Como ya anticipé, entiendo que
el rechazo a la aplicación de una vacuna puede obedecer, de entrada, a dos
tipos distintos de motivación, en principio simétricos a las motivaciones del
Estado para imponerla como obligatoria o no. No estamos hablando de legalidad,
sino de motivación para el rechazo, que quede claro, o para su imposición. Una
primera motivación respondería a la simple ausencia de otra motivación que la
propia negativa, o apelando a argumentos no sanitarios ni pretendidamente
científicos, en uso de la propia libertad individual. Desde el simple “no me da la gana”, hasta la teoría más
conspiranoica posible, pasando por convicciones religiosas o cualesquiera otras.
No se trata aquí de que una vacuna sea buena o no para la salud, eso no es el
caso, sino más bien de que no me gustan, como no me gustaría, por ejemplo, que
me prohibieran fumar porque es malo, o que me obligaran porque se ha
descubierto que es bueno, como los que durante la ley seca americana seguían
tomando alcohol de contrabando, simplemente porque querían, fuera bueno o malo
para su salud. Una segunda motivación incorporaría elementos pretendidamente
científicos, pseudocientíficos o religiosos al rechazo de la vacuna por lo que
es, o se considera que es. Hoy hablaremos del primer caso.
Simétricamente a la aceptación
o el rechazo de la vacuna, la pregunta sería si el Estado está legitimado
moralmente –no digo políticamente o en términos de Derecho- para imponer como
obligatoria una determinada vacuna a toda la ciudadanía o a los grupos de
riesgo que considere oportunos. Y recíprocamente, si uno puede moralmente
rechazarla. Y, la verdad, mucho me temo que no hay una respuesta definitiva y
que la única alternativa es considerar el tema desde una perspectiva de razón
práctica social. De lo contrario, acabaríamos en un dilema como el que nos
plantea Sófocles en «Antígona».
No está tan lejos nuestro caso
del descrito por Sófocles, con independencia de cuáles puedan ser las razones
para negarse a que a uno se le administre una vacuna. Tenemos, por un lado, una
razón de estado que dice pretender el bien común; por el otro, alguien que en
ejercicio de su irreductible libertad individual, rechaza someterse a él.
Las razones para obligar al
objetor a vacunarse parecen, en principio, obvias. Con su negativa, no sólo
corre uno mayor peligro de contraer la enfermedad, sino que amenaza también con
contagiar a sus semejantes. Y es reparando en esto último que sí parece
razonable que el bien común deba primar sobre la libertad individual cuando
esta entraña un riesgo para la sociedad. Siempre, eso sí, que no caigamos en la
mojigatería de pretender estar redimiendo al réprobo, porque no se trata de
esto, sino de proteger a los que no quieren morirse por contagio de una
enfermedad contraída porque alguien se negó a que le administraran la vacuna.
Sería, en el fondo, lo mismo que prohibirle a alguien que vaya a 200 km/h por
la carretera. Si te quieres matar, mátate, pero no pegándotela con alguien que
pasaba por allí y, a lo mejor, no deseaba morir.
En algún lugar leí, hace
tiempo, que un tipo decidió suicidarse en Londres arrojándose al vacío desde un
décimo piso, con tal mala fortuna para sus designios que fue a caer sobre un
transeúnte, que justo en aquel preciso instante, pasaba por allí, con resultado
de muerte para el paseante, que murió en el acto, mientras que el suicida
sobrevivió, eso sí, con algunas magulladuras. A raíz de este incidente –los ingleses,
ya se sabe, son muy dados a la ironía- alguien escribió un libro por título “Cien maneras de suicidarse sin molestar a
nadie”.
Y ahí es dónde radica el
problema, cuando el ejercicio de mi libertad, incluso si de suicidio se trata,
irrumpe en la liberad del otro. Si alguien no quiere vacunarse por cualesquiera
razones, muy bien, adelante, pero si tal decisión conlleva el riesgo de que se
convierta en un contagiador ambulante, con el perjuicio que ello entraña para
sus semejantes, entonces sí debería obligársele, por más que suponga vulnerar
su libertad, ya que sería en aras al bien común. Siempre y cuando, claro, no lo
tomemos como un protocolo de aplicación universal, y entendamos que hay
gradaciones que requieren, para cada supuesto, una previa deliberación según el
riesgo colectivo que entrañe. Es decir, huyendo de los maximalismos, una
epidemia tan peligrosa como la que puede representar cualquier virus.
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