Sin que por ello piense que
haya de ser forzosamente siempre así, lo cierto es que la opinión de «otros» me
parece imprescindible para saber algo más de uno mismo. Lógicamente, hay que
saber discriminar de qué «otros» se trata, cómo no, pero en tanto que
observadores externos, como el antiguo Theorós
de los griegos, pueden captar aspectos y matices que a los propios se nos
escapen con mucha más frecuencia de la que estemos dispuestos a creer.
Uno puede, ciertamente,
tener un alto concepto de sí mismo y estar convencido de ser sumamente
inteligente, un gran contador de chistes o un irresistible seductor. Pero si la
opinión generalizada es que se trata de alguien de inteligencia vulgar, si
nadie ríe sus gracias, o si sus escarceos amorosos acostumbran a resolverse en
otros tantos fracasos, entonces puede que se trate de alguien cuyo concepto de
sí mismo está algo distorsionado.
Se podrá aducir que la
estupidez que a uno le rodea impide que se aprecie su genialidad, que no se
entiende su sofisticado humor o que, en el tercer caso, como la zorra y las
uvas que no alcanzó, “están verdes”. Hasta
podemos admitir que tales pretextos tengan una cierta base de real. Aun así, nada
relevante variaría respecto a lo que nos ocupa.
Porque una cosa es lo que
seamos ontológicamente, y otra, sociológicamente; y sociológicamente siempre
seremos lo que nos «reconozcan» los «otros». Mientras las discrepancias entre
lo que uno piensa ser y lo que los otros consideren que es, sea sobrellevable,
la cosa puede funcionar. Cuando el hiato es insalvable, no.
Claro que uno mismo tampoco
es completamente ajeno y algo tiene que ver en ello. Como decía Rousseau, el
más fuerte nunca lo es bastante si no convierte su fuerza en derecho y la
obligación de obedecerle en deber; como el más inteligente, el más gracioso o
el más seductor, añadiríamos… Puede que los «otros» no nos reconozcan como nos
gustaría, pero eso es lo que hay. Y lo mismo reza para los individuos que para
las sociedades.
Viene esto a cuento de
mi perplejidad ante la trayectoria que ha seguido Cataluña, o un sector
importante de ella, a lo largo de los últimos años...
El artículo completo AQUÍ
Un artículo magnífico. Es sorprendente, como dices, que no siempre la cultura o la solvencia intelectual sirvan como antídoto contra el fanatismo. Tendemos a pensar que un ciudadano capaz y preparado es menos propenso al sectarismo, pero hay ejemplos que demuestran que no siempre es así. En cualquier caso, más peligroso aún es el extremista imbécil. Un abrazo.
ResponElimina