Queda la última sección de
estas cuatro entregas dedicadas a las reflexiones que le han sugerido a uno la
noticia del niño que contrajo la difteria y al que sus padres se habían negado
a vacunar aduciendo que se habían enterado por internet de la naturaleza
intrínsecamente perversa de las vacunas y de las campañas de vacunación. En
realidad, con lo dicho en la segunda y tercera entregas, bastaría, pero
precisamente porque la justificación aducida por los padres del niño nos remite,
entre el conjunto de los que se niegan a vacunarse, a la subcategoría referida
en el título, y porque no quiero perder la oportunidad de cargar contra ciertos
saberes hoy tan en boga, he decidido darle un tratamiento aparte.
Porque una cosa es que me
niegue a vacunarme porque me dé igual lo que pueda pasarme, porque mi religión
me lo impida, porque me produzcan un miedo atroz las jeringuillas y, con tal de
evitarlas, esté dispuesto a arrostrar cualquier consecuencia, o cualquier otra
por el estilo, y otra muy distinta es que mi rechazo se ampare en supuestos
conocimientos alternativos proferidos por charlatanes que van de científicos y
de tal condición se revisten. Porque entonces no estamos hablando de
convicciones irreductibles, sino simplemente de la peor de las ignorancias: la
inconsciente y atrevida.
Podemos tener la impresión que
los farsantes disfrazados de sabios gozan hoy en día de más prédica que nunca.
Y puede que sea así, aunque puede también que sea más bien que hoy estemos en
condiciones de saber que es así. El indiscriminado acceso a la información y la
horizontalidad desjerarquizada, como se presenta por lo general en la «sociedad
conectada», sin disponer de la formación previa requerida para discriminar con
criterio da, ciertamente, pábulo a que nos den gato por liebre, y que bajo
pretenciosidad científica se encubran auténticas supercherías difundidas por
embaucadores, ante las cuales las almas ingenuas pueden fácilmente sucumbir. En
realidad es algo que ha ocurrido siempre, sólo que hoy en día es más notorio.
El caso concreto de los
antivacunas adopta un disfraz parecido al de otro tipo de supuestos discursos alternativos en "innovadores", igualmente
fraudulentos, que se revisten de solvencia y fundamentación pretendidamente científica,
a partir de autoinstalarse como denunciantes de una verdad oficial
engañosa, y situándose a su vez en la tesitura de los paradigmas alternativos
que en su momento fueron rechazados y que hoy son universalmente aceptados.
Esto último es una cuestión de procedimiento, de estrategia, que ha dado, lamentablemente,
muy buenos resultados a los embaucadores.
Sobran ejemplos. Tenemos, por
citar algunos casos, las teorías conspirativas que niegan el atentado del 11-S
a partir de supuestos cálculos que «demostrarían» la imposibilidad que el combustible
vertido por los aviones fuera suficiente para derretir la estructura del
edificio. O la negación de la llegada del hombre a la Luna, cuya filmación se
habría realizado en un estudio de la NASA, y por eso aparecen unas sombras y un
airecillo haciendo ondear la bandera, que no deberían, de haberse filmado
verdaderamente en la Luna. Hasta el mismísimo Franco hizo sus pinitos en tales
menesteres cuando, enterado de la primera prueba nuclear soviética, afirmó que
era un montaje, y que la explosión nuclear se había simulado con otra de algo
así como cuarenta millones de kilos de dinamita…
Cuando los presuntos contrasaberes
se presentan como alternativos al discurso oficial, adoptan un disfraz que
sitúan en un escenario de lo más efectivo. Incluso en la mejor línea Kuhniana. Igual
que los detentadores de los saberes oficiales negaron a Galileo y al final
tuvieron que echarse atrás, también ellos dicen representar la verdad y el eppur si muove, identificándose tópicamente con Galileo acusado de heliocentrismo, o con los que supuestamente defendían en la Edad Media
que la Tierra era redonda –lo cual se sabía desde la Antigüedad, por cierto-,
hasta que «la verdad» se impuso contra lo que los intereses «oficialistas»
sostenían para defender sus privilegios. Todo un menjunje sincrético entre
revolucionario, conspirativo y falsario, con una tendenciosamente calculada
administración de cierta «información», cuyo incauto destinatario carece de
«formación» para procesar y discriminar con criterio, y ya la tenemos liada.
La supuesta conversación que
habrían mantenido el Dr. Livingstone y el chamán de la tribu donde se
estableció, ilustra a la perfección esta indiscriminada nivelación de
conocimientos, confundiendo, por supuesto, saberes con conocimiento. Intentaba
el pobre Livingstone influir en el chamán, que ejercía a la sazón de médico de
la tribu, para que abandonara algunas de sus prácticas curativas y adoptara
«algo» de los procedimientos propios de la medicina occidental del XIX.
Livingstone argumentaba que no
tenía ningún sentido recluir en una choza a un enfermo aquejado de accesos
febriles, y por todo tratamiento rodear el perímetro de la cabaña con pieles de
serpiente, hasta que sanara. El chamán contraargumentaba que la mayoría se
curaban. Y Livingstone insistía en que una cosa era que se curaran «solos» por
los propios procesos de la enfermedad, catarro o lo que fuera en cuestión, y
otra que sus «terapias» tuvieran nada que ver con ello. Al final, algo crispado
por la obstinada resistencia del chamán, le espetó:
-Bien, de acuerdo, pero los hay que no se curan.
-Cierto,
respondió el chamán.
-Y se mueren- añadió Livingstone, convencido de estar estrechándole
el cerco.
-Sí, se mueren- asintió impávido el chamán.
-¿Lo
ves?- remató el británico, convencido de haber ganado la
partida.
-¿Y a ti no se te mueren nunca
tus pacientes?-
- Sí, claro que se mueren-
-¿Lo
ves? Al final, todos se mueren-
Según esto ¿Qué más daría la
medicina chamánica que la occidental?
Basta con malentender este
diálogo, añadir algunos aditamentos de medias verdades históricas, como que
los médicos de su tiempo se irritaron con Pasteur por sus recomendaciones de
que se lavaran las manos, argumentando altivamente que ellos eran médicos, no
enfermeras, o que las primeras vacunaciones acaso mataron a tantos como
inmunizaron, debido a las jeringuillas compartidas, entre otras razones,
añadir algo sobre las industrias farmacéuticas, y ya estamos casi en el discurso
antivacunas. Si es que no es tan difícil.
Y para que vean que la cosa
viene de lejos, no puedo dejar de transcribir estos párrafos de una carta
(1755) de Voltaire a Rousseau. Es su respuesta a la lectura del segundo
«Discurso sobre la desigualdad», que Rousseau le había enviado poco antes. Ahí
va:
“He recibido su nuevo libro contra la
especie humana y le doy las gracias por él. Nunca se ha empleado tanta
inteligencia en el designio de hacernos a todos estúpidos. Leyendo su libro se
ve que deberíamos andar a cuatro patas. Pero como he perdido el hábito hace más
de sesenta años, me veo desgraciadamente en la imposibilidad de reanudarlo.
Tampoco puedo embarcarme en busca de los salvajes del Canadá, porque las
enfermedades, a que estoy condenado, me hacen necesario un médico europeo;
porque la guerra continúa en esas regiones; y porque el ejemplo de nuestras
acciones ha hecho a los salvajes casi tan malos como nosotros”.
Esperemos que el niño se
recupere.
Querido Xavier: cuestionar la "Horizontalidad Desjerarquizada" es propio de valientes. O de imprudentes. Espléndida la serie "Vacunar o no vacunar". Mi enhorabuena.
ResponEliminaAhora te dejo. Debo ahuyentar unos cuantos rinocerontes.