Ayer hubo una huelga de
estudiantes contra las reválidas previstas por la LOMCE -valga decir que la
utilización del término «huelga» para describir una acción de protesta
estudiantil no me parece la más apropiada, pero admitámosla, está al uso-. Casi al mismo tiempo, en su
discurso de investidura, el candidato a presidente del gobierno anunciaba la
moratoria y, prácticamente, renunciaba implícitamente a los aspectos más polémicos
de la LOMCE. Lo de «polémicos» entiéndase mediáticamente hablando; porque los
aspectos verdaderamente polémicos de esta ley han brillado por su ausencia en
el debate que se desató desde el primer momento en que el inefable Wert empezó a
pergeñarla.
Y que Rajoy se desdiga una vez
más tampoco debería quitarnos el sueño. Hace ahora casi cinco años, en otro
discurso de investidura, el mismo personaje anunció un bachillerato de tres
años que luego decayó misteriosamente sin explicación alguna y, lo más curioso,
sin que casi nadie preguntara por las razones de tal decaída.
De momento, lo único que uno
es capaz de colegir es que los estudiantes y los creadores de opinión
prefieren la selectividad a la reválida, es decir, una prueba de acceso a una
prueba de graduación. Porque lo de los exámenes externos no es creíble, puesto
que entonces las protestas reclamarían la supresión de dichas pruebas «vengan
de donde vengan», y parece que no es exactamente así. Tampoco, la verdad, se le
ocurre a uno ninguna razón de peso para pensar que la reválida fuera a ser más
difícil que la selectividad; y los mismos criterios que sirven para la nota de
corte, especialidad y todo esto, a la hora de escoger facultad, sirven en
principio exactamente igual para la selectividad que para la reválida. De modo
que, bueno, habría que preguntárselo a los creadores de opinión. Ellos sabrán
por qué y porque.
Lo que está claro es que la
LOMCE es una ley mala cuyos únicos aspectos positivos, pocos y diluidos en un océano
de despropósitos, son precisamente los que están decayendo. Sin duda, en los
próximos tiempos volveremos a asistir a sesudos debates, parlamentarios y
mediáticos, sobre los temas educativos tácitamente asumidos por los bandos en
liza como campo de batalla para dar pábulo a sus respectivas parroquias: que
si religión (católica) sí o que si religión (católica) no; que si inmersión
lingüística sí o que si inmersión lingüística no; que si las nuevas tecnologías,
que si internet y el móvil como herramientas de aprendizaje en las aulas, que si
el calendario escolar; que si el sursuncorda… en fin, lo de siempre y más de lo
mismo.
Pero no asistiremos, mucho me
temo, a ningún debate sobre la mercantilización de la enseñanza, o sobre el
engaño de la escuela inclusiva, o sobre la cultura del esfuerzo, o sobre los
charlatanes educativos… Esto, todo esto, ya está tácitamente consensuado y,
perdón por la expresión, «maricón el último».
En educación, como en tantos
otros aspectos, este país se mueve entre la xenofilia y la xenofobia más
ramplonas y papanatas, con las inevitables y, por lo general casposas, aportaciones autóctonas.
Admiramos a Finlandia por sus éxitos en PISA, pero no queremos ver que a estos
éxitos subyace una tradición de cultura del esfuerzo que, a medida que se va
perdiendo, dicho país va bajando puestos en el ranking; o que comunidades relativamente
comparables en cuanto a población, como Madrid, Cataluña o Andalucía, son
infinitamente más heterogéneas y heteróclitas que Finlandia; factores
climáticos aparte (por el tema del calendario escolar).
Y repugnamos de Corea, China o
Singapur, porque parten de la exigencia académica como base, y luego desdeñamos, o nos escandalizamos,
que en una prueba de matemáticas de la reválida china, pongan problemas que en
Inglaterra son de tercero de universidad; o que sus alumnos de 8 a 14 años sepan
resolver el problema de Sheryl, que tanto revuelo armó por aquí. Sí, culturalmente
son distintos, admitámoslo ¿pero ha de ser este un factor determinante a la
hora de aprender y entender el teorema de Pitágoras o las leyes de Gay-Lussac,
o de leer a Platón, Shakespeare, Dante o Cervantes? ¿Somos realmente
conscientes de lo que estamos diciendo si atribuimos estas diferencias a razones
culturales?
Y seguimos, seguiremos, con
toda probabilidad, juzgando nuestras propuestas educativas –como dice Gregorio
Luri- por la altura de sus intenciones en lugar de por sus resultados. Y por
eso rechazamos cualquier contrastación que nos permita conocerlos, corregir y
avanzar. Y es que al final, como proseguía el mismo Luri, la peor evaluación es
la que no se realiza. Guste o no guste.
Pero evaluar no está de
moda y es discriminador. A a menos, claro, que los evaluados sean los docentes y los evaluadores economistas o pedagogos.
Y así nos va… y así nos seguirá yendo, mucho me temo.
Y no se ve tierra a la vista, Xavier. Bravo por el artículo. Más claro, el agua.
ResponEliminaPues no, la verdad es que no hay tierra a la vista. Es verdad que cada vez hay más voces críticas -tu propio libro sería un buen ejemplo-, pero para cada uno que, desde las más diversas posiciones y opciones, denuncia el desaguisado, surge la legión de sicofantes a sueldo. La verdad, me gustaría pensar, siguiendo con el símil de "tierra a la vista", que yendo hacia América, hubiéramos acabado de dejar atrás las Canarias.
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