En ajedrez de competición por
equipos, el orden de tablero que ocupa cada jugador viene determinado por su
posición en el ranking ELO. No sé cómo funcionará ahora, pero antes, nunca se
alteraba dicho orden de clasificación; ni ningún jugador, por pudor, dignidad
y vergüenza, lo hubiera permitido. Se evitaban así las triquiñuelas propias del
inescrupuloso que quiere ganar a toda costa aunque no sea acreedor a ello; una
variante de biotipo humano que, todo hay que decirlo, es endémico en todo los
sectores y contra el cual, también hay que decirlo, son cada vez más necesarios
todo tipo de prevenciones.
Así las cosas, se hubiera
considerado oprobioso que, siendo notorio que los números uno y dos del equipo
X eran mucho mejores que sus homólogos del equipo Y, Y-1 e Y-2 se desplazaran a
tableros inferiores para asegurarse contrincantes de menor nivel y pusieran en
los primeros a un par de pardillos porque, total, allí no había manera de
ganar. Al menos era así cuando el ajedrez era un deporte de caballeros. Hoy en
día, ya digo, no lo sé. Otro día les contaré lo que hacen determinados tipejos
que juegan al ajedrez por internet…
Mutatis
mutandi, algún tipo de criterio análogo rige igualmente en otros
ámbitos. En fútbol, un delantero centro está para lo que está, y si le toca
recibir leña de algún defensa psicópata, ajo y agua. Porque ¿qué diría el
respetable si el delantero no quiere jugar en su puesto por miedo a los
defensas y en su lugar se pone al portero reserva? ¿O quién escucharía a los teloneros si actuaran después de los
Rolling y no antes? Y es que el telonero es el telonero, los Rollings son los Rollings, y a quien Dios se la dé, que San Pedro se la bendiga.
Aunque no les guste a algunos,
hay un orden natural y jerárquico en las cosas, y las funciones de los
elementos que componen un determinado conjunto vienen determinadas por la
posición que ocupan en él. Una posición cuya praxis se rige por un código,
escrito o no escrito, que a veces requiere tener que dar la cara.
En la empresa funciona también
así, o debería. El mayor problema de las famosas tarjetas black no era, contra lo que se suele decir, ni su opacidad ni la
discrecionalidad dispositiva que facultaba a sus titulares. No, aun siendo por
supuesto una práctica repugnante, limitarse a rasgarse las vestiduras por esto
es simplemente superficial, una frivolidad. La cuestión de fondo es que no se
lo ganaban, porque ni ejercían sus responsabilidades, ni daban la cara; era una
regalía sin más, con casi toda seguridad a cambio precisamente de que no
ejercieran y, cuando fuera el caso, miraran hacia otro lado.
Lo mismo en política. Si
alguien pone a un testaferro para que haga de monigote en el lugar que, por
acreditación, dignidad y responsabilidad le correspondería, no sólo está
haciendo dejación de sus responsabilidades –podría largarse si tan menesteroso anda de redaños- sino que está incurriendo en algo mucho peor, porque al eludir dar la
cara como le corresponde, quedándose con las prebendas propias de las
responsabilidades de que abdica, manifiesta una actitud que no puede
calificarse sino de rufianesca donde las haya. Como el as del equipo de ajedrez
que evita al contrincante de su talla y pone en su lugar a un pardillo para que
lo crujan, mientras él se ceba con un principiante y reivindica para sí el
mérito de la victoria conjunta, y las prebendas que de ella se desprenden. ¿No
les suena esto familiar en relación a ciertas circunstancias que concurren en una
lista que se presenta a las elecciones que próximamente vamos a tener en
Cataluña? Por supuesto, cualquier parecido con la realidad…
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