dimarts, 29 de juny del 2021

Cuarentenas de antaño, cuarentenas de hogaño...

 


Observo con asombro algo que no debería asombrarme a estas alturas: las reacciones que está suscitando el confinamiento de los grupos del «macrobrote», que se encontraban a la sazón en Mallorca de instructivo viaje de estudios, entre macrobotellones y macroconciertos macroconcentrados. Todo muy educativo en tiempos de pandemia. Especialmente interesantes me resultan tanto la actitud de las familias, aunque no por sorprendente, hay lo que hay, como la de los alumnos afectados, mucho más escalofriante, porque que anuncia que lo que llega ya está aquí. A juzgar por sus declaraciones, no hay ningún indicio de que se hayan enterado todavía del porqué de la cuarentena. Incluso oí exclamarse a una que por qué ella, si no había ido al botellón, pretendiendo circular libremente mientras los demás permanecen confinados en el mismo hotel. O sea, que no ha entendido nada. Todo ello sin olvidar a los medios sensacionalistas que les dan pábulo. El Walter Matthau de ‘Primera Plana’ es un santo varón a su lado…

Hace años, en un viaje también de fin de curso, pero a Italia, con unos 80 alumnos, tuve una alumna con un caso de meningitis y estuvimos confinados en un hotel de Roma durante casi una semana. Ocurrió en un sábado, y hasta que el lunes el consulado español y la sanidad italiana nos contactaron,  los tres profesores –dos profesoras y un servidor- que íbamos de acompañantes, tuvimos que gestionarlo todo durante algo más de 48 horas.

Para empezar, nos tocó cuestionar el diagnóstico del médico del seguro de la agencia de viajes que vino al hotel para atenderla. Tras una tan fugaz como poco sagaz inspección, diagnosticó “fatiga” –stanchezza- y recetó unas pastillitas para que se rehidratara. Si le llegamos a hacer caso al dottore, la alumna no lo hubiera contado, tal cual.

Como no nos fiamos, la llevamos en taxi a urgencias del hospital Umberto I, donde se la atendió a la perfección, la internaron y ya nos dijeron de entrada que tenía todos los números para ser meningitis. Luego vino un maravilloso tour en taxi por Roma en domingo de madrugada, a la búsqueda de farmacias de turno donde hacerme con las sulfamidas necesarias que nos recetaron como prevención, para administrar a toda la expedición, pero que en el hospital no nos pudieron suministrar. Y controlar luego los estados de pánico y a aquellos que, una vez se les explicó el carácter contagioso de la meningitis –habíamos estado todos en el mismo autocar varias horas-, la dimensión del problema y sus síntomas, empezaron a sentirlos intensamente, confundiéndolos con los de la resaca que llevaban encima… Salieron tres o cuatro ambulancias con sendos presuntos contagiados que, afortunadamente, resultaron padecer solo de un agudo canguelo, sin más consecuencias que las propias de tal síndrome.

El lunes ya intervinieron la Sanidad pública italiana y el consulado español en Roma. Se nos proporcionaron las dosis de medicamentos profilácticos necesarias y se nos puso en cuarentena. He de decir que los alumnos aguantaron admirablemente, con algunas lógicas excepciones que tuvimos que atajar por lo sano y que se aplacaron rápidamente. Todo el mundo entendió que estábamos pasando por una situación excepcional, que las medidas estaban sobradamente justificadas y que esto es lo que había. Y si alguno no lo entendió, tuvo que actuar como si lo entendiera. Su compañera internada estaba en aquellos momentos en estado crítico y en coma. Y el riesgo de contagio existía.

En la villa de origen estaban mucho más histéricos, y me consta que se contaron auténticas sandeces sobre lo que nos estaba ocurriendo, sobre la comida y sobre cómo nos la daban; incluso se dijo que el hotel estaba rodeado de tanquetas del ejército para impedirnos salir, en fin… Afortunadamente, no había en aquellos tiempos teléfonos móviles ni internet, así que cada cual a lo suyo y a bregar para salir del trance. Huelga decir que nunca hubo tanques del ejército rodeando el hotel, ni siquiera carabinieri. Pero el caso es que el ejército italiano sí tuvo algo que ver en todo esto, aunque no en el sentido que algunos familiares de los alumnos imaginaron en sus delirios de lejanía.

La revisión y la inspección médica la llevó a cabo la sanidad militar, y vino un equipo de médicos militares al hotel para realizar el oportuno chequeo. Al mando estaba un muy educado y simpático coronel médico. Al final de la revisión, que duró unas cuantas horas, me aseguró que no había ningún caso y que nos podía dar el alta para que volviéramos a España. Me preguntó entonces si antes de los cuatro días que ya llevábamos de cuarentena, los “ragazzi” habían podido visitar Roma. Le respondí que no, que había sido llegar y besar el santo, pero no el de la Basílica de San Pedro precisamente. Entonces me sugirió que podía alargarnos la cuarentena, impidiéndonos salir del país un par de días más, pero autorizándonos por escrito a salir del hotel. En otras palabras: confinados en Roma. Así, me dijo, podrán conocer esta bella ciudad y se resarcirán del encierro. Le dije que muchas gracias por su comprensión y así lo hizo.

Los alumnos nunca supieron que si disfrutaron de estos dos días de propina en Roma fue gracias a este amable y comprensivo coronel. Querían quedarse, pero en sus casas los querían de vuelta ya, y alguno se hubiera ido inevitablemente de la lengua al regresar. Así que tampoco era cuestión de proclamarlo a los cuatro vientos, no fuere yo a tener problemas luego. En realidad, ni siquiera recuerdo si se lo comenté a las dos profesoras que venían en el viaje. Creo que no. Eran más proclives a regresar inmediatamente. La versión oficial fue que el coronel se había mantenido inflexible en lo de la cuarentena, pero que había conseguido que accediera a dejarnos salir por Roma. Para el caso era lo mismo…

A mí me pareció que los chavales se lo merecían, por como se habían comportado y por la que les había caído, así que actué en consecuencia. Estuvimos enseñándoles Roma los dos días siguientes y al tercero tomamos el avión de vuelta hacia Barcelona. La chica contagiada estuvo dos semanas internada, hasta que le dieron el alta y regresó completamente restablecida. Vaya también por delante mi agradecimiento al Hospital Umberto I, a la dirección y personal del hotel donde estuvimos, al consulado español y a la sanidad militar italiana que nos atendió, a todos ellos por el exquisito trato que en todo momento nos dispensaron. Eso sí, al dottore del seguro, un homenaje a su ojo clínico… Así concluyó el tema, y aquí paz y allá gloria…

En el caso del actual macrobrote y la cuarentena en un Hotel de Mallorca, se quejan en cambio sin que parezca que hayan entendido todavía por qué están ahí, como si lo que llevamos año y medio aguantando no fuera con ellos. Tampoco para sus padres y madres, al menos los que salen en los medios, despotricando y exigiendo vesánicamente a la Administración que se los devuelva como si los tuviera secuestrados. Aunque tampoco parece que lo estén pasando tan mal, según cuentan, al menos algunos, pues también corre por ahí que el hotel se ha convertido en algo así como en una recreación de la novela ‘El señor de las moscas’. Eso dicen al menos, y la verdad es que no me extraña, visto lo visto.

Ignoro la actuación de la Administración, pero no me parece de recibo que todo el mundo se queje de que se les mantenga en cuarentena como si se tratara de un secuestro con violencia. Lo irresponsable sería lo contrario. Y, eso sí, creo que lo que más les convendría a estos chavales son un par o tres de días en Mallorca cuando les den el alta, para conocerla sin conciertos ni botellones, que también vale la pena, aunque no sea Roma, y como mínimo podrían sacar alguna serena lección de la experiencia, o al menos reflexionar conjuntamente sobre ella. Pero no caerá esa breva.

Lo más probable es que no les interese para nada. Además, seguro que ya están los aeropuertos llenos de emboscados para levantar acta de los lacrimógenos aterrizajes y los almibarados reencuentros con que nos saturarán en los noticiarios, contándonos lo mal que les ha ido y lo peor que los han tratado, aunque no lo pésimo de su propio comportamiento, tanto padres como hijos. Al menos, ya digo, los que aparecen en los medios perorando como energúmenos.

En fin, o tempora o mores. Claro que mis alumnos eran de 3º de BUP y de 5º de FP, es decir, unos privilegiados de la pública. Ahora no, ahora todos somos iguales. 

dimarts, 15 de juny del 2021

Cui prodest scelus, is fecit

 

Con las leyes educativas viene ocurriendo (aparentemente) lo contrario que con la mal llamada «ley» d’Hondt.

En educación se dice que tenemos una buena ley, porque si asegura la escolarización obligatoria y gratuita hasta los 16 años –o hasta los 18- y promete la erradicación del fracaso escolar, con tan altos principios no puede ser mala. Lo que ocurre es que su aplicación choca con imponderables como la falta de presupuestos, la poca formación pedagógica de los docentes, las inercias memorísticas… que la próxima innovación superará definitivamente. Es decir, la culpa no es de la ley, sino de los hechos.

Con la «ley» d’Hondt, en cambio, el recorrido es (aparentemente) inverso. Se salva a los hechos –los supuestos datos objetivos- y se la acusa de ser la culpable de los desajustes en la adjudicación proporcional de representantes según los votos obtenidos por cada formación concurrente en unos comicios.

Así, según la opinión publicada que conforma la opinión pública, tenemos en un caso una buena ley (educativa) y unos hechos rebeldes que hay que atajar; en el otro, una mala ley (electoral) que adultera unos hechos, unos datos cuantitativamente inobjetables, y vulnera el principio de proporcionalidad en la representación, según el cual todos los votos valen lo mismo.

Pues va a ser que no, ni lo uno, ni lo otro.

Empecemos con la «ley» d’Hondt. No es una ley, sino un sistema, un método bastante simple, en el cual la operación más complicada es la división, que fija proporcionalmente la representación según los votos obtenidos por cada formación, siendo estos votos unos datos agrupados de acuerdo con un criterio previo al cual el método d’Hondt es completamente ajeno. Porque si Madrid tiene 37 escaños y Soria 2 –lo cual arroja 18,5 veces más representantes-, pero 76,5 veces más población, este desajuste no se debe al señor D’Hondt, sino a una ley electoral –ahora sí, ley- que ha establecido circunscripciones electorales uniprovinciales y les ha adjudicado arbitrariamente una representación arbitrariamente desigual. Añadamos a esto que con 2, 3 o 4 escaños por unidad electoral, la proporcionalidad resultante es inevitablemente deficiente. Lo que falla es el criterio con que la ley establece el escenario, pero no el método d’Hondt, que se limita a tratar unos datos previamente agrupados y nunca neutros. Las matemáticas no hacen milagros, eso queda para la pedagogía.

Y en educación, lo mismo. La falacia consiste en los criterios que regulan la disposición del escenario en que los principios educativos deberían llevarse a cabo, por medio de unos modelos pedagógicos erróneos que dicen subsumirlos, cuya aplicación genera toda una serie de disfunciones que deterioran y vician de forma la praxis educativa, degradando la realidad; porque se ha construido una ficción sobre ella que, por falta de «adequatio», no puede ir más allá de su fase teórica, por decirlo benévolamente. Tampoco aquí la realidad es neutra, lo que ocurre es precisamente que se resiste a amoldarse a los criterios que se le imponen contra natura, por aberrantes.

Pero seguimos con los mantras de siempre. La culpable del mal reparto de escaños es la «ley» d’Hondt; y la del desastre educativo, una realidad que no se adecua al escenario impuesto por una ley educativa que, animada como está por tan altos principios, su sola mención exime de cualquier culpa y exige acatamiento incondicional.

Y mientras tanto, ni la menor mención a los inconfesables intereses que, en uno y otro caso, propician esta desviación de culpas. O sea, aquello del  cui prodest scelus, is fecit.  Y así nos va…

dimecres, 2 de juny del 2021

Sobre 'Prohibido aprender' (Andreu Navarra, Anagrama 2021)

 



Siempre se puede discutir sobre el alcance real del impacto que las leyes educativas tienen en el ámbito sobre el cual legislan, es decir, en la escuela, entendida en su sentido más genérico. Los hay que entienden dicho impacto como  tenue, incluso prácticamente irrelevante; porque lo que cuenta de verdad es la dinámica educativa, su propia lógica y las bases sobre las cuales se asienta; otros las consideran en cambio decisivas y determinantes por su influjo sobre el sistema educativo. Puede que en última instancia dependa de las leyes en cuestión. Es posible que en otros pagos la legislación se atenga al mero acompañamiento de la realidad educativa y a la facilitación del sentido común. No es este el caso de España, como lo demuestra fehacientemente Andreu Navarra en su estupendo y, por ahora, último libro, con el impactante, pero certero título de ‘Prohibido aprender’ (Anagrama, 2021).

Ciertamente, desde la promulgación de la LOGSE hace ya treinta y un años, las leyes educativas que se han ido sucediendo han sido intrusivas, intervencionistas y socialmente agresivas. Y su impacto sobre la realidad del sistema educativo, brutal. Esto es ni más ni menos lo que se infiere del documentado repaso que Navarra hace de estas leyes y de sus negativos efectos, muy especialmente sobre la práctica docente cotidiana, en el día a día del aula, siempre tan alejada de los suntuosos despachos donde los expertos educativos pergeñan sus leyes y normativas.

Para entendernos, si pensamos en una ley sanitaria, más o menos todo el mundo puede comprender que, en lo que incumbe a la administración, se trata de dotar al país de hospitales y equipamientos para que los médicos puedan hacer en las mejores condiciones posibles su trabajo, a saber, curar a sus pacientes, que es lo que les compete. Y digo “compete” porque quienes son «competentes» en esta materia son los médicos. Es decir, los profesionales que saben «qué» hay que hacer y «cómo» hacerlo. Esto es, en un sentido pleno del término «competencia» -pericia, como nos recuerda Navarra-, que poco o nada tiene que ver con la acepción de uso más sesgado usual en la idioléctica jerga psicopedagógica; exactamente en la misma medida que, en su momento, el desplazamiento de las nociones de «instrucción» o «enseñanza» por la más genérica de «educación», consistió simplemente en convertir esta última en el totum revolutum de la noche en que todos los gatos son pardos, por amputación de uno de sus campos de significado, el que correspondía precisamente al dominio de la escuela: enseñar, instruir.

A nadie se le pasaría por la cabeza, o de pasársele lo consideraría un desatino si está en sus cabales, que una ley de sanidad prohibiera a los médicos realizar transfusiones de sangre, porque una determinada creencia religiosa, elevada a la categoría de dogma oficial por la propia ley, considere tales prácticas una violación de las leyes divinas o naturales. O imaginemos, otro dislate, que dicha ley impusiera como única praxis médica posible aquella basada en las teorías homeopáticas.

Pues esto, o su equivalente en el ámbito de desatinos educativos, es lo que ocurre en educación, y lo que han estado impulsando las leyes que repasa Navarra en su libro. Es decir, cómo las leyes educativas han perpetrado auténticos despropósitos, cuyo resultado ha sido la proliferación de guetos escolares expresados brillantemente en un título que refleja la paupérrima realidad educativa actual: prohibido aprender.

En definitiva, un interesantísimo e imprescindible abordaje sin concesiones al «espíritu» de unas leyes que nos han llevado al erial educativo que estamos padeciendo, sin que, por ahora al menos, se atisbe solución de continuidad.