En cierta ocasión, durante un
debate en Segovia –eran los tiempos de la non
nata LOCE-, uno de los contertulios entró a sacco proclamando que la cultura del esfuerzo era un concepto de
derechas. Le repliqué inquiriéndole si su idea de «derechas» incluía a Karl
Marx, un autor en cuya obra la cultura del esfuerzo está presente en todo
momento, no sólo implícita, sino también explícitamente. Se quedó algo sorprendido
y me respondió que no, que estaba pensando en el profesor Marina. El tal
contertulio era por entonces secretario general de un importante sindicato, prosiguió
con su carrera política y desempeñó posteriormente varios cargos educativos,
entre ellos el de director general con el innombrable Tete Maragall como
consejero. Actualmente le he perdido la pista; creo que es concejal de algún
ayuntamiento del cinturón barcelonés, o algo así.
En fin, viene esta anécdota a
cuento por las recientes y mediáticas declaraciones del señor Marina, a quien,
por cierto, le da hoy un repaso en toda regla nuestro compañero y amigo Alberto Royo. Dichas
declaraciones versaban sobre la necesidad de que sea el director del centro el
que contrate a los profesores, los evalúe y determine su sueldo en función de
su competencia profesional. Vaya también por delante mi enhorabuena a Alberto por su
contundente réplica.
Personalmente, Marina es un
tipo que nunca me ha interesado. Filosóficamente me parece muy flojo, y
pedagógicamente un mercenario. Más allá de esto, diría que su único atributo es
carecer por completo de ellos. Y muy probablemente, no es a pesar de, sino gracias
a esto, que se desenvuelve tan bien en el circo mediático organizado en torno a la educación. Porque el eco de sus declaraciones se debe a que ha
dicho lo que se quería que dijese. Lo que tocaba. Así pues, vayamos tomando
nota.
Para empezar, deberíamos dejar
bien claro que la tenacidad humana para la incompetencia es de una
universalidad que trasciende en mucho al gremio docente. Incompetentes los hay bien repartidos
en todas partes y en todos los sectores sujetos a la servidumbre del factor humano.
Dicho esto, una cosa es que se adopten medidas para intentar corregir tal
propensión hasta donde sea humanamente posible, y otra muy distinta la
intencionalidad que dichas medidas incorporen. Y este segundo aspecto es el
verdaderamente preocupante, porque el concepto que se tenga de «incompetencia»,
ni siquiera éste, nunca es neutro. Y si en lugar de evitar la incompetencia, la
estoy auspiciando ¿qué cabe pensar entonces?
No creo que haga falta entrar
en teorías conspirativas para sospechar que hay organizada, desde hace años,
una vasta operación destinada a provocar que alguien como el señor Marina, pueda
ahora sugerir la solución que propone a un problema, real o imaginado, pero
creado ex profeso para que se le
pueda aplicar precisamente una «solución» muy concreta. Y ello es especialmente
grave porque, de ser así, el «problema» es el pretexto para que un determinado
proyecto pueda venderse como solución, cuando en realidad era el objetivo
perseguido. Será muy conspiranoico, pero a ver… Ya que de la calidad del
profesorado hablamos, pues hablemos.
El sistema de acceso a la
función pública docente viene tradicionalmente marcado por lo que se conoce
como «oposiciones». Un procedimiento selectivo sin duda imperfecto, pero que, a
la vez que ajusta la oferta de trabajo a la demanda bajo ciertas condiciones de
objetividad, que no se dan en otro tipo de procedimientos, permite, como mínimo
asegurar, si no que los que las superen sean siempre los mejores –hay
factores de aleatoriedad irreductibles-, sí, como mínimo, que no serán los más
incompetentes. Y esto ya es algo. Pero es que eso es precisamente lo que Marina se propone
eliminar.
Los contrarios a las
oposiciones, que acostumbran ser con frecuencia los que no las superaron,
suelen argumentar que se trata de un método selectivo intrínsecamente injusto
porque son una lotería. Bien, pero se trata de una metáfora que «olvida» un pequeño detalle, y es que si no adquieres el boleto, no te
puede tocar el premio. Y si en la lotería esto lo entiende todo el mundo, en oposiciones, en cambio, no siempre se entiende así.
En cualquier caso, éste era el
sistema cuando la enseñanza pública gozaba de buena salud y todo el mundo quería ir a la pública. Los profesores, porque estaban
mejor pagados y con mejores condiciones laborales y profesionales que, por
ejemplo, en la privada. Los alumnos y sus familias, porque se sabía que en la
pública había mejores profesores y se impartía una enseñanza de mejor calidad.
La privada lo estaba pasando verdaderamente mal. Hasta que vino la LOGSE en su
ayuda. ¿Qué pasó desde entones?
A lo largo de los últimos
treinta años, el proceso de oposiciones se ha ido desvirtuando a la vez que
administrando cada vez más con cuentagotas. Los criterios de selección
académicos se han ido sustituyendo por clientelismos ideológicos en forma de
doctrinarismos pedagógicos que han degradado el sistema educativo público hasta
dejarlo como está en la actualidad. Y ahora, el señor Marina, que se queja de
que hay profesores incompetentes, no propone como solución reforzar un
sistema de acceso selectivo en condiciones de publicidad, mérito y capacidad,
sino todo lo contrario, un procedimiento idéntico al de la privada. ¡Qué
curioso! ¿Es realmente la competencia profesional docente lo que le preocupa al
señor Marina? Para mí la respuesta es muy clara: NO.
En este sentido, la propuesta
del señor Marina no es sino la operación final de acoso y derribo contra el sistema
público de enseñanza, cuya desarticulación se proyectó con la LOGSE, y al cual
se han atenido fielmente todas sus secuelas. El problema de fondo es la mercantilización
de la educación, que no puede coexistir con una enseñanza pública de calidad,
gratuita y a la cual accedan los mejores profesionales a través de un mecanismo
de selección objetivo basado en los principios de publicidad, mérito y capacidad.
Lo demás, pretextos con finalidades inconfesables.
Hay además algo en lo que el
señor Marina quizás no haya reparado. La lógica de la empresa privada no es,
por definición, la misma que la de la pública. Lo que en una funciona, puede
que no sirva para la otra; y viceversa. Esto, que es una verdad de Perogrullo,
parece que lo ignoran también nuestros políticos y gestores educativos, por
boca de los cuales sospecho que habla el señor Marina. Y si no les presumimos
ignorancia, entonces no queda más remedio que atribuirles perversidad.
Si soy el director de un centro
privado y me dedico a contratar amiguetes o pobres diablos que sé que me serán
sumisos porque de mí depende su sustento, lo más probable es que el centro
decaiga, me quede sin matrícula y el consejo de administración, con cuyos
dineros estoy jugando, me eche a la calle. En un centro público, en cambio, eso
no funciona así, sino que se le llama clientelismo, porque estoy jugando con el
dinero público para montarme mi chiringuito sin otras medidas de control que la
fidelidad ideológica al político de turno. Sí, cierto, de haber exámenes
externos y otros mecanismos de control, ambos chiringuitos pueden irse al garete, pero eso ya se ha
cuidado el sistema de enmendarlo proscribiendo tales prácticas.
Y es que, como decía Alberto
en su pregunta inicial ¿Cómo tasamos la
calidad de los profesores? Pues muy fácil, como la de un arquitecto, un médico
o un carpintero: por la calidad del producto resultante. Pero para eso, lo
primero es que te dejen hacer tu trabajo, que es precisamente lo que la
urdimbre de intereses constituidos alrededor del sistema se empeña en impedir.
Luego, claro, resulta que somos unos incompetentes.
Lo dicho, si no es
ignorancia, entonces es perversidad.
Impecablemente explicado, Xavier. Me gustaría añadir algo: a mí no me parecería mal que se nos evaluara cada cierto tiempo, aunque ya hayamos pasado una oposición. De veras que no. Hombre, no cada año, si es posible, pero tras un período razonable después de haber superado la oposición, lo admitiría. Entiendo que un docente debe estar al día, actualizado (¿en otras profesiones, no? Debe ser que no). En fin, admitámoslo por la “especial relevancia social” de la educación pública (la teórica relevancia, al menos, que escucho las risas desde aquí). No me importa si somos los únicos pringados a los que se nos evalúa. Ahora bien, si se ha de hacer, exijo que me examine gente preparada y que se pida dominio de los contenidos que debo enseñar. Que se conforme un tribunal de expertos (sin comillas) en la materia, personas de prestigio de mi especialidad con una trayectoria profesional que garantice su capacidad para juzgarme. Ahora bien, el peligro que nos acecha, como muy bien sabes, es que, si se nos examina, si Marina, supongamos, termina de ministro, no va a ser en función de lo que sepamos de nuestra especialidad sino de nuestra empatía, nuestra vestimenta, lo modernas que sean nuestras gafas o del nivel de ridículo que podamos soportar delante de nuestros alumnos, qué sé yo. Un abrazo y sujetémonos, que viene curvas.
ResponEliminaCompletamente de acuerdo, Alberto. A mí no me preocupa que me evalúen, pero sí quién me evaluará y sobre qué. A la vista está. Y desde luego que vienen curvas. Un abrazo.
EliminaY le faltó añadir: "Y si soy director de un centro concertado elegiré a quien me dé la gana que, total, el sueldo no se lo pago yo, el dinero no lo pongo yo, y yo no me juego nada que por muy malo que sea alumnos no me van a faltar, que también a ellos los elijo yo"
ResponEliminaUn saludo y mi admiración.
Óscar G.
Sí, sin duda, y considerando el contexto actual, faltaría añadir esto. Saludos.
EliminaY si soy el director de un concertado y ordeno que aprueben a todos los que paguen ( y si nadie los inspecciona o controla), puedo contratar a sumisos ignorantes,
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