Hay algo de novedoso en
ciertas incorporaciones al «espíritu» y actitudes del «procés»,
que son cada vez más constatables a medida que empiezan a proliferar objeciones argumentadas a sus postulados y afirmaciones. Una actitud que definiría como de ignorancia voluntaria en sus acólitos, así como de entusiasta instigación a ella por parte de sus líderes, que se detecta en la calculada frivolidad
y ligereza con que se rehuye el debate por el procedimiento de, evitando entrar en él, seguir sosteniendo los propios argumentos, y las consecuencias que se desprenden de ellos, con una
imperturbabilidad cuasi británica, inasequible al desaliento y contra toda
evidencia, ya sea empírica o metafísica. Y esto es sin duda alguna un mérito del
Sr. Mas.
También puede verse como una
muestra inequívoca de cinismo. Pero en una sociedad menos imbuida de modernidad
de lo que se supone, y donde la autoestima se resuelve en autocompasión que se
manifiesta como victimismo, tal vez la insultante simplicidad del mensaje haya
resultado ser su pasaporte al éxito. Cierto que se ha contado para ello con
todo el aparato mediático y propagandístico puesto a disposición del único
objetivo, desgobernando por lo demás, y que hay que incluir también la inestimable
colaboración del gobierno español con sus antológicas y proverbiales torpezas.
Pero a sus seguidores no parece importarles.
Lo más sintomático de todo
esto es la constatación, aun desde una escenificada actitud de trascendente
entusiasmo por el inminente advenimiento, de la frivolidad y la ligereza con
que se obvian cualesquiera objeciones. Es lo que se detecta en la inanidad
despreocupada de sus argumentos, que más bien evocan el entusiasmo de una
hinchada de fútbol ante la próxima final, y que nunca el independentismo
clásico, más bien tristón, frailuno y huraño, había conseguido suscitar entre
la población, más allá de la mera testimonialidad.
La fidelización de la
parroquia independentista a los dictados de sus notables es, con algunas
honrosas excepciones, que las hay, absoluta y concienzudamente acrítica. Y lo
demás, fuera de los medios afines al régimen, no existe o no cuenta: es el
enemigo. Y ya se sabe, el enemigo sólo pretende confundirnos con sus arteras
maniobras. Nadie se molesta ni siquiera en considerar o tomar nota de los contraargumentos
a las mendaces afirmaciones sobre temas tales como la salida de la UE y del
euro, o en contrastar si los dieciséis mil millones que «España nos roba» son
tales, si no son tantos o si, aunque lo fueran, Cataluña iba a disponer
automáticamente de ellos convirtiéndose en una superpotencia económica sin
paragón. Tampoco nadie ha replicado a la penúltima insensatez de Mas, asumiendo
implícitamente un corralito y el impago de la deuda externa. O qué pasaría con
las exportaciones catalanas al resto de España, de Europa o del mundo, y cómo
se iban a pagar las importaciones. Ni qué modelo de sociedad se plantea para la
nueva Cataluña independiente…
Nada de esto parece importar.
Frivolidad y
ligereza, decíamos, como contrapunto al cinismo de unos dirigentes a los que, además, no
se les supone que fueren a seguir igual de mediocres y corruptos que hasta
ahora en el nuevo escenario al que pretenden llevarnos. La independencia lo justifica
y subsume todo, desde la corrupción hasta la inconsistencia argumental y la
mentira.
Una frivolidad que es el trasunto de la ausencia de discurso y debate serios,
de la inanidad de la mayoría de razones argüidas y del sesgado y tendencioso modo de exponerlas, hasta
el punto que sólo pueden resistir como «razones» al precio de trivializarlas
por descontextualización y transformarlas en motivaciones, donde su veracidad
o falsedad no es ya una cuestión de análisis lógico ni de contrastación
empírica, sino de sentimiento y emociones. Y una ligereza que funciona como
correlato de esta trivialización, por el procedimiento de inhibirse
conscientemente la parroquia en una suerte de contra argumentación Ad
Hominem, consistente en dirigir la mirada hacia el dedo que nos objeta, en
lugar de a la Luna que nos está señalando; justo lo contrario que si de dedo
propio se trata; entonces miramos sólo a la Luna, sin reparar esta vez hacia
dónde apunta. Desinterés por la verdad, en definitiva, y huida consciente de la realidad.
Una prueba de ello serían los
mensajes que circulan por las redes, y con los cuales mis amigos indepes tienen
a bien bombardearme con angustiosa asiduidad. A ellos les debo, en gran medida estas humildes reflexiones
sobre la frivolidad y la ligereza. Más allá de su aparente irrelevancia y
banalidad, creo que dichos mensajes son un fiel exponente de los cimientos
sobre los que está construido el discurso, y de esta actitud de desinterés
consciente y voluntario por la verdad. No son simplemente ocurrencias para el
entretenimiento de fanáticos ociosos y obsesivos, sino un aspecto más del
discurso de la banalidad emocionalmente verdadero.
Se trata, básicamente, de
mensajes toscamente construidos e intelectualmente groseros, que se autoconstituyen como refutación de las noticias sobre declaraciones, supuestamente
amenazadoras, que desde diversas instancias han advertido sobre las muchas incertidumbres
y eventuales peligros que entraña la independencia. Es decir, que si los bancos
dejarán de operar en Cataluña, que si nos quedaremos sin luz, que si el
corralito, que si un obispo convoca una vigilia para rezar por la unidad de
España… Esta última, desde luego, merece que le den de comer aparte, quizás otro día...
Los mensajes de réplica se presentan en supuesta clave
de humor. En uno de ellos se anuncia, como primicia de última hora, que el
presidente de Abertis –concesionaria de las autopistas- amenaza con llevarse
los peajes a Madrid en caso de declaración de independencia. Otro recomienda
comprar gallinas para construir el «corralito». Un tercero asegura que, en caso
de independencia de Cataluña, la Virgen de Montserrat y Santa Jordi quedarán
fuera del santoral católico. Y hasta hay uno que recomienda marcharse de España
porque hace mucho calor…
Los hay también de otro tenor, y
van desde la conminación a retirar los fondos de la Caixa y del Sabadell, por
su actitud «anti catalana» -¡qué ingenuos! Como si los bancos tuvieran patria- hasta
los absolutamente apologéticos y/o hagiográficos, con emotivos manifiestos,
escritos y declaraciones en favor de la independencia, siempre con autoría a cargo de
conocidos independentistas adscritos al momio, cuyo reenvío y difusión se recomienda
encarecidamente pro patria nobis…
Pero es en los de la primera
categoría, los escritos en clave de pretendido humor, donde hallo estos elementos de frivolidad y ligereza que comentaba más arriba,
que asumo como una incorporación de nuevo cuño. Nunca hay que perder el sentido
del humor, por supuesto, pero el humor parece aquí más bien pretextado como
paliativo a la falta de argumentos. Y también, en todo caso, el humor que
hagamos dependerá de la información y conocimientos de que dispongamos. Y la
inclusión del humor como recurso para ciertos argumentos, esgrimidos
con igual inconsistencia en otro tipo de registros, no los convierte por ello
en más solventes, sino acaso en más evidentes, ya sea en su consistencia o en
su endeblez, según sea el caso. Pero pueden colar más eficazmente como refuerzo
del discurso en un escenario de intersubjetividad predispuesto emocionalmente a
ello. Aunque sigan siendo banales. Al replicar con un supuesto chiste malo, no sólo estoy rehuyendo del debate, sino que estoy poniendo las objeciones, y con ellas al discurso contrario, al mismo nivel de la réplica: descalificándolo como simples payasadas indignas de ser tenidas en cuenta; y todo ello sin ni siquiera despeinar el propio discurso.
Es el escenario en el cual, mientras nos
embelesamos contemplando la Luna, no miramos hacia dónde señala verdaderamente el dedo;
porque hemos decidido que no nos importa; porque no queremos correr el riesgo de llevarnos una desagradable sorpresa; porque lo único que nos importa es la Luna. Y sólo reparamos en el dedo cuando se nos dice que acaso la Luna que estamos mirando no sea la que imaginamos, sino un decorado de cartón piedra.
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