dimecres, 10 de juny del 2015

VACUNAR O NO VACUNAR: LOS LÍMITES (III de IV)



Como ya anticipé, entiendo que el rechazo a la aplicación de una vacuna puede obedecer, de entrada, a dos tipos distintos de motivación, en principio simétricos a las motivaciones del Estado para imponerla como obligatoria o no. No estamos hablando de legalidad, sino de motivación para el rechazo, que quede claro, o para su imposición. Una primera motivación respondería a la simple ausencia de otra motivación que la propia negativa, o apelando a argumentos no sanitarios ni pretendidamente científicos, en uso de la propia libertad individual. Desde el simple “no me da la gana”, hasta la teoría más conspiranoica posible, pasando por convicciones religiosas o cualesquiera otras. No se trata aquí de que una vacuna sea buena o no para la salud, eso no es el caso, sino más bien de que no me gustan, como no me gustaría, por ejemplo, que me prohibieran fumar porque es malo, o que me obligaran porque se ha descubierto que es bueno, como los que durante la ley seca americana seguían tomando alcohol de contrabando, simplemente porque querían, fuera bueno o malo para su salud. Una segunda motivación incorporaría elementos pretendidamente científicos, pseudocientíficos o religiosos al rechazo de la vacuna por lo que es, o se considera que es. Hoy hablaremos del primer caso.

Simétricamente a la aceptación o el rechazo de la vacuna, la pregunta sería si el Estado está legitimado moralmente –no digo políticamente o en términos de Derecho- para imponer como obligatoria una determinada vacuna a toda la ciudadanía o a los grupos de riesgo que considere oportunos. Y recíprocamente, si uno puede moralmente rechazarla. Y, la verdad, mucho me temo que no hay una respuesta definitiva y que la única alternativa es considerar el tema desde una perspectiva de razón práctica social. De lo contrario, acabaríamos en un dilema como el que nos plantea Sófocles en «Antígona».

No está tan lejos nuestro caso del descrito por Sófocles, con independencia de cuáles puedan ser las razones para negarse a que a uno se le administre una vacuna. Tenemos, por un lado, una razón de estado que dice pretender el bien común; por el otro, alguien que en ejercicio de su irreductible libertad individual, rechaza someterse a él.

Las razones para obligar al objetor a vacunarse parecen, en principio, obvias. Con su negativa, no sólo corre uno mayor peligro de contraer la enfermedad, sino que amenaza también con contagiar a sus semejantes. Y es reparando en esto último que sí parece razonable que el bien común deba primar sobre la libertad individual cuando esta entraña un riesgo para la sociedad. Siempre, eso sí, que no caigamos en la mojigatería de pretender estar redimiendo al réprobo, porque no se trata de esto, sino de proteger a los que no quieren morirse por contagio de una enfermedad contraída porque alguien se negó a que le administraran la vacuna. Sería, en el fondo, lo mismo que prohibirle a alguien que vaya a 200 km/h por la carretera. Si te quieres matar, mátate, pero no pegándotela con alguien que pasaba por allí y, a lo mejor, no deseaba morir.

En algún lugar leí, hace tiempo, que un tipo decidió suicidarse en Londres arrojándose al vacío desde un décimo piso, con tal mala fortuna para sus designios que fue a caer sobre un transeúnte, que justo en aquel preciso instante, pasaba por allí, con resultado de muerte para el paseante, que murió en el acto, mientras que el suicida sobrevivió, eso sí, con algunas magulladuras. A raíz de este incidente –los ingleses, ya se sabe, son muy dados a la ironía- alguien escribió un libro por título “Cien maneras de suicidarse sin molestar a nadie”.
Y ahí es dónde radica el problema, cuando el ejercicio de mi libertad, incluso si de suicidio se trata, irrumpe en la liberad del otro. Si alguien no quiere vacunarse por cualesquiera razones, muy bien, adelante, pero si tal decisión conlleva el riesgo de que se convierta en un contagiador ambulante, con el perjuicio que ello entraña para sus semejantes, entonces sí debería obligársele, por más que suponga vulnerar su libertad, ya que sería en aras al bien común. Siempre y cuando, claro, no lo tomemos como un protocolo de aplicación universal, y entendamos que hay gradaciones que requieren, para cada supuesto, una previa deliberación según el riesgo colectivo que entrañe. Es decir, huyendo de los maximalismos, una epidemia tan peligrosa como la que puede representar cualquier virus.

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