Sirva esta entrega como
apostilla a la anterior «Hijos de la LOGSE», en la medida que acaso complemente
algunas de las consideraciones realizadas en ella. Me voy a referir a la
condición de «víctima» a partir de las reflexiones que me sugieren noticias
como las que allí comentaba, tanto la más reciente de las faltas de ortografía
cometidas por docentes en sus anotaciones a la corrección de un examen –o simplemente
a la mala corrección-, como a los suspendidos en oposiciones a maestro por
creer que «disertar» significa dividir un todo en partes iguales.
La condición de víctima puede
ser objetiva o subjetiva. O si se prefiere, uno puede ser consciente o
no de su condición de víctima. En este caso, la consideración de alguien como
víctima presupone el autoinvestimiento de una cierta superioridad analítica y
de perspectiva, de autoridad, en definitiva, del que atribuye sobre el atribuido. Y
puede incluso suscitar el más abierto rechazo por parte de éste, que no se
siente víctima, o que cuando se descubre como tal, no admite serlo por ESO –con
perdón-, sino por aquello o lo de más allá. Eso es inevitable, pero es lo que
hay. Es la misma jerarquía que hace que cuando uno se encuentra mal vaya al
médico y, admita, por lo general, su diagnóstico. Porque él no sabe lo que le
ocurre, mientras ue el médico, se supone, sí.
Uno puede no haber sentido
nunca la menor necesidad de saber que el Ebro no pasa por la provincia de
Madrid, cierto. Y puede que también nunca le hayan ilustrado sobre su recorrido.
Hasta puede que le hayan dicho que es algo innecesario y que haya seguido todo
un itinerario académico hasta salir de la universidad con el diploma bajo el
brazo, con ésta y otras muchas lagunas que, para algunos son océanos de
ignorancia, pero que para otros son «cosas» absolutamente engorrosas y prescindibles
por innecesarias. Y que además ya están en internet. Sin duda se puede ser muy
feliz en la vida sin saber por dónde pasa el Ebro, sin conocer las categorías
de Aristóteles, sin saber del teorema de Pitágoras, sin haber leído el Quijote
o incluso pensando que la gallina es un mamífero. Claro que sí.
Ahora bien, cuando, por
ejemplo, descubro que tal felicidad se ve truncada porque estas «cosas» y
algunas más se me exigen para poder ganarme la vida ejerciendo de maestro,
entonces es cuando la reacción puede ser de lo más variado, según el caso. Se
descubre entonces la condición de víctima, aunque no necesariamente de quién o
de qué.
Porque uno puede pensar que lo
que se le exige saber, para unas oposiciones a las que concurre pero que
rechaza, es innecesario de acuerdo a la concepción que tiene y que se le
inculcó sobre lo que ha de ser un maestro, y por tanto no exigible. Luego es
una injusticia que, ahora y de buenas a primeras, se le requiera saber algo que
no se le exigió que aprendiera, que puede haber olvidado y que, en definitiva, está
convencido de que no sirve para nada que no sea discriminar al que no lo sabe.
Y hasta puede pensar que la ortografía es algo arbitrario y prescindible. Tanto
como mecanismo de autojustificación como por convencimiento.
Y si nos fijamos en las
reacciones que suscitó en su momento en el lado de los afectados, y entre la
mayoría de sindicatos docentes, las declaraciones de algunos de cuyos
dirigentes mejor omitámoslas, observamos que la «injusticia» que les convierte
en víctimas conscientes no es la estafa que se cometió con ellos por parte de
un sistema educativo fraudulento, que no les formó debidamente a la vez que les
prometía el cielo, sino que se les exija un determinado acervo de
conocimientos, por lo demás del todo elementales. Y lo paradójico del caso es
que, al menos desde su propia perspectiva, no les falta parte de razón.
Es decir, se descubren
como víctimas, pero siguen sin identificar al culpable porque carecen de
capacidad crítica para ello. Y es que el pensamiento crítico, tan del gusto de
la pedagogía renovadora, no consiste simplemente en «criticar». Esta es, y
sigue siendo, la mayor perversión de la LOGSE y de sus secuelas, que convierte a
las víctimas en irredentas.
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