A
la vista de cómo pintan las cosas, y poco interesado como estoy en tener ruidos
con el Santo Oficio, utilizaré términos elusivos para referirme a todo aquello
que pueda ser objeto de interés en los descendientes de aquellos señores que,
tras leer un libro, escribían en él aquello de «nihil obstat, imprimatur», solo
si les parecía bien; en caso contrario, lo retiraban o lo quemaban. Me voy a
referir, emulando a un ilustre exministro, al bichito, para mentar la cosa esta
que lleva dos años en el «candelabro». A buen entendedor pocas palabras bastan.
La
verdad, no sé quién tiene razón en toda esta decretada como inexistente
controversia, porque mis conocimientos sobre el particular son a todas luces insuficientes,
pero cada vez estoy más convencido de que hay mucho interés en que nunca llegue
a saberlo. Y esto mosquea. Voy al caso.
Ayer
fui testigo de un caso flagrante de manipulación informativa, de la más cutre y
baja estofa, que a mi criterio es una triste demostración de la narcosis social
y la ramplonería socialmente reinantes. Fue en un programa que tengo la mala
costumbre de ver, todo sea dicho, más por interés antropológico que por otra
cosa. Y fue a propósito del bichito, con un presentador y una mesa de invitados,
la mayoría de ellos, por su titulación y profesión, en principio expertos en la
materia y sin que tenga la menor duda sobre ello ni sobre su solvencia
profesional.
Para
animar el debate, el presentador –un indocumentado cultural ad usum- sacó a colación la reciente polémica suscitada
por la intervención de otro experto esta misma semana en la sede de la
soberanía nacional, al cual desde entonces todos los medios se han dedicado
metódica y sistemáticamente a demonizar, poniéndolo literalmente a caer de un
burro. El motivo, las heterodoxas «opiniones» que evacuó en su intervención a
propósito del bichito. El caso es que el presentador inquirió a los expertos invitados,
metidos a tertulianos, que se posicionaran al respecto, con la evidente
intención de organizar un auto de fe con quema en efigie del interfecto en
cuestión.
Las
respuestas fueron variadas, siempre dentro de la prescriptiva uniformidad de la
ortodoxia, pero lo que más me interesa destacar son dos cosas. La primera, que
todos, en grado inversamente proporcional al de su arrogancia, se dedicaron a
templar gaitas. O sea, a asegurar que estaba equivocado, pero sin aportar ni un
solo dato para rebatir los que acusaban al interfecto de falsear, sino,
simplemente, calificando sus afirmaciones de falsas. Incluso, por cierto, con
una pintoresca alusión al diccionario de la RAE y entrando en cuestiones
semánticas sobre las cuales, por cierto, el invitado acreditó muy poco dominio.
Vamos, que apelando, acaso sin saberlo, a la posverdad. La segunda, nadie se atrevió
a cuestionar abiertamente el brillante currículum regional, nacional e
internacional del interfecto en materia científica. A lo sumo, deploraron que
alguien con tales credenciales profiriera tales afirmaciones, denostándolo por
ellas. Lo cual, dicho sea de paso, no es un argumento, sino una variación de la
falacia ad hominem. Lo dicho,
templando gaitas.
Lo
bueno vino cuando el presentador, al cual tal vez la reacción de algunos tertulianos
debió parecer demasiado tibia, y aun siendo un indocumentado en la materia que
a lo máximo que debe aspirar es a hacer preguntas mínimamente inteligentes,
decidió tomar partido por su cuenta y empezó a cargar contra el interfecto,
forzando a los tertulianos galenos a pronunciarse más contundentemente.
Concretamente, lo calificó de contrario a las jeringuillas contra el bichito,
aderezando su filípica con peyorativos improperios hacia el interfecto
condenado in absentia. Alguno de los
galenos objetó que lo de contrario a las jeringuillas, pues no, porque había
afirmado precisamente y con toda claridad lo contrario, pero el presentador
erre que erre.
Es
decir, como el famoso cantante chalado, pero en el lado contrario, el de la
verdad oficial. Había que demonizar al interfecto como fuera y sin matices. Incluso
llegó a calificar de vergüenza que hubiera comparecido ante la sede de la
soberanía nacional y que nadie se hubiera preocupado por conocer antes su
historial. Obviando con ello que si se le llamó, fue precisamente por su
historial; y lo peor, que por más acreditado que esté por su currículum, y el interfecto
lo estaba, antes debería haberse sabido qué iba a decir, porque lo que dijo no
se podía tolerar. Indignante, sí pero no solo por la fanática intolerancia del
presentador, sino también, y sobre todo, porque no se trataba de mofarse de un
pobre desquiciado intelectual, sino que el chivo expiatorio era tan hipocrático
como los que debían condenarle, siguiendo
las indicaciones de un ignorante en la materia.
La
verdad, no sé cuántos indicios hacen falta para convertirse en prueba, pero sí
parece que, en efecto, haya un muy sospechoso interés en situar el debate en
términos de orates, por un lado, contra doctos eruditos con la verdad previamente
de su lado, por el otro. Y no es esto, por más que se empeñen en ello, y por
más que los orates abunden en ambos bandos en liza. Es más bien como un cisma
teológico, entre la iglesia oficial y algunas herejías. Pero no lo olvidemos, y
discúlpenme la hipérbole: no es entre creyentes y ateos, sino entre creyentes
en el mismo dogma. Solo que en este caso el contencioso no versa sobre teología
–o puede que sí, nunca se sabe- sino sobre ciencia. Y aunque se quiera presentar
de forma distinta, entre científicos. Y la desinformación, la desacreditación
per se y el silenciamiento del contrincante, no forman parte de lo que debería
ser el debate científico.
Puede
que los herejes sean minoritarios, sí, pero esto en ciencia tampoco es un
criterio de demarcación de verdad. Y si no que se lo pregunten a Galileo; o a
Pasteur, cuando los médicos se negaban a lavarse las manos y a ponerse guantes
para curar heridas, aduciendo que no eran enfermeras. Y tampoco el interfecto
está solo. Hace unos días falleció un descendiente de Astérix, el galo, que
entre otros méritos tenía el de haber obtenido el mayor galardón mundial hipocrático,
y ser el descubridor de otro bicho muy conocido y maligno, una autoridad
mundial, cuyas opiniones sobre el bichito se han silenciado tanto como la causa
de su propia muerte. Sí, estaba muy mayor, pero apenas un par de semanas antes
había comparecido ante otra sede de soberanía nacional, más pequeña pero más
adinerada, exponiendo criterios similares a los del interfecto de acá. Y ni una
sola información sobre la causa de su muerte, nada…
¿Ni
esto debemos saber? Otro galeno, probable comedor de polenta en este caso, que
combatía al bichito con otros medios, al parecer exitosamente, se suicidó
misteriosamente –sin carta al sr. juez ni nada de nada, colgado como aquel
famoso banquero-, mientras esperaba la decisión del concilio que lo iba a
condenar o a canonizar… Tampoco se ha sabido nada. Finalmente, un descendiente
de los pioneros del May Flower, hipocrático pionero también de un sistema de
mensajería con erres y enes muy ácidas, ha sido condenado en vida al ostracismo
por ciertas heterodoxas opiniones que, al parecer, no gustaron a quien tiene el
poder de silenciarlas.
Insisto,
no se trata de indocumentados, sino de gente experta y prestigiosa en la
materia objeto de debate. Me hizo mucha gracia la entrevista de un payaso a un
orate de la farándula, retándole a debatir online sobre el bichito con un
acreditado galeno que le esperaba al otro lado de la pantalla. ¿Por qué no se
le ha ofrecido esta misma oportunidad a alguien más académicamente solvente?
Este es el debate de verdad que a muchos nos gustaría ver. Para repetir
mantras, ya están los políticos y sus sicofantes. Un científico debería ser
otra cosa.
No
puedo decir quién tiene razón en este trágico embrollo, porque no lo sé. Carezco
de conocimientos para formarme un criterio propio. Una cosa es la información y
otra muy distinta la formación; y de esta carezco, la mía es otra. Pero no me
gusta que a unos con la misma formación que otros, se les impida exponer
públicamente sus criterios. Y tampoco me gusta que se empeñen en meterme una
verdad con calzador y me oculten otras. Mejor sería que no se preocuparan tanto
por mi bien y por mi seguridad sin contar conmigo. Si me informaran bien, a lo
mejor me lo podría procurar yo mismo. No soy científico, y menos en el ámbito
del bichito que aquí nos ocupa. Pero sí puedo detectar un celo inquisitorial
que, con los fines que sea, consiste claramente en una manipulación tendenciosa
y grosera de la información. A lo mejor les preocupa que perdamos la fe, porque
entonces ellos perderían el negocio. Es inevitable contemplar esta posibilidad.
Se
cuenta que, allá por el siglo XIV, se presentó en la Sorbona un campesino que
pidió al conserje que le permitiera entrar en las aulas como oyente. Quería
asistir a los debates entre los eruditos doctores –trinca, se le llamaba-. El subalterno
intentó disuadirle, burlonamente condescendiente y aguantándose la risa, con
esta respuesta:
- Pero, buen hombre ¿no sabe que los sabios
discuten entre ellos en latín?, no iba usted a entender nada.
- No se preocupe por esto –le replicó el
campesino-, yo si veo las caras que ponen y los gestos que hacen, ya sabré cuál
de ellos está ganando el debate.
A lo mejor, a algunos nos gustaría también poder asistir al debate, aunque estemos como el pobre campesino. Pero, siguiendo con su lógica, intuitivamente nada descabellada, por cierto, y si resulta que no hay debate porque a unos se les prohíbe exponer públicamente sus criterios y argumentos, entonces ¿qué pensar de quién tiene razón?
La verdad, pienso que nos va mucho en ello, y que no vamos bien.
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