Ya dije que Bob Dylan no me
parece ni remotamente merecedor del nobel de Literatura, y que otorgárselo se me antoja una astracanada de dimensiones mastodónticas que, además, a quien rebaja
no es al cantautor, sino al comité del nobel de literatura y a su secretaria
permanente, una tal Sara Danius. Como es sabido, la Academia Sueca ha tenido que renunciar a comunicarle la noticia ante la imposibilidad de
hablar con él.
Y no es que Dylan esté de ejercicios espirituales o en el mundo
de Mr. Tambourine Man –cualquiera de ambas cosas hubiera podido darse según el momento
biográfico en que se le pillara-; no, está haciendo conciertos; sólo que no se pone al
teléfono y, simplemente, no dice nada. No parece, pues, que sea un silencio
esquivo, excepto en lo de no responder a las llamadas de la Sra. Danius –tan
cariacontecida, ella-, sino más bien un silencio ostentoso: ya le está
contestando. Aunque tampoco sé muy bien si este silencio le enaltece o le envilece.
De entrada me inclinaría por
lo segundo, muy especialmente porque está perdiendo una estupenda oportunidad
de hablar. Claro que, bien mirado, silencios ha habido muchos a lo largo de la
dilatada trayectoria biográfica de Bob Dylan. No seré yo quien se lo recrimine.
Recuerdo que, en cierta ocasión, leí un artículo sobre Dylan cuyo autor le
reprochaba que nunca se hubiera declarado de izquierdas. Una afirmación que, en
todo caso, del único de quien nos habla es del autor del artículo y de su
estupidez, no de Dylan. Como si no debiéramos leer a Tolstoi porque fuera un
personaje más bien turbio, o debiéramos rechazar la física de Newton porque,
como persona, fuera un ser más bien siniestro.
Por lo demás, estoy seguro de
que este silencio de ahora no obedece en absoluto a que esté atribulado por la
embriaguez de la dicha ni, tampoco, avergonzado y sin saber cómo salirse del apuro. De ninguna manera. Yo diría que este silencio es puro desdén. Un desdén
que sin duda la Academia Sueca ha acreditado merecer al concederle el galardón.
Y mira por donde, aunque
sea un efecto totalmente indeseado y por completo ajeno a las intenciones de su
autor, resulta que al final igual acaba enalteciéndole. No por su
intencionalidad moral, desde luego que no, sino porque les paga como se merecen.
Eso sí, seguro que el importe del premio lo cobrará a través de su agente. Otra
bofetada.
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