Fernando VII el rey "Felón" General Rafael del Riego
El fusilamiento de Torrijos
Una cosa es la superación de
la diferencia, y otra muy distinta es su negación. En el primer caso cabe y se
pretende una síntesis o reconciliación; en el segundo, la negación de la
diferencia exige su supresión (física o metafísica, según el caso, pero
supresión al fin y cabo).
El primer nacionalismo
español, el que se opone a la monarquía absolutista y teocrática, buscaba la
superación de la diferencia; fue heredero de las Cortes de Cádiz y de la
Constitución de 1812; será el de los Riego, Torrijos, Lacy, Olózaga, Figueras,
Ruiz Zorrilla, Pi y Margall, Salmerón, y hasta Mendizábal, Prim o Azaña. Su
modelo, El Estado-nación, su fundamento, la noción de ciudadanía.
El segundo es el de la
reacción que había combatido al primero y el disfraz con el cual vistió Cánovas
a la Restauración; es heredero del tradicionalismo, del teocratismo, del
absolutismo y, en definitiva, del Antiguo Régimen; y también del «vivan las
caenas», el hediondo estribillo con que el populacho aclamaba al rey felón,
mientras la comitiva llevaba a Riego al cadalso. Es el de los Calomarde,
Donoso, Balmes, Ganivet, Antonio Mª Claret, Salaverría, Vázquez Mella, José
Antonio, Ledesma, Franco o Millán Astray. Su postulado fundante es la negación de la
diferencia y su consiguiente supresión, que dará lugar, a su vez, al
surgimiento de los nacionalismos periféricos catalán y vasco, como reacción. Y
de la anti-España. Una figura, esta de la anti-España, tan inédita en otros
pagos como esencial a ese nacionalismo impostado que se autoafirma en la
negación de la otredad.
Desde el primer modelo se
aspiraba a la construcción de España como sujeto político constituido en
Estado-nación. No cuajó, cierto, y habría mucho que hablar sobre ello y sin que
sus propios actores deban ser eximidos de sus responsabilidades en dicho
fracaso; pero era un proyecto; desde el segundo, en cambio, se apañó un remedo
de Nación-estado que se quiso vender como lo primero; fue un apaño.
Históricamente, el
Estado-nación jacobino que surge en Francia como consecuencia de la Revolución
y se constituye en Nación política, postula la superación de la diferencia y su
concreción se da en la noción de ciudadanía. La uniformización consiguiente es
precisamente una exigencia del despliegue de esta noción «nacional» de
ciudadanía. Desde el punto de vista étnico que se corresponde con la noción
premoderna de nación, el Estado-nación «desnacionaliza» porque se «ciudadaniza»
a su población.
Muy al contrario, la
Nación-estado, -que se constituirá también en Nación Política-, de inspiración
herderiana y vinculada al nacionalismo romántico y a la «idea» del «Volksgeist»,
se fundamentará en el primado de lo identitario; un modelo de extracción
básicamente étnica, cuyo postulado será el de negación de la diferencia y, en
sus versiones más extremas, incluso la supresión física de esta diferencia,
reificada en la expresión de cualquier otredad identitaria. Si el primer modelo
era Francia, el segundo se corresponde con Alemania, hasta el año 1945.
La distinción entre
Estado-nación y Nación-estado es la que modestamente proponemos para
diferenciar los dos modelos entre los que, a falta de una tradición como la
británica, se debatirá el siglo XIX español hasta decantarse por un la adopción
de un remedo de Nación-estado que, por su propia lógica, dará lugar al
surgimiento de los denominados nacionalismos periféricos, básicamente el
catalán y el vasco. La Nación-estado, a la vez que niega el Estado-nación
ilustrado, metaboliza el concepto medieval de nación y lo dota de
trascendencia. Una trascendencia que se expresa en la voluntad de realización
de este pueblo como sujeto político que se dota de las formas de un Estado
moderno.
Tal vez se pueda objetar que
dicha distinción entre Estado-nación y Nación-estado no vaya más allá de la fase
teórica. Porque si bien es cierto que el modelo identitario alemán llevó, en su
versión más atroz, al genocidio nazi, no lo es menos que la superación de la
diferencia por uniformización, instituida en Francia a base de guillotina y
también de asesinatos en masa, en lo que fue una auténtica institucionalización
del terror como sistema, contendría en sí mismo también el germen de negación
de la otredad. Represión y genocidio étnico, en un caso; represión y genocidio
político, en el otro. O se mata a alguien por quien es, o por sus ideas, pero
represión y genocidio al fin y al cabo.
Sin rechazar del todo esta posible
objeción, no por ello dejo de pensar que la distinción propuesta no es
irrelevante y nos permite entender la posterior evolución y avatares por los
que ambos modelos pasarán luego, y sus diferencias constitutivas y
constituyentes.
Porque en un caso, lo que está
en juego es la uniformización en la noción de ciudadanía, entendida como
superación de la diferencias étnicas (o sociales, también), mientras que en el
otro, esto es precisamente lo que se está negando, por la vía de la
reivindicación del grupo o etnia al que se dice pertenecer, y donde lo «otro»
es algo ajeno, extraño, y por eso negado. En el caso del Estado-nación, se
tratará de una transformación social y económica inscribible en el tránsito del
Antiguo Régimen a un modelo social, económico y político distinto, del que
surgirá el Estado moderno; una ruptura. En el caso de la Nación-estado, en
cambio es una adaptación reactiva contra el anterior. Porque es lo étnico, precisamente
la diferencia a superar en el primer caso, lo que se reivindicará como esencial
en el segundo.
En el caso español, además, dicha
distinción nos permitirá entender el surgimiento y posterior desarrollo de los
nacionalismos catalán y vasco, una vez que al español le dan el «cambiazo»,
precisamente los sectores que lo habían rechazado hasta entonces, y se adopta
el modelo de Nación-estado de matriz castellana, que «revela» la condición de «negados»
de catalanes, vascos y otros. Muy especialmente a partir de la dinámica que se
desatará como consecuencia del desastre colonial de 1898.
No está de más recordar, en
este sentido, a Cánovas del Castillo y cuán «trascendentemente» entendía el
concepto de España qué él mismo coadyuvó a modelar, como mínimo en su condición
de arquitecto del apaño que se ha conocido en la historia como «la Restauración».
Mientras se redactaba la Constitución resauracionista, surgió la discusión
sobre el artículo que definía la condición de español. El propio Cánovas zanjó
la discusión diciendo: “¿Pero es que no
saben ustedes que español es el que no puede ser otra cosa?”.
Una afirmación que, ciertamente,
sólo puede provenir del cinismo de alguien que había dedicado su vida al objetivo de que
siguiera siendo así. Sus herederos lo celebran hoy.
Sucede que los independentistas catalanes aspiramos también a conformar nuestro estado nación y a ser un país de ciudadanos libres ungidos por el, parece que sacrosanto, principio del patriotismo constitucional. Dejamos el Volksgeist para los que hasta la fecha han hecho de él su bandera, a saber, la gente que dicen no ser nacionalistas aunque son nacionales de toda la vida. Paradójicamente en España el único odio étnico hasta la fecha conocido es el de aquellos autoproclamados hoy antinacionalistas de toda la vida, epigonos de los que ajusticiaban a diestro y siniestro al grito de muerte a los separatistas.
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