Decíamos al principio de la
primera entrega que las exigencias metafísicas del Islam son prácticamente las
mismas que las del Cristianismo, sólo que las trayectorias respectivas han sido
distintas. Esto le podría parecer un dislate a cualquiera que compare al Papa
Francisco con el Califa del EI, o incluso a cualquier integrista cristiano.
Pero si nos remontamos a los siglos X o XI, la verdad es que las diferencias
entre unos y otros no son tan evidentes, ni siquiera antropológicamente, más
allá de los hábitos indumentarios. Figuras como Pedro el ermitaño o Godofredo
de Bouillon, por ejemplo, son arquetipos que encajan por igual en ambos bandos.
Otros dirán que el problema es
que el Islam no ha tenido su revolución francesa, o que hay que esperar a ver
en qué se resuelven ciertas revoluciones como la primavera árabe u otras de
signo claramente integrista, como la de Jomeini en Irán hace cuarenta años.
Después de todo, se dice, la inevitable necesidad de pragmatismo y
contemporización, así como la globalización, acabarán obligando a «evolucionar» a los sectarios y
fanáticos ayatolás iraníes…
Se podría
incluso aducir que la Ginebra de Calvino no se distinguía en demasiado de ciertos
emiratos árabes o del Irán actuales… Ello no obstante, Suiza acabó
evolucionando hacia la democracia sin necesidad de ninguna revolución, sólo con
relojes de cuco, como diría Orson Welles; o el calvinismo acabó secularizado y
convirtiéndose en origen del capitalismo y de la democracia… ¿Por qué,
entonces, el régimen iraní de los ayatolás no iba a «evolucionar»?
Bueno, no diría que no a
algunas de estas objeciones, ni a otras que podría citar, pero pienso de veras
que en tales planteamientos hay un error de base, ese sí, claramente
eurocéntrico. No todas las sociedades ni culturas funcionan de acuerdo con la
misma lógica, y creerse que lo hacen es, a mi parecer, una comprensión grosera
de la globalización, del final de la historia, o, simplemente, una consecuencia
de ignorar que el concepto de «progreso», que aplicamos hoy en día
indiscriminadamente a cualquier ámbito, es en realidad una noción occidental
históricamente reciente; más concretamente, de origen racionalista e ilustrado.
Una cosa es que debamos pensar que la historia avanza en el sentido del
progreso; otra qué es lo que entendemos por progreso; y otra, la peor, pensar
que esto que entendemos por progreso en un concepto universalmente «pragmático»
y aplicable por igual como tendencia, mutatis
mutandi a cualquier cultura o civilización. Y esto es un error.
No digo que no sea posible, en
el sentido de «pensable», algo
parecido a una revolución francesa, pongamos por ejemplo, en Irán. Eso sí,
poniendo a buen recaudo lo idiográfico como naturaleza intrínseca de los
fenómenos históricos. Lo que sí digo es que me parece improbable que de
haberla, al menos hoy por hoy, lo fuera en un sentido parecido al que en su
momento fue el de la revolución francesa. Y ello por algo muy simple: cada
sociedad, cada civilización, cada cultura, vive su propia realidad y tiene sus
propios agentes sociales, su propia dinámica de acuerdo a ella, que se ha ido
forjando a lo largo de su historia. Dicho en marxista, no se dan las
condiciones objetivas para algo parecido a una revolución francesa en Irán.
Pienso que ni siquiera mutatis mutandi.
Y si pensamos que sí, es que estamos aplicando conceptos occidentales a una
sociedad que no lo es, y que sus categorías conceptuales, su Weltanschauung es otra. Porque su
historia es otra. Y su modo de producción, por más que se diga que estamos en
el capitalismo global, lo será en este sentido, y hasta cierto punto, en lo
concerniente a las relaciones técnicas de producción, pero no en las relaciones
sociales de producción.
(Continuará)
(Continuará)
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