Según las crónicas, semilegendarias,
en la fortaleza de Alamud vivía el Viejo de la Montaña. Una especie de Fumanchú
árabe, o de Bin-Laden avant la lettre,
con un ejército de servidores fanáticamente obedientes, que no dudaban en sacrificar
su vida para cumplir la misión que su dueño les había encargado. Generalmente,
dichos encargos consistían en asesinar a algún emir o valí que se resistiera a
las extorsiones del Viejo. Gobernaba como una especie de capo mafioso, a través
del terror, y su sola mención producía un pánico cerval. Todos los gobernantes
de la región le temían y obedecían. Sus hashshashín se infiltraban hábilmente y asesinaban en su
propio palacio a la víctima, burlando toda vigilancia. Luego, o se suicidaba o
lo detenían y torturaban hasta la muerte. Cierto que al emir asesinado esto le
importaba ya muy poco; pero sí a su sucesor, que por lo general acostumbraba a
acceder al poder con la lección bien aprendida. Parece ser también que
el invento no acabó de funcionar con los templarios. Si el Gran Maestre era
asesinado, se lo substituía inmediatamente y aquí no ha pasado nada; la
estructura ni se inmutaba. Los métodos del Viejo de la Montaña funcionaban
contra las estructuras personales de poder, pero no contra las orgánicas.
Estos hashshashín, sabían cuál iba a ser su destino después de haber
cumplido su misión, pero había importantes refuerzos positivos –y negativos-
que les inducían a cumplir las órdenes de su amo con ciega resolución. Un buen
día, y sin que supiera cómo, el elegido se despertaba drogado en una lujosa
cámara rodeados de bellas meretrices a su servicio y con todo tipo de manjares
a su alcance. Después de una noche de desenfreno, volvía a despertar en sus
austeras dependencias. Confundido por los vapores alucinógenos, podía pensar
perfectamente que se había tratado de un sueño. Pero no, se le decía, no había
sido un sueño, sino un anticipo del paraíso que le esperaba después de morir
sirviendo a su señor. Se dice que cuando iban a ejecutar su misión, lo hacían
drogados. Sabían, además, que si no cumplían su misión y, por ejemplo, en el
último momento se daban a la huida, no sólo ya nunca más regresarían al paraíso
que habían vivido efímeramente, sino también que la venganza del Viejo de la
Montaña les alcanzaría dondequiera que estuviesen. Y no era cosa de broma.
Además, cuando un hashshashín iba a
realizar una misión, otro le seguía para cerciorarse de que no se echará para
atrás; y a éste, a su vez, quizás otro más…
No había lugar para traidores y desertores.
El modelo de los hashshashín es, creo yo, en el que se
basa el del terrorista suicida islámico actual. En el caso de la Al-quaeda de
Bin Laden, el modelo parece casi calcado. En los de los últimos tiempos, parece
que las nuevas organizaciones han substituido la estructura personal de poder
por la orgánica, lo cual, si es así, ciertamente empeora la cosa. Es sólo una
intuición -supongo, he de suponerlo, que los servicios de inteligencia disponen
de información mucho más amplia y contrastada al respecto-. Por supuesto que todo
debidamente secularizado. Sí, secularizado, aunque se trate del islam más
radical. Otro error que se acostumbra a cometer. Adaptado a nuestra sociedad
compleja y funcionando orgánicamente en red. Incluso a modo de franquicias
aparentemente espontáneas, lo que ha seguido desconcertando a los servicios de
inteligencia e información occidentales, más acostumbrados a vérselas con
grupos clandestinos de estructura organizativa cerrada. Y ahora no es así.
Claro que, bien mirado, el funcionamiento en franquicia tampoco presenta, en
este aspecto al menos, tantas diferencias. Al fin y al cabo, para acreditar una
franquicia se han de asumir unas condiciones frecuentemente más draconianas que
las que la empresa matriz suele aplicarse a sí misma.
En realidad, es un modelo que
ha funcionado y funciona en otros ámbitos, muy especialmente en los delictivos,
y en organizaciones fuertemente jerarquizadas y estructuradas, como la mafia. Es
conocido el caso de los sicarios de los señores de la droga: en muchos casos, saben
que no saldrán vivos de su misión, pero la llevan a cabo igualmente. A veces a
cambio de dinero para la familia, otras para pagar deudas. Si alguno
desfallece, la venganza se cierne también sobre sus familiares. Incluso en las
tres entregas del Padrino, de Coppola, se dan también supuestos de este tipo.
Siempre, a la ciega interiorización de la obediencia, se le añade la coerción
exterior, también debidamente interiorizada. Algo de esto nos muestra también
Scorsese en «Uno de los nuestros» -Goodfellas (1990)-.
No es imposible imaginar
que en el escenario medieval y semilegendario de las Mil y Una Noches propio
del castillo de Alamud, los hashshashín creyeran
de verdad que a su muerte accedían directamente al paraíso. No hay demasiados
problemas en aceptarlo, y que el vigilante estuviera por si le flaqueaba la fe
a última hora. Después de todo, es muy posible que estuvieran convencidos de
haber estado en el paraíso. Pero no parece sensato pensar que se lo puedan
creer, más allá de metafóricamente, cualquiera de los jóvenes terroristas suicidas
actuales, nacidos y criados en ciudades europeas. Tampoco han nacido esclavos,
a diferencia de los hashshashín, de modo que en el proceso de cooptación y
domeñamiento, y aun con un esquema similar, la fe en una vida eterna no parece
que pueda ser una variable determinante. Serán asesinos psicópatas, sí, pero no
retrasados mentales.
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