Los
primeros cristianos despreciaban el conocimiento porque desviaba al
hombre de su naturaleza y de su objetivo fundamental en la Tierra, la
salvación del alma. Los filósofos y sabios helenísticos fueron
desde el primer momento objeto de sus iras y de sus mofas, por su
pretensión de intentar explicar las cosas más o menos desde la
propia razón humana y pretender conocer desde ella la verdad del
mundo y los designios de Dios. Y esto es una insolencia y un pecado
de soberbia, la famosa hybris (ὕϐρις)
por la que se nos castigó como especie y de la que nos redimió
Jesucristo con su pasión y muerte.
El
Pecado Original fue en realidad un pecado de hybris en el que los
filósofos siguieron perseverando ofuscados por su propio orgullo. Ni
la filosofía, ni la geometría, ni la aritmética, ni la física
servían al hombre para lo más importante de su existencia sobre la
Tierra, la salvación del alma en un mundo trascendente que sólo era
lugar de paso. La manzana del «Árbol
de la Ciencia del Bien y del Mal»
es una metáfora del salto de la condición animal a la humana, de
naturaleza a cultura o de fisis
a nomos,
se ve como una violentación de nuestra propia naturaleza, como una
transgresión,
como algo indeseable por lo cual indefectiblemente pagaremos el
inevitable castigo. El pecado es la pretensión de conocer,
quebrantando nuestra
propia naturaleza tal como Dios la concibió al crearnos.
Una
concepción que ha perdurado a través de la historia surgiendo bajo
diferentes formas y planteamientos. No es tan difícil rastrearla en
Rousseau, por ejemplo, cuyo bon
sauvage
tiene mucho de lo que podríamos suponer en los habitantes del Edén
o en cualquiera de las múltiples Arcadias que, desde el desarraigo,
añoran un estado originario de naturaleza concebido como la carencia
de cualquiera de las características que hoy nos definirían como
humanos. Ni en las pedagogías modernas inspiradas en este ginebrino,
donde la educación, el esfuerzo y la disciplina violentan la
espontaneidad natural humana.
La
izquierda anti ilustrada y ramplona, hoy hegemónica, impregnada de
neocristianismo milenarista y cuyo proyecto, de tenerlo, cada vez se
parece más a un pobre remedo de la doctrina social de la Iglesia,
esa izquierda «realmente
existente» que hoy tenemos, ha heredado esta aversión de los
primeros cristianos hacia los filósofos, hacia el conocimiento,
hacia la ciencia. Eso sí, en lugar del mundo trascendente y la
salvación del alma como objetivo, el objetivo en un mundo inmanente
es ahora la consecución de la felicidad a través de la ignorancia
sustentada en cuatro tópicos doctrinarios.
Si
alguna vez hubo una izquierda ilustrada que exigía que a los obreros
también se les enseñara latín, filosofía o matemáticas, lo
cierto es que no queda ni rastro de ella... al menos en las
estructuras de los partidos y entre sus productores de discurso
educativo. Es cierto que en el proyecto de cargarse la instrucción
pública, la izquierda ha funcionado más bien como «tonta útil»,
poniéndose al servicio de inconfesables intereses que la mayoría
acaso ni sospeche. Pero también lo es que en todo el proyecto LOGSE,
es claramente perceptible este substrato anti ilustrado , así como
un profundo desprecio, cuando no claramente aversión, hacia el
conocimiento.
“Sapere
aude”
fue la máxima de la Ilustración. “Atrévete a saber”, “decídete
a saber”. El objetivo: la emancipación de la humanidad de su
minoría de edad culpable, porque sólo el individuo cultivado puede
tener criterio y ser autónomo, libre. Es el mismo espíritu, la
misma pretensión que la de los comedores de la manzana bíblica o
los filósofos objeto de escarnio por parte de los primeros
cristianos. Porque su saber no servía para lo que interesaba
realmente al hombre y le desviaba de su objetivo, la salvación del
alma.
Hoy,
nuestros sistemas educativos han reificado el concepto de felicidad,
cuya consecución es su función primordial. Ya no la de transmitir
conocimientos. Esfuerzo, disciplina, estudio método... todo lo que
sea violentación de pulsiones originarias, de los instintos y
tendencias naturales, debe quedar proscrito en aras a esta felicidad.
Porque, total, no sirve para lo importante. Y además, después de
todo ¿para qué le va a servir el latín a un electricista, la
filosofía a un camarero, o las matemáticas a un taxista?
De
exigir que a los hijos de los obreros también se les enseñara
Filosofía, Latín, Física o Matemáticas, la izquierda a pasado a
exigir que no se les enseñe a nadie. Es la única forma de que todos
seamos iguales y felices. Porque si para unos el conocimiento no
servía para nada porque no era útil, más bien todo lo contrario,
para la salvación del alma, para otros tampoco sirve para nada
porque, por idénticas razones, hasta puede que sea un impedimento
para la beatífica felicidad del ignaro. Como los primeros cristianos
o, también, como el ginebrino que inspiró tanta pedagogía
moderna... Siempre los beocios.
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