscos –una auténtica plaga por entonces-. La concesión fue acogida con
gran entusiasmo porque permitía disponer de una fuerza naval propia. Dicho sea
de paso, estas galeras aparecen en la segunda parte del Quijote.
La realidad fue algo más
prosaica, y la verdad es que suena a rabiosamente actual. Aunque se dotó
la correspondiente asignación presupuestaria para construirlas, armarlas y
tripularlas, de las cuatro galeras sólo llegaron a construirse dos, que jamás
fueron ni armadas, ni tripuladas, sino que permanecieron ancladas y
enmoheciendo. Poco después, algunos espabilados sugirieron que se utilizaran
para fines comerciales, a lo cual el virrey de entonces, Alcalá, se negó,
arguyendo que eran naves militares, no comerciales. Esto desagradó a los que ya
se deleitaban con los pingües beneficios que obtendrían comerciando con naves
públicas utilizádolas para sus privados y lucrativos fines. Vamos,
dicho en términos actuales, fue una imposición de «Madrid» y, como tal, un
atentado a los fueros y libertades bla bla bla. No me resisto a citar
textualmente los pasajes de Elliot que describen el «glorioso» final del par de galeras. Nos está hablando de la situación a la llegada de un
nuevo virrey a Barcelona, en 1623.
“Fontanet
se encontró con una provincia descontenta (…) Además, el orgullo nacional había
sido seriamente dañado por la pérdida de dos galeras catalanas a manos de los
moros de Argel en julio de 1623. La pérdida había tenido lugar en las
circunstancias más escandalosas, y confirmaba de lleno el buen sentido de la
negativa de Alcalá, durante la época de su virreinato, a dejarlas zarpar sin su
permiso.
En
vez de hacer el trabajo que tenían encomendado de defender la costa catalana
contra los piratas, habían sido utilizadas como barcos mercantes y cargadas con
mercancías pertenecientes a la compañía privada de Canoves y Morgades, para su
venta en Sicilia. Al estar no solo cargadas, sino sobre-cargadas, habían sido
incapaces de escapar cuando los veleros moros aparecieron en el horizonte, y
habían caído intactas en manos de los musulmanes.(…)
«Déu
ho ha permès, puix allí tots hi són lladres…» señaló el Doctor Pujades (…)”
Por lo visto, el empeño por
las empresas patrióticas no es nuevo y hay ilustres antecedentes a Banca Catalana, Hispanair, PetroCat, Andorra y tantas otras. Lo dicho: ¿Eterno retorno o déjà vu?
Una realidad, la de Cataluña en el XVII que describe Elliot, muy distinta al idílico paisaje con fuente que nos narran desde hoy en día los amanuenses del nacionalismo.