Tengo para mí que Monty Python
le debe a Chesterton mucho más de lo que en principio podría suponerse. Al
menos en lo que respecta a la vis cómica y al aparente desatino argumental.
Claro que luego, en Chesterton hay mucho más, pero tampoco Monty Python se
queda en la simple comicidad.
«La Taberna Errante», «The
flying inn» en su título original en inglés, podría ser perfectamente un
argumento para una película de Monty Python. El cacique local de un pueblo
costero cercano a Londres, lord y parlamentario, es un fanático intolerante
cuyo objetivo fundamental es acabar con las tabernas, tradicionales lugares de
diversión del pueblo, objetivo para la realización del cual no repara en hacer
uso abusivo de su situación de poder. Su abolicionismo alcohólico, como su
vegetarianismo, no lo es tanto por su convicción, que lo es en el sentido
individual, sino por su función social: los ricos han de poder distinguirse de
los pobres, y para ello han de cortar con todo lo que les une como humanos. Si
los pobres comen carne, los ricos no; si los pobres beben alcohol... que se les
prohíba beberlo. Porque a eso no están dispuestos a renunciar. No el pobre lord
Ivywood, que se lo cree de verdad, si no los de su clase.
En sus delirios
antialcohólicos y vegetarianos, nuestro Torquemada inglés adopta a un charlatán
turco que va de profeta del islamismo; un chalado, sin más, convencido de que
el Islam es el origen de todo y que el cristianismo es el resultado de una
tradición de mala interpretación de las verdades islámicas originarias. Las
clases altas asisten a sus conferencias y, aunque algo perplejas, nadie se molesta en desmentir al charlatán ni en
oponerse a la islamización de Inglaterra.
Pero Ivywood comete un
error: ordena quemar la taberna "El viejo navío", con los licores que
contiene en su interior. Inmejorable la descripción que nos hace Chesterton de
la hoguera purificadora y de su inquisidor.
"Y
durante varias horas, se quedó de pie en el césped, regalándose los oídos con
el ruido de las botellas que se rompían y de los toneles que se despanzurraban,
embriagándose con los goces de los fanáticos, que eran los únicos que conocía
su extraña naturaleza, incapaz de apreciar los manjares, niel vino, ni las
mujeres"...
Pero dos individuos
consiguen escapar con un barril de ron, un monumental queso de bola y el
letrero de la taberna -un poste de madera con un tablero colgante donde había
un «grotesco» navío azul pintado-. Estos individuos eran Humphrey Hump -de
apellido cómico en el original inglés-, el dueño de la taberna, y de un curioso
personaje, Patrick Dalroy, un irlandés excapitán de la armada británica,
conocido también como "el rey de Ítaca" por su reciente participación
en una guerra liderando a «un país griego» frente al imperio otomano. Pese a
sus continuas victorias, el rey de Ítaca se vio obligado a aceptar el arbitraje
de las potencias europeas, cuyo ministro plenipotenciario era ni más ni menos
que Ivywood, que, ante la exigencia del turco Omán Pachá, imponen a Ítaca que
arranque todos sus viñedos -porque el vino está prohibido por el profeta y es
una ofensa al Islam, en cualquier parte del mundo que esté la plantación-. Así
se había llegado a la paz, eso sí, también Inglaterra aceptó que Omán Pachá no
devolviera a las jóvenes griegas secuestradas por los turcos y metidas en
harenes o serrallos... en aras a la paz. De vuelta a Pebblewick, donde se había
criado pese a ser irlandés, Dalroy vuelve a la taberna de Pump, su amigo y, en
cierto modo, tutor.
El error que había cometido
el fanático Ivywood era de índole legal. Se prohibía vender alcohol a cualquier
establecimiento que no tuviera el debido letrero en la entrada. Dalroy y Hump
se hacen con un asno y un carro -después con un auto- y se llevan su preciada
mercancía, el monumental queso de bola, el barril de ron y el poste con el
letrero, que van poniendo en los más variados lugares de la geografía inglesa,
todos ellos con las tabernas cerradas, plantando en el suelo el poste y
ofreciendo al paisanaje queso y ron. Surge con ello la leyenda de la taberna
errante, que aparece y desaparece por más que Ivywood movilice cielo y tierra
para intentar detenerlos. Es especialmente interesante el episodio donde
nuestros taberneros justicieros llegan a
un valle controlado por un curandero que produce una leche que asegura que
alarga la vida y que ha convertido a todo la población del lugar en una especie
de secta religiosa. La leche no tiene nada de especial, simplemente está
mezclada con agua.
También tiene su interés la
conversión de las farmacias elegantes en lugares de consumo de alcohol por
parte de las clases altas, que acaba por llevar a la insurrección general.
La cosa se va complicando
cada vez más, y así como en "El hombre que fue Jueves" nos
encontramos ante una conspiración anarcoide en los subterráneos de Londres,
donde todos son infiltrados de la policía, aquí la conspiración es la de
islamizar Inglaterra. En sus delirios, Ivywood ha traído no sólo al profeta
loco, sino también a Omán Pachá, el antiguo enemigo de Dalroy, cuyos esbirros
se introducen en la policía y el ejército. Hasta parece que Ivywood pretende dotarse
de un harén, pese a su manifiesto desinterés por las mujeres. Aun así, la
aristocrática y bella Lady Joan, una de las elegidas para el harén, duda entre
Ivywood, más acorde con su posición social, y su también amigo de la infancia
Patrick Dalroy.
El desenlace vendrá de la
mano de Dalroy, que ayudado por Pump y por un parlamentario británico poeta y primo
de Ivywood, encabezará una insurrección popular contra la prohibición de las
tabernas y se enfrentará al poder turco que aporta Omán Pachá en ayuda de
Ivywood. Dalroy mata a Pachá en singular duelo a espada y la insurrección
triunfa. El irlandés se queda con la guapa lady Joan y Ivywood queda convertido
en un inofensivo niño sólo pendiente de sus juguetes. Triunfa pues el bien.
En medio de un argumento
inverosímilmente disparatado y tan en la línea de Chesterton, tenemos obra
rabiosamente actual, y no sólo en su literalidad, sino también en su
generalidad. Desde la fácil prédica que obtienen los ignorantes que, al
añadirle el fanatismo a su ignorancia, se convierten en profetas, hasta la
pusilanimidad con que reacciona la gente más culta y preparada ante semejantes
aberraciones, pasando por la intolerancia y el afán de prohibicionismo, todo
ello es, sigue siendo, como quizás lo fue desde siempre, un retrato de la
actualidad con respecto a la cual las analogías son tan escandalosamente
evidentes.
¿Quién puede no ver entre los múltiples personajes que aparecen al
pedagogo, al psicólogo, al anti-tabaco, al imam, al extremista fanatizado, al inquisidor, al hipócrita,
al pusilánime, al conformista... y, en suma, a todos aquellos que, como dice el propio Chesterton,
sólo saben regalarse con el goce de los fanáticos, es decir, fastidiando al
prójimo conminándole e imponiéndole lo que ha de hacer, lo que ha de ser y lo
que ha de sentir.
O como dijo Borges a
propósito de Chesterton, a veces tener razón sólo sirve para privarte
del placer de tenerla, pues hubiera sido más deseable equivocarse...
De las lecturas estivales
hasta ahora, sin duda esta es la mejor. Ahora un par de ligeras, y luego
acometeré "El Laberinto Mágico", de Max Aub. Ya les contaré...
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