No, lo que ocurrió en el 92
no fue el resultado de unas inversiones en deportistas de alta competición que
se hubieran previsto hacia el 86, cuando se produjo la adjudicación de las
Olimpíadas. Es decir, sí que fue así, pero había una realidad dada que
consistía en una aceptable cantidad de práctica deportiva entre la población, sin
la cual los proyectos de alto rendimiento hubieran carecido de objeto. ¿Y cómo
se había producido esta realidad que lo permitió? Vamos a ser muy claros,
aunque la traducción al ámbito educativo, mutatis
mutandi, les pueda parecer una blasfemia a algunos.
En realidad, y más allá de
la asignatura de Educación Física -por entonces todavía una «maría»- no se
obligó a nadie a adscribirse a ningún tipo de práctica deportiva. Pudo incentivarse,
eso sí, y en cierto modo acabó instalándose como un lugar común social. Pero
quienes se iniciaban en la práctica de algún deporte, lo hacían movidos por las
más variadas motivaciones. Desde, simplemente, para hacer algo, porque es
saludable y todo esto, hasta para competir hasta donde uno pueda y quiera
llegar. Para unos podía ser una afición, para otros una religión. Muchos,
llegado el caso de tener que optar entre la abnegación y férrea disciplina
necesarias para aspirar a la alta competición, y la incerteza de conseguirlo,
optaban por quedarse a medio camino; otros no, perseveraban en su apuesta. De
entre estos últimos, algunos, los menos, lo conseguían... La mayoría,
consciente de sus limitaciones, se quedó con una práctica de media o baja
intensidad.
En definitiva, el nivel de
práctica al que cada cual se adscribía venía dado por la propia opción personal
y, también inevitablemente, por la propia consideración de las capacidades de
uno y su disposición a acometer el reto. Para muchos lo más importante eran los
estudios, y el deporte un complemento; para otros al revés... La opción, en
cualquier caso, era personal.
En conclusión, la práctica
deportiva se realizó, y se realiza, a muy distintos niveles, pero al haber
cantidad, se pudo obtener de ella la calidad necesaria para afrontar dignamente
unas Olimpíadas. Y no se obligaba a nadie, cada cual elegía su propia opción.
Tampoco el éxito del que optaba por la alta competición estaba garantizado. Más
bien al contrario, era y es un mundo altamente competitivo, como su nombre
indica, y terriblemente selectivo. Sólo los mejores llegaban.
¿Y qué tiene todo esto que
ver con la educación? Pues me temo que mucho, porque nos encontramos ante una simetría
especular casi perfecta en el sentido que, en un caso, podemos decir que la
cantidad llevó a la calidad a partir de una determinada manera de hacer las
cosas. En el otro, la educación, la aportación de cantidad produjo resultados
opuestos, también debido a otra manera de hacer las cosas.
En Educación se decidió que
todo el mundo debe estar escolarizado, como mínimo, hasta los 16 años. De
entrada no parece una idea descabellada. Algo así, siguiendo con nuestra analogía,
como si se decidiera la obligatoriedad de practicar algún deporte también hasta
esta misma edad. Ahora bien ¿qué deporte y a qué nivel? En Educación se optó
por una universalización uniforme, con unos requisitos minimalistas que
garantizaran que a la práctica totalidad de la población su consecución en
condiciones de igualdad como punto de llegada.
Todos sabemos que quien
aspire a ser algo en algún deporte, y más hoy en día, debe haberse iniciado en
él a cierta edad temprana. No parece probable que nadie que se inicie en la
natación, por ejemplo, a los 17 años, vaya a llegar demasiado lejos en este
deporte. Ni en éste ni en cualquier otro. Y todos sabemos también que el
aprendizaje escolar pasa por una serie de fases, según la edad, la superación
de las cuales permite el acceso a la siguiente, como si de los peldaños de una
escalera se tratara.
Como en el caso de la
práctica deportiva, tampoco parece probable que, por regla general, alguien que
aprenda a sumar y a restar a los 16 años, vaya a estar en condiciones de ser un
matemático excelso a la edad en que los profesionales de la matemática son intelectualmente
más productivos, entre los 30 y los 45. Todo aprendizaje, sea físico o
intelectual, y toda práctica en este aprendizaje, es un proceso que consta de
diferentes fases cada una de las cuales es necesaria para su correcta asunción.
Dicho más claro, ni los
institutos están -o más bien no deberían estar- para enseñar a sumar y a
restar, o a leer y a escribir, aprendizajes que se corresponde a una fase
anterior, ni las facultades de matemáticas están para enseñar raíces cuadradas.
Exactamente de la misma manera que los centros deportivos de alto rendimiento
no están para enseñar las reglas del baloncesto o de los 400 metros vallas.
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