No voy a hablar del conflicto
que, con sus debidas derivaciones, atravesó la práctica totalidad de la Baja
Edad Media europea, sino de otro mucho más mundano, el de la investidura del
Presidente del Gobierno español, pendiente por ahora, después de los resultados
de las últimas elecciones el pasado 20-D.
Para empezar, hay un detalle que
sólo es anecdótico en función de un estado de cosas, y que bajo otras puede ser
determinante. El Congreso de los Diputados vota al primer ministro o presidente
del ejecutivo, pero no es, en rigor, quien lo propone, que es una prerrogativa reservada
al monarca, en su condición de jefe del estado. Lo normal es que, después de
las consultas pertinentes, el rey proponga al candidato más votado o al que
tiene más posibilidades de resultar elegido, y así ha sido hasta ahora, pero no
es preceptivo, como mínimo en la medida que no tiene ninguna obligación de
hacerlo, más allá de la consuetudinariedad, tan voluble, ella, como la donna de Rigoletto . Es decir, que si por cualesquiera
razones el rey no considera oportuno proponer a un determinado candidato, por
más bien situado que esté, pues no lo propone y punto. Curioso para un país
donde el rey reina, pero, se dice, no gobierna.
Cierto que hasta ahora esto no
ha ocurrido, pero también que podría ocurrir, sobre todo en un escenario como
el que se da precisamente con el actual mapa parlamentario español. Hasta
ahora, desde 1977, siempre hubo una mayoría clara que, además, no era
problemática; el resto, proscritos residuales o meras bisagras. Pero ahora no
es así. Y precisamente por ello lo aparentemente anecdótico puede ser
determinante: las preferencias del monarca, o las de aquellos a quienes sirve.
Unas preferencias que, en el caso del tío del actual monarca español,
Constantino de Grecia, desembocaron en el golpe de los coroneles en 1967 y la
subsiguiente dictadura militar.
No será aquí el caso, pero con
tanta «línea roja» como se está estableciendo, nos podemos preguntar
legítimamente si Felipe VI propondría como primer ministro a un candidato que
acreditara estar en condiciones de obtener la mayoría absoluta, por su propia
formación o mediante un pacto entre distintos partidos, si
dicho candidato fuera, por ejemplo, Pedro Sánchez –o Pablo Iglesias-, con el
apoyo de PSOE, PODEMOS, IU, ERC, Bildu, PNV y Convergencia. Un bloque que,
aunque heterogéneo y heteróclito, no por ello deja de ser pensable. Dichas
formaciones sumarían según mis cuentas (90+69+2+9+2+6+8 = 186) un total de 186
escaños; mayoría absoluta y sobrada de 10. ¡Ah! y un 53.05% de los votos
emitidos. Legitimidad, toda.
No se trata de determinar si
tal coalición se dará. Es más que improbable. Así que tranquilícense los espíritus patrios. El problema es qué ocurriría si se
diera: ¿Propondría el monarca a un tal candidato? Muchos dirán
que tal conglomerado sólo tiene en común su compartida condición de
«anti-España», por su radicalidad y endemoniado empeño en romperla a cachitos; con la
probable excepción del electorado sector establishment
del PSOE, representado por sus barones y baronesas. Pero aquí no estamos
hablando de la opinión que unos u otros puedan tener sobre las esencias patrias,
sino de una hipotética mayoría democrática innegable. Y la pregunta es: ¿Qué
haría Felipe VI?
O qué hará si hay elecciones
anticipadas por falta de mayoría de gobierno, y en éstas se diera un resultado
más tendente hacia el hipotético escenario que he descrito. Imaginemos que el
candidato con más posibilidades de articular una mayoría fuera Pablo Iglesias.
¿Qué haría «Su Majestad»? Las encuestas parece que van en cierto modo por ahí;
y la intuición política, para desesperación de algunos, también. Todo indica que los
menos interesados en unas nuevas elecciones son PSOE y Ciudadanos, así como,
aunque mucho menos significativos, Convergencia; estos últimos, entre otras razones,
porque no saben ni con qué nombre concurrirían.
(TO BE CONTINUED...)
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