Como ya apunté en cierta
ocasión, cuando los desastres de la LOGSE eran evidentes para cualquiera que no
estuviera ideológica o crematísticamente ofuscado, la última excusa que, a modo
de legitimación, aducían algunos de sus partidarios, era que el deterioro de la
calidad es el precio que hay que pagar por la cantidad. Es decir, que la
escolarización universal hasta los 16 años comportaba inevitablemente una caída
de niveles, para que así todos pudieran llegar a lo mismo.
Un argumento de consolación
más que discutible por muchísimas razones. En primer lugar, porque la
escolarización hasta los 16 años estaba prácticamente universalizada antes de
la LOGSE. Igualmente, parece también cuestionable que, como apunta Luri, para
escolarizar al 7% de la población entre 14 y 16 años que supuestamente no lo
estaba en 1990, se haya tenido que pagar un tributo del 30% de fracaso escolar.
En cualquier caso, lo que aquí me interesa es el argumento según el cual la
cantidad implica siempre y necesariamente una caída de la calidad media. Porque
es simplemente una falacia.
No cabe duda de que en el
caso la LOGSE así ha sido. Pero a lo mejor el problema no está en la
incorporación de la cantidad, si no en la forma como se llevó a cabo. Porque en
otros ámbitos, el aumento de la cantidad ha tenido como correlato el aumento de
la calidad. El caso de la práctica del deporte en España me parece un claro ejemplo
de ello.
España era, todavía en los
sesenta, un país deportivamente subdesarrollado. Precisamente por su escasez,
podemos recordar sin problemas a los pocos que destacaron mínimamente en el
plano internacional. Desde Lilí Álvarez en los años veinte jugando al tenis en
traje de noche, los únicos mitos deportivos que produjo este país fueron Blume
-a la sazón más bien alemán-, Bahamontes y Santana. Cierto que podríamos
incluir algunos otros, como Gimeno, u Ocaña, y acaso algún que otro futbolista,
como Gento o Suárez, pero no dejan de ser flores en un inmenso erial.
A partir de los años
setenta, la práctica deportiva empieza a extenderse paulatinamente entre
distintas capas de población que, hasta entonces y por diversas razones, se
habían mantenido al margen de ella. En los ochenta empieza a generalizarse y,
finalmente, en las Olimpíadas del 92 en Barcelona, España obtuvo unos
resultados homologables a su lugar en el mundo. Luego bajó, pero no se volvió
al erial. Su puesto en el ranking deportivo es más o menos homologable con otras variables como la población, el PIB o la renta per capita...¿Qué ocurrió y cómo se
produjo este cambio?
Parece evidente que el aumento
exponencial del número de personas que se iniciaron en algún tipo de práctica
deportiva tuvo algo que ver con eso. En apenas veinte años, se pasó de un país
en que la práctica deportiva era más bien un acto social y exclusivo de las
élites económicas, a otro con unos cientos de miles de licencias federativas.
Obviamente, la mejora económica y el acceso a un cierto estado del bienestar
propició la creación de todo el entramado necesario como para que esto se
produjera. Basta que pensemos, quienes vivimos estas épocas, en la cantidad de
nuevas piscinas, polideportivos, gimnasios o pistas de tenis que fueron
apareciendo. O que pensemos también en la extensión de la práctica deportiva
entre nuestra generación y la confrontemos con la de nuestros padres o incluso
con un par de cohortes anteriores a la nuestra.
Sólo con esta constatación
quedaría meridianamente claro que la cantidad aportó calidad. Es verdad que la
perspectiva de unas Olimpíadas en casa activó proyectos y se invirtió dinero
para conseguir cierta «excelencia» que evitara los seculares ridículos
deportivos a que estábamos acostumbrados. Pero no es menos cierto que, para que
estos proyectos se pudieran llevar a cabo con cierto éxito, se requería que
hubiera el correspondiente material humano donde elegir y seleccionar. De lo
contrario no hubieran servido para nada. Si en lugar de haber sido en 1992, las
Olimpíadas de Barcelona se hubieran celebrado en 1970, ni todo el oro del mundo
hubiera servido para aportar una sola medalla.
En el universo LOGSE la cantidad se ha convertido en la última ratio de la bondad del sistema y en su razón de ser, mientras que el conocimiento y el aprendizaje, vistos como minoritarios y elitistas, son el enemigo a batir. Como todo lo académico, concebido como una institución social conservadora, refractaría al cambio, deben ser paulatinamente marginados, arrinconados y reemplazados por otras prácticas y valores que ayuden a alcanzar una sociedad de hombres, y mujeres claro, buenos, respetuosos con el medio ambiente,solidarios y luchadores infatigables por La Paz,...., que pongan el bien común por delante de sus interés egoístas. En esta sociedad no habría medallas de oro en las olimpiadas.
ResponEliminaAsí es. Ni medallas de oro olímpicas, ni penicilina, ni escritura... ni progreso ni evolución. No habríamos superado el Paleolítico, ni seguramente le hubiéramos sobrevivido. El sueño de Rousseau, o de Paul Zerzan, hecho realidad.
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