A medida que se van conociendo
nuevos detalles sobre las circunstancias del acoso y persecución que llevaron a
la infeliz Arancha al suicidio, debería quedar claro que lo que falló no fueron
ni los protocolos, ni la actuación de los profesores, ni la del director, ni la
de los padres de la infortunada niña. Lo que falló, lo que está fallando, es un
sistema educativo buenista, ineficaz y profundamente perverso, entiéndase este
último calificativo en su sentido de desviado de los fines que se supone
debería perseguir. Hasta que no admitamos que hay ciertos individuos que, mayores
o menores de edad, no deberían estar escolarizados con los
demás, todo lo que podamos decir serán meros flatus voccis.
El desempeño de ciertas
funciones comporta la atribución de los medios necesarios para poderlas llevar
a cabo. Cuáles hayan de ser estos medios estará en función de la naturaleza del
cometido asignado. Si a uno se le exige ejercer una autoridad sin investirle para ello, estamos haciendo trampa. La realidad de nuestro sistema educativo puede gustarnos
o no, pero para ello deberíamos antes admitir dicha realidad, y no maquillarla
con manifiestos de buenas intenciones o deseos cuya inadecuación a la realidad
es manifiesta. Nos horrorizamos ante hechos como el asesinato del profesor
Martínez Oliva o el suicidio de la alumna Arancha porque rompen la idílica
imagen de una Arcadia concebida como punto de partida que hemos decretado como
real, cuando en realidad, de ser algo, debería ser un punto de llegada teórico que
actuara como referente regulativo. Y al no ser así, cualquier anomalía o
disfunción, por aciaga que sea, ha de categorizarse entonces necesariamente
como una desgracia sobrevenida por algún fallo coyuntural, humano por lo
general, y en este sentido, anecdótico; nunca estructural, porque lo que hay
que poner a salvo por encima de todo es precisamente el sistema como modelo de
referencia.
La «solución» de las
autoridades educativas catalanas ante el asesinato del profesor fue la
victimización del asesino; la de las autoridades educativas madrileñas parece
haber ido en otra dirección, igualmente cínica: culpar al director del instituto y abrirle expediente. Dos soluciones distintas con una misma
intencionalidad, distraer nuestra atención y desviarnos del verdadero problema.
Por su parte, la cháchara
psicopedagógica y sindical atribuye estos «accidentes» a la escasez de
orientadores, pedagogos o psicopedagogos, lo cual, dicho sea de paso, y sin que
tenga la menor gracia que se reivindique como solución a quienes forman parte
esencial del problema, es como pensar que, de haber más servicios de limpieza,
la gente sería menos guarra porque no detectaríamos los papeles que tiran al
suelo. En cualquier caso, lo que queda a salvo igualmente es el sistema, cuyas
disfunciones nunca serán sistémicas, sino anecdóticas.
La pregunta a hacerse es, sin
embargo, de una elementalidad sonrojante; tanto que todo el mundo se la ha
hecho. El problema viene cuando no queremos afrontar la respuesta que lleva
implícita y recurrimos a los subterfugios ad hoc para salvar nuestros prejuicios
ideológicos o para no incurrir en la denostada incorrección política. A ver, si
la niña comunicó el acoso y vejaciones a que estaba siendo sometida, si los padres lo habían puesto en conocimiento del instituto meses antes y lo habían denunciado
a la policía, si el instituto aplicó los protocolos establecidos al caso y si,
finalmente, se sabía quién era el hijo de puta ¿Cómo pudo entonces semejante
máncer proseguir con su acoso hasta el punto de acabar provocando el suicidio
de su desgraciada víctima? ¿No será porque
en un sistema permisivo y garantista para con el transgresor, como el que
impera en nuestro sistema educativo y en el cual la víctima se equipara al
verdugo, lo cierto es que, normativa en mano, muy probablemente no se pudo
hacer nada más que lo que se hizo?
Y hasta puede que se hiciera
más de lo que se podía. Parece ser que el alumno acosador, ese inocente joven
que ahora afirma que agredía a la chica «…porque todos lo hacían», estaba apartado de las clases y permanecía
calentando una silla en el despacho del director o del jefe de estudios para
evitar que, al menos durante el horario lectivo, pudiera llevar a cabo sus
fechorías. Y es que más que esto, no se puede hacer. ¿Lo sabían ustedes? Pues
así es.
La inicua confusión de
autoritarismo con autoridad, propia de la ideología educativa de moda, ha
despojado a nuestro sistema educativo de cualquier vestigio de capacidad
sancionadora para con los transgresores, con la consiguiente indefensión de sus
víctimas. Ante esto, lo anecdótico es precisamente atribuir el problema a la
eventual escasez de personal o a los errores humanos por acción u omisión; y la
categoría, un modelo educativo indigno de tal nombre, mojigato y pérfidamente
buenista, que se niega obsesivamente a discriminar entre conductas normales y
transgresoras, así como a establecer una gradación entre estas. Nada más nefasto que el empeño en considerar a los niños y a los adolescentes como seres buenos y bondadosos por naturaleza; y nada más hipócrita que acusar a quien lo niegue de criminalizarlos.
Además, aceptemos que de haber más personal muy probablemente se porían detectar más casos de acoso, o antes, pero es que este no es el caso, hacía meses que se sabía y que se habían aplicado los protocoles, así que ¿Qué se hubiera hecho de más en caso
de haber dispuesto de más personal? ¿Ponerle un escolta/orientador las
veinticuatro horas del día al acosador? O, ya puestos, ¿por qué no se le puso a
la niña un escolta experto en artes marciales que le partiera la cara al
matasiete a la que se le aproximara, aunque fuera para pedirle la hora? Luego, claro, cómo no atribuirlo a la falta de personal si ahora, que al parecer lo habrá, y como es de suponer no se produce ningún suicidio más... la relación causa efecto parece obvia. Pero acaso sólo lo parezca y estemos ante una falacia del tipo post hoc ergo propter hoc. Insisto, el caso era conocido y público. Desde este punto de vista al menos, el problema no es que hubiera uno o cien orientadores, sino que el acosador siguiera campando a sus anchas. Ese es el problema y no otro. Lo demás no es sino negarse a decir las cosas por su nombre. O mirar hacia el otro lado.
Pues miren, tómenlo como
quieran, y disculpen la sinceridad, pero yo sí sé perfectamente lo que haría de
encontrarse en tal trance un hijo mío, y les aseguro que no sería contratarle
un psicólogo al matón, ni proponerle una mediación. Bueno, algo
mediaría, eso sí. Y verían qué rápido se le pasaban al acosador las ganas de acosar.
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