Como muy acertadamente remarcó
André Glucksman, estamos ante un explícito discurso
del odio y del rencor; contra Occidente, pero no entendiendo por tal ninguna
abstracción, sino una muy materializada concreción: el modelo de sociedad
abierta, en el cual no puede encajar de
ninguna manera un modelo teocrático como el del Islam. Porque el islam, como
el cristianismo, se caracteriza por su vocación universal, y
como se ha demostrado históricamente, no puede resignarse a ser una secta más
entre tantas; va contra su propia esencia. Y ello vale también para la religión considerada desde una perspectiva materialista y como el trasunto ideológico de un modelo social.
Pero es también un error
propio de la corrección política propia de estas sociedades abiertas,
obsesionadas por no culpabilizar y estigmatizar a toda una comunidad religiosa, el empeño en
focalizarlo exclusivamente como fenómeno terrorista, y tratar de entenderlo
sólo en esta dimensión, como una manifestación aislada de
radicalismo y fanatismo explicable por sí misma, lo que ha contribuido a impedir que se
perciba en su auténtica naturaleza: la de un conflicto cultural entre
dos civilizaciones. Un conflicto que será parcial y restringido, o global y
generalizado; minoritario o unánime, unilateral, bilateral o multilateral… como
se quiera, pero conflicto al fin y al cabo.
Y es también un conflicto en el cual está muy claro cuál es uno de los
bandos en liza, pero no tanto cuál es el otro, en gran parte por la negativa a reconocerse
a sí mismo; y ello no sólo porque no admita dicho conflicto,
sino también, y muy especialmente, por la falta de autorreconocimiento en sus
propios valores y modelo, adulterados y diluidos en un magma sincrético de
supuesta multiculturalidad y corrección política, que le lleva a incurrir en una monumental metonimia
conceptual, confundiendo el fin con los medios; o algo que no es sino un talante, una disposición, como la tolerancia,
con los límites del propio discurso, cuyas categorías constitutivas se ven así metamorfoseadas,
de su solidez conceptual originaria, al estado líquido propio del sujeto débil posmoderno.
En este sentido, el creciente auge
del islamismo en las sociedades occidentales ha sido más bien el resultado de la debilidad de dichas sociedades en la defensa de sus propios valores y modelo, incurriendo autoinducidamente en la falacia de derivar conocimientos y categorías a partir de
principios. Es decir, como diría Kant, dándole uso constitutivo a lo que es sólo regulativo. Sería el caso, por ejemplo,
del relativismo cultural, que de ser un modus operandi, ha pasado a constituirse en categoría fundante de todo posible discurso,
alrededor de la cual han de orbitar, subordinadas, el resto de categorías. Todo ello so pena
de incurrir en el nefando pecado de etnocentrismo y verse metido en ruidos con
el nuevo Santo Oficio de la corrección política por decir, por ejemplo, que la
ciencia occidental es un discurso más avanzado e intelectualmente superior a la
cosmología de los dogones, o que entender funcionalmente el concepto de cultura no autoriza a equiparar epistemológicamente la medicina occidental con el chamanismo de la islas Trobriand... O que
las sociedades musulmanas están todavía en gran medida bajo un modelo teocrático
muy similar al que imperaba en la cristiana Europa del siglo X…
Algunos, generalmente desde la
derecha política más extrema, consideran que este estado de indefinición es el
resultado del abandono, por parte de las sociedades occidentales, de sus
valores cristianos originarios y fundantes, cuyo extravío ha propiciado el
relativismo y el nihilismo actuales. Y es un error. Porque los valores que
Occidente ha perdido no son precisamente estos, sino los fundantes de la actual
civilización occidental: los propios de la Ilustración, igual de
cuestionada desde fuera que desde dentro de las sociedades que han resultado de
ella. Volveremos sobre esto en la próxima entrega.
Porque la incompatibilidad real
del islamismo no es con el cristianismo, sino con los valores ilustrados;
exactamente de la misma manera que las sociedades occidentales actuales no son
el resultado de la evolución y progresiva secularización del cristianismo –una
religión tan insecularizable como la musulmana-, sino de su negación y
superación dialéctica desde el humanismo renacentista de los siglos XV y XVI, y
el racionalismo y la revolución científica del XVII, que cuajarán en el XVIII en
los valores de la Ilustración.
En realidad, la Ilustración es el gran enemigo de todo
modelo teocrático, sea cristiano, musulmán o tibetano. Que el
cristianismo se haya secularizado no debería llevarnos
a confusión. Más que secularizado, el cristianismo –en sus distintas formas-
fue domeñado por las propias sociedades y sus valores dominantes, y se tuvo que
resignar a adaptarse a una realidad que históricamente le había superado. Lo
que cambió no es el cristianismo, sino los valores y el modelo de sociedad. Un
proceso de superación dialéctico por el cual no han transcurrido (al menos
todavía no) las sociedades islámicas con respecto a la religión mahometana.
Así pues, la diferencia real
entre las religiones cristiana y musulmana no se encuentra tanto en sus
respectivos credos, sino en los valores y en los respectivos modelos de
sociedad donde se encuentran arraigadas. Las sociedades occidentales pasaron
por la Ilustración, las musulmanas no. Lo paradójico de Occidente es
precisamente que después de siglos de revoluciones -culturales, científicas,
políticas, sociales, económicas…-, y de haber conseguido domeñar al
cristianismo, se le esté colando ahora el islamismo por la puerta trasera de la
inmigración y no se quiera dar cuenta de que se trata de una segunda versión de
lo mismo.
No sorprende tanto, en cambio, que la izquierda romántica y anarcoide, hoy lamentablemente hegemónica, tienda a ver al islamismo con simpatía: comparte su aversión por el espíritu de la Ilustración. Sólo así se explica el contraste entre su inquietud por el hecho de que las mujeres no puedan presidir los rituales religiosos cristianos, y su culpable silencio por la situación de las mismas en los países musulmanes; o que sólo se condenen las condenas cristianas de la homosexualidad...
Se trata, en definitiva, de mucho más que de una simple guerra entre religiones.
(To be continued)
No sorprende tanto, en cambio, que la izquierda romántica y anarcoide, hoy lamentablemente hegemónica, tienda a ver al islamismo con simpatía: comparte su aversión por el espíritu de la Ilustración. Sólo así se explica el contraste entre su inquietud por el hecho de que las mujeres no puedan presidir los rituales religiosos cristianos, y su culpable silencio por la situación de las mismas en los países musulmanes; o que sólo se condenen las condenas cristianas de la homosexualidad...
Se trata, en definitiva, de mucho más que de una simple guerra entre religiones.
(To be continued)
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