Los complejos resultados de
las últimas elecciones catalanas han puesto sobre el tapete un viejo problema
del que, por aquí, nadie parece verdaderamente dispuesto a hablar, pero que se
ha trasladado al resto de España ante la perspectiva de que ocurra lo mismo si
se produce la previsible ruptura del bipartidismo: la ley electoral y las
circunscripciones.
En Cataluña, pese no ser la
primera vez que ocurre, el tema ha pasado una vez más desapercibido; o casi.
Sus razones tendrán, pero lo cierto es que más que analistas, lo que ha primado
por aquí son herméticos y cabalistas. Unos, empeñados en (de)mostrarnos que el
47,7% independentista incorpora en realidad una mayoría mucho mayor, a partir
de una peculiar hermenéutica de los designios del voto a ciertas formaciones; otros,
más groseramente y haciendo de su cábala un sayo, añaden la abstención al 52,3%
no independentista, alcanzando así hasta los dos tercios de no
independentistas. Nadie se ha planteado, o muy pocos, cómo es posible que con
una minoría de votos se pueda obtener una mayoría absoluta de diputados.
Y no es la primera vez que
esto ocurre. El PSC de Pasqual Maragall obtuvo en 1999, cinco mil votos más que
la CIU de Jordi Pujol, pero cuatro diputados menos -52, frente 56-, lo cual le
impidió formar gobierno. Y nadie dijo nada. Volvió a ocurrir en el 2003. Esta
vez fueron siete mil votos más, y también cuatro diputados menos -42 frente a
46-. Pero en esta ocasión sí que alguien dijo algo. La aritmética parlamentaria
permitió al PSC formar el primer tripartito y quien montó en cólera, hasta el
punto de desencajársele el semblante, fue Artur Mas. Proclamó que le habían
«robado» la presidencia de la Generalitat y ni siquiera las contemporizadoras
admoniciones de Jordi Pujol consiguieron apaciguarle. ¿Les suena esto en
relación a la actual polémica sobre si valen los votos o los escaños para
declarar la independencia? El día que se escriba una antología de los
exabruptos antidemocráticos del Sr. Mas, la de su reacción frente al primer
tripartito debería figurar entre las primeras.
Pero ya digo, aquí en
Cataluña, la asimetría entre votos y escaños no parece que sea un desajuste que
induzca a nadie a plantearse sus causas y sus eventuales soluciones. Acaso
porque ya les va bien así. El primer tripartito tenía en su programa una
reforma de la ley electoral catalana; acabo en nada.
En cambio, el problema sí se
está planteando en el resto de España ante la eventualidad de que se produzca un
escenario similar. Algo que, por cierto, nunca ha ocurrido en España con
anterioridad, como mínimo en el sentido que la formación más votada no sea la
que obtenga el mayor número de escaños; aunque sí que se ha dado, por supuesto,
en la desproporcionada distribución de dichos escaños, donde, por así decirlo, the winner takes it all.
Pero ahora, ante una
previsible fractura del bipartidismo, resulta que the winner tal vez no sea el que se lo lleve crudo, y como debería
ser lógico en cualquier parte, se ha abierto el debate. No por parte de todos,
claro, pero sí de los partidos
emergentes –Podemos y Ciudadanos- eventuales afectados que obtendrían previsiblemente una representación muy por debajo de sus porcentajes en votos. En
general, tales disfunciones se acostumbran a atribuir a la ley d’Hondt. Pues va
a ser que no. La «culpa», por decirlo así, es de otra «cosa»: el criterio de
circunscripciones electorales y el número de diputados asignados en cada caso.
Ése es el problema y no otro. Porque una cosa es una ley electoral, y otra la
llamada ley o sistema d’Hondt.
Lo que la ley d’Hondt determina
es el procedimiento de adjudicación de escaños en una circunscripción electoral
dada, de acuerdo con el número de votos y porcentajes obtenidos por las
distintas listas que concurren en ella. Nada más. El resto, o sea, cuántas
circunscripciones se establecen y bajo qué criterios –demográficos,
administrativos…-, qué número de escaños se le adjudican y su número total en
la cámara, son variables que en nada afectan al criterio matemático por el
cual, dentro del sistema proporcional en que dicha ley se inscribe, se asigna
el número de representantes que corresponden a cada lista según los resultados
obtenidos en una circunscripción.
Todo
lo demás forma ciertamente parte de una ley electoral, pero con respecto a la
ley d’Hondt son variables extrínsecas, que pueden ciertamente obedecer a
criterios demográficos o administrativos, como a motivaciones de interés y
rentabilidad política. Y este es el problema, no la ley d’Hondt. Que la
provincia de Madrid tenga 36 escaños y la de Teruel 3, un 8.3%, cuando su
población es un 2.1% de la de Madrid, o sea, una representación proporcionalmente
casi cuatro veces superior a la de Madrid, esto
no lo «sabe» la ley d’Hondt, cuya función es limitarse a determinar los
escaños que corresponden a cada lista.
Básicamente hay dos sistemas
electorales, el mayoritario y el proporcional -y también algunas fórmulas
mixtas, como las dos vueltas francesas-. En España el sistema que rige en todas
las convocatorias electorales es el proporcional –con la excepción del Senado, donde
no se vota a una lista, sino a un candidato-. Aun así, hay diferencias. En el
Parlamento vasco las tres provincias tienen el mismo número de diputados,
veinticinco, aun cuando Vizcaya casi cuadruplica a la población alavesa. En
Castilla-La Mancha, tras la drástica reducción de escaños llevada a cabo por
Cospedal, en la práctica el sistema proporcional acaba comportándose como si
fuera mayoritario. Y en cada caso hay razones «justificativas» de tales
diferencias. En el País Vasco sería la tradición foral y confederalizante sabiniana; en
Castilla-La Mancha, en fin, un grosero cálculo para conservar el poder por
parte de quien llevó a cabo la reforma; fallido, por cierto.
En España y en Cataluña, estos
criterios extrínsecos son sospechosamente similares. En ambos casos hay una
desproporción en perjuicio de las grandes concentraciones urbanas y a favor de
las rurales menos pobladas. Ya hemos citado el caso de Madrid y Teruel, pero el
de Barcelona con respecto a Lleida es harto similar. En ambos casos, cuando aparecen
resultados aberrantes desde el punto de vista representativo, como que la lista
con más votos no sea la que más diputados obtenga, es porque están viciados,
pero no porque la ley d’Hondt sea aberrante, sino por las valoraciones
que se impusieron sobre el criterio de proporcionalidad al adjudicar a unos
territorios sobrerrepresentación sobre otros. Cui prodest? ¿A quién beneficia?
En el caso español, la
distribución de escaños y el criterio provincial se diseñaron en su momento
para asegurar una holgada victoria a la UCD de Suárez. Hoy beneficia claramente
al PP. El voto rural siempre ha sido más conservador que el urbano. En el caso
catalán, al tradicionalismo conservador hay que añadirle el componente nacionalista.
Es en ambos casos sociología pura. Basta con buscar la ideología, los intereses
y los caladeros electorales de quienes lo diseñaron. No digo que sea ilegítimo,
pero sí que lo es agarrarse a lo que más convenga cuando los resultados
electorales arrojan una distribución de escaños aberrante. Y en cualquier caso,
lo de «un ciudadano, un voto», requiere de un matiz: un voto, sí, pero
ponderado. Ha pasado en Cataluña y puede pasar dentro de poco en España.
No hay una ley electoral
perfecta. La estricta proporcionalidad es materialmente imposible, igual que lo
es hacer un mapa idéntico al territorio que reproduce –como ya nos refirió
Borges-. Sólo podemos intentar aproximarnos lo más posible a ella. Desde esta
perspectiva, el sistema proporcional es el que más se le acerca. Y si bien es
cierto que la ley d’Hondt no es perfecta y prima a las formaciones más votadas,
no lo es menos que este rasgo es tanto más acusado contra menos escaños haya
por distribuir en la lista. Pero lo que no es de recibo es atribuirle
disfunciones que, en todo caso, responden a criterios extrínsecos a ella,
comprensibles, pero mezquinos.
Y ateniéndonos exclusivamente
a la ley d’Hondt en el caso de las elecciones generales, y si tenemos en cuenta
que contra más escaños haya por circunscripción, menor será la distorsión en su
adjudicación, tal vez sería el momento de empezar a pensar en un cambio de
circunscripciones y pasar, por ejemplo, del criterio provincial al autonómico.
La distribución de escaños en función del peso demográfico, al ser menos
circunscripciones y con más población, es más fácil de ajustar a criterios de mayor
proporcionalidad. Y su posterior distribución sería más equitativa y reflejaría
con mayor precisión lo que se supone que ha de reflejar: una distribución de
escaños en el Parlamento lo más homologada posible con la del voto de la
población. Lo demás, historias…
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