Lleva uno casi de un par de
meses enfrascado en la lectura de una excelente biografía científica de
Einstein (Walter Isaacson: «Einstein: Su vida y su universo»), que a la vez que
apasionante y absorbedora, le recuerda el viejo chiste de aquél que le
encantaba jugar al póker y perder, y cuando le preguntaron qué había sobre
ganar, respondió que «¡uf, eso debe ser
la hostia!». Supongo que me entienden. A base de lecturas y relecturas de
páginas a lo largo de la obra, va uno comprendiendo a niveles de cuasi certeza
absoluta los límites de sus insuficiencias. Ya lo dijo Pascal cuando comparó lo
que sabemos con una esfera cuyo interior es lo que conocemos, la superficie lo
que no entendemos, y el exterior lo que ignoramos por completo, incluso que
ignoramos que ignoramos en el pleno sentido del término. Eso es lo que hay, y
lo demás, excusas de mal pagador.
Uno de los tópicos que
destruye demoledoramente esta obra es el premio de autoconsolación tan al uso, según el
cual Einstein habría sido un pésimo estudiante en la escuela y en el instituto. Nada
más falso; sacaba siempre las mejores notas en latín, matemáticas y otras
materias. Era, eso sí, un vago algo bohemio, pero con los intereses e
inquietudes intelectuales propios de un genio al que le hastiaba que le
repitieran una y otra vez lo que ya había entendido. Luego, en el Politécnico, uno
de sus profesores de matemáticas lo consideraba un «perro vago», pero no
precisamente un idiota. Amén de su insólita preparación científica ya por esta
misma época, y de su afición al violín –que mantuvo durante toda su vida-, a
los quince años había leído la Crítica de la Razón Pura. Filosóficamente,
estaba entre Spinoza y Hume. Sospecho que debió leer la segunda edición de la
Crítica de la Razón Pura, la más tendente al Idealismo y a la exigencia génesis,
y no la primera, que era, digámoslo así, más humeana. Parece ser que la obra de Kant favorita de Einstein era
la que conocemos como «Prolegómenos». Por supuesto que había leído también a
Newton.
Me referiré aquí a una
anécdota que me parece de los más interesante y significativa. Einstein fue siempre muy refractario a la mecánica
cuántica que él mismo tanto había contribuido a fundar, entre otras, con su
noción de los «cuantos», interpretando a Mas Plank, como paquetes de luz o fotones que podían comportarse
como partículas o como ondas. Pero, igual que en cierto modo el mismo Plank, cuando empezaron a aparecer los
Bohr, Heisemberg, Schrödinger, Dirac etc, la deriva indeterminista que tomó la
cosa no le satisfizo de ninguna manera y, aun aceptándola, siempre consideró
que era incompleta y que tenía que responder en última instancia a una teoría
del campo unificado, a cuya búsqueda dedicó infructuosamente la segunda mitad
de su vida, que conciliara la teoría de la relatividad general con el mundo
subatómico de la mecánica cuántica. No en vano, el nombre que Einstein había
previsto inicialmente para la relatividad era teoría de la invariancia. Su universo era el de Spinoza,
sin duda, y veía con horror y desagrado lo que consideraba un atentado letal
contra las leyes de la física en general. «El
castigo por el pecado de haberme opuesto a la autoridad (científica) en su
momento, ha sido convertirme a mí en autoridad», dijo en cierta ocasión.
Igualmente, cuando los «cuánticos» aducían en favor de sus tesis argumentos que
el propio Einstein había utilizado en su momento, solía replicar que «un buen chiste no debe explicarse demasiado
recurrentemente».
En esta línea estarían afirmaciones
suyas como «El universo oculta su
naturaleza noblemente, pero no recurre a ardides» -que se grabó en la
chimenea de Princeton-, o la tan
conocida «Dios no juega a los dados».
Y es precisamente en relación a esta última que, en una fogosa discusión sobre
el tema con Niels Bohr –con quien se llevaba muy bien personalmente-, y con
Einstein jugando a Leibniz, Bohr le replicó en un momento dado:
«Einstein, por favor, deje de decirle a Dios lo que ha de hacer»
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