diumenge, 13 de febrer del 2022

OPINIÓN PÚBLICA, OPINIÓN PUBLICADA y TRINCA: HACIENDO AMIGOS



 

A la vista de cómo pintan las cosas, y poco interesado como estoy en tener ruidos con el Santo Oficio, utilizaré términos elusivos para referirme a todo aquello que pueda ser objeto de interés en los descendientes de aquellos señores que, tras leer un libro, escribían en él aquello de «nihil obstat, imprimatur», solo si les parecía bien; en caso contrario, lo retiraban o lo quemaban. Me voy a referir, emulando a un ilustre exministro, al bichito, para mentar la cosa esta que lleva dos años en el «candelabro». A buen entendedor pocas palabras bastan.

La verdad, no sé quién tiene razón en toda esta decretada como inexistente controversia, porque mis conocimientos sobre el particular son a todas luces insuficientes, pero cada vez estoy más convencido de que hay mucho interés en que nunca llegue a saberlo. Y esto mosquea. Voy al caso.

Ayer fui testigo de un caso flagrante de manipulación informativa, de la más cutre y baja estofa, que a mi criterio es una triste demostración de la narcosis social y la ramplonería socialmente reinantes. Fue en un programa que tengo la mala costumbre de ver, todo sea dicho, más por interés antropológico que por otra cosa. Y fue a propósito del bichito, con un presentador y una mesa de invitados, la mayoría de ellos, por su titulación y profesión, en principio expertos en la materia y sin que tenga la menor duda sobre ello ni sobre su solvencia profesional.

Para animar el debate, el presentador –un indocumentado cultural ad usum-  sacó a colación la reciente polémica suscitada por la intervención de otro experto esta misma semana en la sede de la soberanía nacional, al cual desde entonces todos los medios se han dedicado metódica y sistemáticamente a demonizar, poniéndolo literalmente a caer de un burro. El motivo, las heterodoxas «opiniones» que evacuó en su intervención a propósito del bichito. El caso es que el presentador inquirió a los expertos invitados, metidos a tertulianos, que se posicionaran al respecto, con la evidente intención de organizar un auto de fe con quema en efigie del interfecto en cuestión.

Las respuestas fueron variadas, siempre dentro de la prescriptiva uniformidad de la ortodoxia, pero lo que más me interesa destacar son dos cosas. La primera, que todos, en grado inversamente proporcional al de su arrogancia, se dedicaron a templar gaitas. O sea, a asegurar que estaba equivocado, pero sin aportar ni un solo dato para rebatir los que acusaban al interfecto de falsear, sino, simplemente, calificando sus afirmaciones de falsas. Incluso, por cierto, con una pintoresca alusión al diccionario de la RAE y entrando en cuestiones semánticas sobre las cuales, por cierto, el invitado acreditó muy poco dominio. Vamos, que apelando, acaso sin saberlo, a la posverdad. La segunda, nadie se atrevió a cuestionar abiertamente el brillante currículum regional, nacional e internacional del interfecto en materia científica. A lo sumo, deploraron que alguien con tales credenciales profiriera tales afirmaciones, denostándolo por ellas. Lo cual, dicho sea de paso, no es un argumento, sino una variación de la falacia ad hominem. Lo dicho, templando gaitas.

Lo bueno vino cuando el presentador, al cual tal vez la reacción de algunos tertulianos debió parecer demasiado tibia, y aun siendo un indocumentado en la materia que a lo máximo que debe aspirar es a hacer preguntas mínimamente inteligentes, decidió tomar partido por su cuenta y empezó a cargar contra el interfecto, forzando a los tertulianos galenos a pronunciarse más contundentemente. Concretamente, lo calificó de contrario a las jeringuillas contra el bichito, aderezando su filípica con peyorativos improperios hacia el interfecto condenado in absentia. Alguno de los galenos objetó que lo de contrario a las jeringuillas, pues no, porque había afirmado precisamente y con toda claridad lo contrario, pero el presentador erre que erre.

Es decir, como el famoso cantante chalado, pero en el lado contrario, el de la verdad oficial. Había que demonizar al interfecto como fuera y sin matices. Incluso llegó a calificar de vergüenza que hubiera comparecido ante la sede de la soberanía nacional y que nadie se hubiera preocupado por conocer antes su historial. Obviando con ello que si se le llamó, fue precisamente por su historial; y lo peor, que por más acreditado que esté por su currículum, y el interfecto lo estaba, antes debería haberse sabido qué iba a decir, porque lo que dijo no se podía tolerar. Indignante, sí pero no solo por la fanática intolerancia del presentador, sino también, y sobre todo, porque no se trataba de mofarse de un pobre desquiciado intelectual, sino que el chivo expiatorio era tan hipocrático como los que debían condenarle, siguiendo las indicaciones de un ignorante en la materia.

La verdad, no sé cuántos indicios hacen falta para convertirse en prueba, pero sí parece que, en efecto, haya un muy sospechoso interés en situar el debate en términos de orates, por un lado, contra doctos eruditos con la verdad previamente de su lado, por el otro. Y no es esto, por más que se empeñen en ello, y por más que los orates abunden en ambos bandos en liza. Es más bien como un cisma teológico, entre la iglesia oficial y algunas herejías. Pero no lo olvidemos, y discúlpenme la hipérbole: no es entre creyentes y ateos, sino entre creyentes en el mismo dogma. Solo que en este caso el contencioso no versa sobre teología –o puede que sí, nunca se sabe- sino sobre ciencia. Y aunque se quiera presentar de forma distinta, entre científicos. Y la desinformación, la desacreditación per se y el silenciamiento del contrincante, no forman parte de lo que debería ser el debate científico.

Puede que los herejes sean minoritarios, sí, pero esto en ciencia tampoco es un criterio de demarcación de verdad. Y si no que se lo pregunten a Galileo; o a Pasteur, cuando los médicos se negaban a lavarse las manos y a ponerse guantes para curar heridas, aduciendo que no eran enfermeras. Y tampoco el interfecto está solo. Hace unos días falleció un descendiente de Astérix, el galo, que entre otros méritos tenía el de haber obtenido el mayor galardón mundial hipocrático, y ser el descubridor de otro bicho muy conocido y maligno, una autoridad mundial, cuyas opiniones sobre el bichito se han silenciado tanto como la causa de su propia muerte. Sí, estaba muy mayor, pero apenas un par de semanas antes había comparecido ante otra sede de soberanía nacional, más pequeña pero más adinerada, exponiendo criterios similares a los del interfecto de acá. Y ni una sola información sobre la causa de su muerte, nada…

¿Ni esto debemos saber? Otro galeno, probable comedor de polenta en este caso, que combatía al bichito con otros medios, al parecer exitosamente, se suicidó misteriosamente –sin carta al sr. juez ni nada de nada, colgado como aquel famoso banquero-, mientras esperaba la decisión del concilio que lo iba a condenar o a canonizar… Tampoco se ha sabido nada. Finalmente, un descendiente de los pioneros del May Flower, hipocrático pionero también de un sistema de mensajería con erres y enes muy ácidas, ha sido condenado en vida al ostracismo por ciertas heterodoxas opiniones que, al parecer, no gustaron a quien tiene el poder de silenciarlas.

Insisto, no se trata de indocumentados, sino de gente experta y prestigiosa en la materia objeto de debate. Me hizo mucha gracia la entrevista de un payaso a un orate de la farándula, retándole a debatir online sobre el bichito con un acreditado galeno que le esperaba al otro lado de la pantalla. ¿Por qué no se le ha ofrecido esta misma oportunidad a alguien más académicamente solvente? Este es el debate de verdad que a muchos nos gustaría ver. Para repetir mantras, ya están los políticos y sus sicofantes. Un científico debería ser otra cosa.

No puedo decir quién tiene razón en este trágico embrollo, porque no lo sé. Carezco de conocimientos para formarme un criterio propio. Una cosa es la información y otra muy distinta la formación; y de esta carezco, la mía es otra. Pero no me gusta que a unos con la misma formación que otros, se les impida exponer públicamente sus criterios. Y tampoco me gusta que se empeñen en meterme una verdad con calzador y me oculten otras. Mejor sería que no se preocuparan tanto por mi bien y por mi seguridad sin contar conmigo. Si me informaran bien, a lo mejor me lo podría procurar yo mismo. No soy científico, y menos en el ámbito del bichito que aquí nos ocupa. Pero sí puedo detectar un celo inquisitorial que, con los fines que sea, consiste claramente en una manipulación tendenciosa y grosera de la información. A lo mejor les preocupa que perdamos la fe, porque entonces ellos perderían el negocio. Es inevitable contemplar esta posibilidad.

Se cuenta que, allá por el siglo XIV, se presentó en la Sorbona un campesino que pidió al conserje que le permitiera entrar en las aulas como oyente. Quería asistir a los debates entre los eruditos doctores –trinca, se le llamaba-. El subalterno intentó disuadirle, burlonamente condescendiente y aguantándose la risa, con esta respuesta:

-       Pero, buen hombre ¿no sabe que los sabios discuten entre ellos en latín?, no iba usted a entender nada.

-       No se preocupe por esto –le replicó el campesino-, yo si veo las caras que ponen y los gestos que hacen, ya sabré cuál de ellos está ganando el debate.

A lo mejor, a algunos nos gustaría también poder asistir al debate, aunque estemos como el pobre campesino. Pero, siguiendo con su lógica, intuitivamente nada descabellada, por cierto, y si resulta que no hay debate porque a unos se les prohíbe exponer públicamente sus criterios y argumentos, entonces ¿qué pensar de quién tiene razón?

La verdad, pienso que nos va mucho en ello, y que no vamos bien.

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