dijous, 27 d’octubre del 2016

La insoportable levedad educativa


Ayer hubo una huelga de estudiantes contra las reválidas previstas por la LOMCE -valga decir que la utilización del término «huelga» para describir una acción de protesta estudiantil no me parece la más apropiada, pero admitámosla, está al uso-. Casi al mismo tiempo, en su discurso de investidura, el candidato a presidente del gobierno anunciaba la moratoria y, prácticamente, renunciaba implícitamente a los aspectos más polémicos de la LOMCE. Lo de «polémicos» entiéndase mediáticamente hablando; porque los aspectos verdaderamente polémicos de esta ley han brillado por su ausencia en el debate que se desató desde el primer momento en que el inefable Wert empezó a pergeñarla.

Y que Rajoy se desdiga una vez más tampoco debería quitarnos el sueño. Hace ahora casi cinco años, en otro discurso de investidura, el mismo personaje anunció un bachillerato de tres años que luego decayó misteriosamente sin explicación alguna y, lo más curioso, sin que casi nadie preguntara por las razones de tal decaída.

De momento, lo único que uno es capaz de colegir es que los estudiantes y los creadores de opinión prefieren la selectividad a la reválida, es decir, una prueba de acceso a una prueba de graduación. Porque lo de los exámenes externos no es creíble, puesto que entonces las protestas reclamarían la supresión de dichas pruebas «vengan de donde vengan», y parece que no es exactamente así. Tampoco, la verdad, se le ocurre a uno ninguna razón de peso para pensar que la reválida fuera a ser más difícil que la selectividad; y los mismos criterios que sirven para la nota de corte, especialidad y todo esto, a la hora de escoger facultad, sirven en principio exactamente igual para la selectividad que para la reválida. De modo que, bueno, habría que preguntárselo a los creadores de opinión. Ellos sabrán por qué y porque.

Lo que está claro es que la LOMCE es una ley mala cuyos únicos aspectos positivos, pocos y diluidos en un océano de despropósitos, son precisamente los que están decayendo. Sin duda, en los próximos tiempos volveremos a asistir a sesudos debates, parlamentarios y mediáticos, sobre los temas educativos tácitamente asumidos por los bandos en liza como campo de batalla para dar pábulo a sus respectivas parroquias: que si religión (católica) sí o que si religión (católica) no; que si inmersión lingüística sí o que si inmersión lingüística no; que si las nuevas tecnologías, que si internet y el móvil como herramientas de aprendizaje en las aulas, que si el calendario escolar; que si el sursuncorda… en fin, lo de siempre y más de lo mismo.

Pero no asistiremos, mucho me temo, a ningún debate sobre la mercantilización de la enseñanza, o sobre el engaño de la escuela inclusiva, o sobre la cultura del esfuerzo, o sobre los charlatanes educativos… Esto, todo esto, ya está tácitamente consensuado y, perdón por la expresión, «maricón el último».

En educación, como en tantos otros aspectos, este país se mueve entre la xenofilia y la xenofobia más ramplonas y papanatas, con las inevitables y, por lo general casposas, aportaciones autóctonas. Admiramos a Finlandia por sus éxitos en PISA, pero no queremos ver que a estos éxitos subyace una tradición de cultura del esfuerzo que, a medida que se va perdiendo, dicho país va bajando puestos en el ranking; o que comunidades relativamente comparables en cuanto a población, como Madrid, Cataluña o Andalucía, son infinitamente más heterogéneas y heteróclitas que Finlandia; factores climáticos aparte (por el tema del calendario escolar).

Y repugnamos de Corea, China o Singapur, porque parten de la exigencia académica como base, y luego desdeñamos, o nos escandalizamos, que en una prueba de matemáticas de la reválida china, pongan problemas que en Inglaterra son de tercero de universidad; o que sus alumnos de 8 a 14 años sepan resolver el problema de Sheryl, que tanto revuelo armó por aquí. Sí, culturalmente son distintos, admitámoslo ¿pero ha de ser este un factor determinante a la hora de aprender y entender el teorema de Pitágoras o las leyes de Gay-Lussac, o de leer a Platón, Shakespeare, Dante o Cervantes? ¿Somos realmente conscientes de lo que estamos diciendo si atribuimos estas diferencias a razones culturales?

Y seguimos, seguiremos, con toda probabilidad, juzgando nuestras propuestas educativas –como dice Gregorio Luri- por la altura de sus intenciones en lugar de por sus resultados. Y por eso rechazamos cualquier contrastación que nos permita conocerlos, corregir y avanzar. Y es que al final, como proseguía el mismo Luri, la peor evaluación es la que no se realiza. Guste o no guste.
Pero evaluar no está de moda y es discriminador. A a menos, claro, que los evaluados sean los docentes y los evaluadores economistas o pedagogos. Y así nos va… y así nos seguirá yendo, mucho me temo.

dilluns, 24 d’octubre del 2016

Patriotismo y felonía (Acabáramos con el tema PSOE)


Cuando alguien ha de invocar grandes principios para justificar una acción, entonces es que dicha acción resulta difícilmente justificable por sí misma, y que sólo se puede legitimar supeditándola al principio invocado, en función de su carácter fundante al cual todo lo demás está subordinado. Es decir, acciones moralmente reprobables quedarían legitimadas desde su supeditación a principios de rango superior. Pero incluso admitiendo la lógica implícita a este modelo –que ciertamente no discutiré ahora-, cabe pensar si, al menos ocasionalmente, no estaremos invirtiendo los términos y estos grandes principios no serían un pretexto que en realidad estaríamos subordinando a nuestras acciones.

Es en este sentido que hay que entender la conocida frase de Samuel Johnson «El patriotismo es el último refugio de los canallas». Desde esta perspectiva, sería perfectamente equiparable a otra frase, mucho más chusca, proferida por una «famosa» en un programa de telebasura: «yo, por mi hijo, mato»… si es necesario, se sobreentiende. Es decir, no quiero matar a nadie, pero si es por mi hijo que he de hacerlo, lo hago. Ahora bien ¿es realmente por él, o es un pretexto invocado para legitimar lo que, de otra manera, sería injustificable incluso para el propio actor? La frontera entre el héroe –o el patriota- y el canalla se torna entonces difusa, y dependerá de la situación y del contexto en que se produzca la acción.

Para legitimar el reciente proceso de conspiración y golpe de estado que llevó a cabo, la actual dirección del PSOE ha aducido precisamente la subordinación a principios de rango superior que lo justificaban. Básicamente a dos: una «razón» de partido y una «razón» de estado o patriótica. La razón de partido, es que los intereses del mismo están por encima de su praxis política cotidiana: si hay terceras elecciones, los resultados serán peores que los actuales, de modo que hay que evitarlas como sea.

Por su parte, la razón de estado, o patriótica, se fundamenta en el supuesto de la lealtad institucional y el compromiso del PSOE con la nación: el bien de España está por encima de todo; la parálisis institucional está lastrando la recuperación económica y enrarece la vida política produciendo una situación de desgobierno que alienta las aspiraciones secesionistas de ciertos territorios. Y aquí, con la iglesia hemos topado. No importa lo que piensen las bases o los votantes del propio PSOE al respecto; están en juego principios de orden superior a los que la acción política debe subordinarse. Como partido con sentido de estado, el PSOE debe facilitar que se forme gobierno para acabar con esta situación agónica. Hasta aquí lo proclamado.

Ahora bien, desde la asunción de la lógica implícita todo esto, y a la eventualidad de inversión axiológica que sugiere la frase de Samuel Johnson, la pregunta es la siguiente: ¿Héroes o canallas? En otras palabras ¿es por España que se justifica todo esto, o es España el pretexto que se aduce para justificar una acción cuyos objetivos son otros, sean los que fueren? Vayamos a la situación y a su contexto.

En lo tocante a la razón de partido, parece razonable pensar que, en unas terceras elecciones, al PSOE le iría peor que en las últimas. Aun asumiéndolo, pero dejando de lado que esto no está escrito en ninguna parte, cabría preguntarse también si el subjuntivamente imperfecto futuro revolcón electoral se hubiera debido a mantener el programa y el discurso con el que se presentó a las dos últimas elecciones, o al deplorable espectáculo que han organizado los agoreros del anunciado fracaso. Y esto, bastante evidente en sí mismo, descalifica el argumento de la razón de partido; porque se trata de un anuncio autoinducido y autoactivado con una finalidad muy concreta: empeorar aún más las expectativas electorales para justificar su evitación. También, la abstención sin condiciones aúpa y consolida las políticas restrictivas que se han estado perpetrando durante los durante los últimos años. Y la liquidación del estado del bienestar, cuyo mantenimiento ha sido piedra angular de la política del PSOE y una de las razones de su furibunda oposición a cualquier acercamiento al PP. Y ello nos lleva a la razón de estado o patriótica.

La democracia parlamentaria tiene estas cosas; a veces no se pueden configurar mayorías. Otros países pasaron también por esto y más tiempo –Bélgica, por ejemplo, y no pasó nada-. Porque no basta con ser el más votado; también hay que articular una mayoría. Y si esta mayoría no es posible, pues tendrá que haber nuevas elecciones. Además, ya está bien de que se quejen de las disfunciones electorales, cuando les perjudican, los mismos que las obvian cuando les favorecen. Mariano Rajoy tiene todo el derecho a decir que ha ganado las elecciones y a lamentarse de su débil mayoría minoritaria, pero no deberíamos olvidar que, en rigor, su representación parlamentaria en escaños es sensiblemente superior a los porcentajes electorales obtenidos: un 33,01% en votos, frente a un 39,14% en escaños. Por cierto, como el PSOE, sólo que en menor medida: un 22,63%, frente a un 24,28%. Así que menos lobos, Caperucita.

Pero es que la razón de estado aducida, el bien de España, así en metafísico, apela a un bien general supremo que está por encima de las consideraciones partidistas, que son exactamente las mismas en que incurren los políticos día sí, día también. ¿A qué están apelando entonces, para pasar por las horcas caudinas el voto de la ciudadanía que optó por el PSOE? Y si resulta que su decisión excluye precisamente a la España que les votó a ellos, por no hablar de la que votó a Podemos o a tantos otros ¿A qué España están apelando? ¿Qué España es esta? Que nos lo digan…

Ya lo han dicho, por activa y por pasiva. Han optado por un sistema muy concreto, que perseverará en los recortes y en el desmantelamiento de lo poco que queda de estado del bienestar, de acuerdo con los designios del nuevo diseño de posmodernidad neoliberal. Un modelo que excluye al propio discurso con que se presentaron a las dos últimas elecciones, y a los que les votaron por ello, amén de a muchos más. Pero que les perpetúa como casta, y ellos ya recogerán sus migajas en forma de puertas giratorias o de exoneraciones en causas por corrupción. Todo se andará.

Y entonces, cabe contemplar que las payasadas y el postureo estrictamente estético del «izquierdismo» de Pedro Sánchez y sus mariachis, contribuyera a evitar el sorpasso de Podemos. Misión cumplida. Y ahora que ya no lo necesitan, resuelven el tema a lo Groucho Marx: «estos son mis principios, pero si no le gustan, tengo otros». Vale, pero si no le gustan ¿a quién?
Todo un acto patriótico, sí. En la línea de Samuel Johnson.

Alguien voló sobre el Comité Federal del PSOE


Quede claro, de entrada, que no soy partidario de recurrir por sistema a plebiscitos refrendarios; para esto están los órganos de gobierno en cada estado, partido u organización. Sólo en situaciones excepcionales, acaso tal medida esté justificada, y requiere ineludiblemente que quien convoque esté debidamente legitimado.

Igualmente, soy partidario de la disciplina de voto, y cada vez que algún periodista, iluminado o tendencioso, o algún político, inescrupuloso o disidente, diserta sobre estos temas, se me llevan los demonios. Pero claro, la justificación de dicha disciplina de voto obedece a dos factores que son, a su vez, sine qua non. La primera, que se esté votando en consecuencia con el programa con que la formación concurrió a las elecciones; la segunda, que la decisión sobre el sentido del voto la haya adoptado el órgano de gobierno legitimado para ello.

A tenor de las anteriores afirmaciones, y ya que hablamos del PSOE, tal vez pudiera parecer que considere legítima la decisión de abstenerse, de imponer la disciplina de voto y de evitar cualquier consulta a la militancia. Pues va a ser que no. Veamos. Y que conste que no me pronuncio sobre si sería partidario, o no, de dejar formar gobierno o de seguir votando no; ni me pronuncio ni me he pronunciado en ningún momento a lo largo de todo este proceso. Es sencillamente como se ha hecho lo que produce auténtica repugnancia, por lo inmoral del procedimiento.

De la decisión que ha adoptado el Comité Federal del PSOE, optando por la abstención en la próxima sesión de investidura -para facilitar así que haya gobierno y evitar unas terceras elecciones-, y la imposición de disciplina de voto a los diputados de su grupo parlamentario, sólo puede colegirse que se trata de un ejercicio de cinismo supremo, llevado a cabo por unos sinvergüenzas que, además, supone un desprecio absoluto a su militancia y a sus votantes; una canallada que probablemente sea la mortaja de este partido, al que sus actuales dirigentes han vendido en aras a inconfesadas prioridades y que, para algunos de ellos, tendrá probablemente efectos individuales salvíficos; desde posibles sobreseimientos para ciertos amigotes de la sultana, hasta vaya usted a saber qué. Ni más ni menos.

El golpe de mano áulico que descabalgó a un político mediocre como Pedro Sánchez, tenía como único objetivo llegar a la decisión que hoy se adoptó. Esto estaba ciertamente cantado, tanto como que se descartó cualquier otra vía que pudiera torcer tal designio. Pero es que no se da ninguna de las tres condiciones que se exponían en los dos primeros párrafos, sino, justamente, todo lo contrario.

Porque para exigir disciplina de voto se requiere legitimidad por parte de quien la exige, amparada en el programa electoral o en el ideario del partido. Y no se da ninguna de las dos. En primer lugar, porque la gestora que ha convocado al Comité Federal procede de una conspiración ilegítima que no ha reparado en medios. Esta gestora no está legitimada habiendo surgido de donde surgió. En segundo lugar, porque todo el discurso reciente del PSOE, ha consistido en vender en que bajo ningún concepto facilitaría un gobierno de PP.
Queda el primer argumento, lo excepcional de la situación, que sin duda lo es. Bien, pues entonces sí que, si hay que cambiar de discurso y donde se dijo «digo» hay que decir «diego», tal vez sí que hubiera sido procedente convocar un plebiscito refrendario entre la militancia. Pero es que resulta que quien más se aproximó a esto fue el defenestrado Sánchez. Y ha sido precisamente la consulta lo primero que han descartado de entrada los «sultaneros», no fuere a salir lo que no conviniere. Que hay mucho en juego; para algunos puede que incluso la cárcel. Las sobras del banquete, o las bíblicas treinta monedas de plata.

divendres, 21 d’octubre del 2016

dimecres, 19 d’octubre del 2016

Los silencios de Bob Dylan


Ya dije que Bob Dylan no me parece ni remotamente merecedor del nobel de Literatura, y que otorgárselo se me antoja una astracanada de dimensiones mastodónticas que, además, a quien rebaja no es al cantautor, sino al comité del nobel de literatura y a su secretaria permanente, una tal Sara Danius. Como es sabido, la Academia Sueca ha tenido que renunciar a comunicarle la noticia ante la imposibilidad de hablar con él. 

Y no es que Dylan esté de ejercicios espirituales o en el mundo de Mr. Tambourine Man –cualquiera de ambas cosas hubiera podido darse según el momento biográfico en que se le pillara-; no, está haciendo conciertos; sólo que no se pone al teléfono y, simplemente, no dice nada. No parece, pues, que sea un silencio esquivo, excepto en lo de no responder a las llamadas de la Sra. Danius –tan cariacontecida, ella-, sino más bien un silencio ostentoso: ya le está contestando. Aunque tampoco sé muy bien si este silencio  le enaltece o le envilece.

De entrada me inclinaría por lo segundo, muy especialmente porque está perdiendo una estupenda oportunidad de hablar. Claro que, bien mirado, silencios ha habido muchos a lo largo de la dilatada trayectoria biográfica de Bob Dylan. No seré yo quien se lo recrimine. Recuerdo que, en cierta ocasión, leí un artículo sobre Dylan cuyo autor le reprochaba que nunca se hubiera declarado de izquierdas. Una afirmación que, en todo caso, del único de quien nos habla es del autor del artículo y de su estupidez, no de Dylan. Como si no debiéramos leer a Tolstoi porque fuera un personaje más bien turbio, o debiéramos rechazar la física de Newton porque, como persona, fuera un ser más bien siniestro.

Por lo demás, estoy seguro de que este silencio de ahora no obedece en absoluto a que esté atribulado por la embriaguez de la dicha ni, tampoco, avergonzado y sin saber cómo salirse del apuro. De ninguna manera. Yo diría que este silencio es puro desdén. Un desdén que sin duda la Academia Sueca ha acreditado merecer al concederle el galardón.

Y mira por donde, aunque sea un efecto totalmente indeseado y por completo ajeno a las intenciones de su autor, resulta que al final igual acaba enalteciéndole. No por su intencionalidad moral, desde luego que no, sino porque les paga como se merecen. Eso sí, seguro que el importe del premio lo cobrará a través de su agente. Otra bofetada.

dilluns, 17 d’octubre del 2016

¿Quién teme a la «ley» d’Hondt?


Es realmente sorprendente, y descorazonador, como ciertos tópicos resisten incluso ante las más evidentes pruebas de su falsedad y permanecen arraigados entre la población. Hoy le toca a la mal llamada «ley» d’Hondt, en realidad el método o sistema d’Hondt, si queremos hablar en propiedad. Acaba pensando uno que la contumaz pervivencia de los tópicos sobre dicho método acaso obedezca a una intencionada desviación cuya finalidad se oculta por inconfesable.
Es tristemente habitual, incluyendo a personas cultas, formadas y con criterio, atribuir al método d’Hondt la culpa de los males de nuestro sistema representativo y las distorsiones que se producen. Y da igual en qué sentido se realice la crítica, ora porque favorece a los partidos más votados, ora porque favorece la dispersión electoral y propicia situaciones en que, como la actual, no se puede articular una mayoría parlamentaria. El último caso es el que, por razones obvias, suele ser más recurrente en la actualidad.

Y erre que erre, persistiendo en el error. A ver, fundamentalmente, hay dos sistemas de reparto de los escaños según los votos obtenidos, el mayoritario y el proporcional. El mayoritario atribuye la representación simplemente al más votado, y suele darse en agrupaciones electorales pequeñas, en distritos electorales muchas veces con un solo escaño en juego, que va al candidato más votado y punto. Suele darse en listas abiertas, en las cuales se vota al candidato, no a la formación. Puede ocurrir, al menos teóricamente, que el partido más votado globalmente no sea el que obtenga más escaños; y también, mucho más frecuente, que los partidos pequeños o medianos no obtengan representación alguna, incluso con porcentajes globales del 20 o el 25 por ciento.

El sistema proporcional, a su vez, establece un reparto de los escaños en juego en cada circunscripción electoral según los votos obtenidos por las listas que concurren. Suelen ser listas cerradas, donde se vota la lista electoral de un partido, no a sus candidatos, y ha de haber más de un escaño en juego –de lo contrario, carecería de sentido-. Es verdad que también puede generar desajustes, pero por lo general, el reparto final de escaños suele ser más acorde con el reparto de votos obtenidos.

Hay países con sistema mayoritario –Gran Bretaña-, y los hay con proporcional –el caso de España, excepto en el Senado-, como los hay también con sistemas mixtos, con una primera vuelta bajo un sistema y una segunda bajo el otro -caso de Francia-.   Dicho esto, el método d’Hondt es un sistema de reparto proporcional que lleva el nombre del jurista belga que lo concibió. En esencia es muy simple. Dados los votos obtenidos por cada lista, se dividen sucesivamente éstos por 1, para el primer escaño, y a partir de ahí por 2, 3, hasta el número de escaños que tiene la circunscripción, obteniendo los cocientes a partir de la siguiente fórmula:

  

Cociente = __ V___

                   s + 1

Donde "V" es el total de votos obtenidos por la lista en cuestión, y «s» el número de escaños obtenidos por la lista hasta el momento.  Los primeros “n” cocientes obtenidos, de mayor a menor, se adjudican a cada uno de los “n” escaños de la circunscripción. Es verdad que hay otros sistemas de reparto proporcional, y que el d’Hondt es uno de los que acaso cree más distorsiones. Ahora bien, hay algunos tópicos y falsedades que conviene aclarar debidamente.

En primer lugar, el llamado porcentaje de exclusión, que requiere haber obtenido un mínimo porcentaje de votos para entrar en el reparto, es ajeno al sistema y se introduce arbitrariamente. El sistema d’Hondt funciona por igual sin porcentaje de exclusión que con él, sólo que según cuál sea dicho porcentaje, entrarán a su vez más o menos listas en el reparto. Igualmente, el porcentaje de exclusión puede serlo a nivel de circunscripción, del conjunto global o cualquier combinación entre ambas instancias. Pero no es cosa de la ley d’Hondt, sino de la ley electoral de cada país. Si se establece un porcentaje de exclusión del 3%, afectará a menos partidos que si se establece del 5% o, por qué no, del 20%, pero ha de quedar claro que esto depende de la intencionalidad de la ley electoral de cada país, no de la ley d’Hondt, que se limita a aportar el sistema para repartir los escaños entre las listas que «entran».

Otra falacia, aún mayor si cabe, consiste en atribuirle la asignación del número de escaños correspondientes a cada circunscripción, algo manifiestamente falso y que es completamente extrínseco al sistema d’Hondt, que, una vez más, se limita a distribuir los escaños que «le han dicho» que hay. Si hay déficit de representación en algunas circunscripciones, como correlato de la sobrerrepresentación en otras, una vez más, no es un problema de sistema d’Hondt, sino de quien haya decidido que, por ejemplo, Soria disponga de 2 escaños y Madrid de 36, una relación de uno a dieciocho, cuando en realidad, la relación entre los electores de ambas circunscripciones es de uno a sesenta y cuatro. Que esto pueda crear distorsiones es evidente. Según el voto de los partidos esté territorialmente concentrado o disperso, o sea rural o urbano, pueden verse beneficiados o perjudicados, pero una vez más, el sistema d’Hondt nada tiene que ver con ello. Ni tampoco con que la circunsripción sea la unidad provincial o cualquier otra.
Pero cuando el río suena, agua lleva, aunque esté contaminada. Y aquí sí que tal vez sea el momento de preguntarse por la intencionalidad de la contaminación. A fecha de hoy, con tantos políticos, periodistas y tertulianos pregonando a los cuatro vientos que España es ingobernable por culpa de la ley d’Hondt, no parece que se apunte precisamente hacia propuestas que aporten aún más proporcionalidad en la representación, sino más bien todo lo contrario. Pues que lo digan claro, pero que no digan que es por la ley d’Hondt.

diumenge, 16 d’octubre del 2016

Educación en la tercera fase



Me informan de los incentivos económicos y de otra índole con los que se pretende motivar al profesorado universitario, y todos ellos pasan por aprobar a los alumnos. De ello se infiere que el profesor que apruebe a sus estudiantes, será un buen profesor, el que suspenda, en cambio, queda irremediablemente bajo sospecha y en el punto de mira, con las correspondientes penalizaciones. Una elegante forma de cerrar el círculo del ocultamiento de la realidad educativa, oficializando el carnaval de la simulación como realidad y relegando la realidad a lo excepcional. Porque si los alumnos aprueban, es que todo marcha bien ¿o no?

Hace ya tiempo que la universidad está padeciendo el acoso de la pedagogía «innovadora». Hoy, un estudiante universitario está más controlado que cualquiera de mi generación cuando estudiaba el bachillerato. Que si controles de asistencia, que si tutorías personalizadas, papeleo y más papeleo… El problema es si tanto control no estará para asegurar que nadie se salga de la mediocridad en que estamos instalados.

La cosa viene de lejos. Se destruyó primero la enseñanza primaria y luego le tocó a la secundaria –el bachillerato y la FP-, con métodos muy similares, y siempre con el falseamiento de la realidad como método operativo. Hace ya tiempo que iniciaron el asalto a la terciaria o universitaria. Y nada hace pensar, a juzgar por lo avanzado del proyecto, que vayan a encontrar en esta tercera fase más resistencia que en las dos anteriores, más bien todo lo contrario.

Y lo del falseamiento de la realidad mediante su correspondiente inversión, es una constante a lo largo de las distintas fases y en todos los niveles. Recordemos, por ejemplo, como se falseó la reforma de los estudios universitarios con el pretexto de la homologación europea según lo supuestamente exigido por los acuerdos de Bolonia. Bajo esta pretendida homologación, se suprimieron las diplomaturas y licenciaturas –y de facto también los doctorados-, y se implantaron en su lugar los grados, y los estudios de posgrado. Pero en realidad, lo que se hizo fue alejarse del modelo de Bolonia. Porque para adaptarse a él, bastaba con equiparar los grados a las diplomaturas de tres años –dándoles la entidad académica que correspondiera en aquellos estudios que no las contemplaran-, y los posgrados a las licenciaturas de cinco años, reconvertidas en un 3+2. Porque Bolonia era esto: 3+2. Con esto bastaba para homologarse con Bolonia.

En lugar de esto, se inventaron un grado de cuatro años, encogiendo las licenciaturas que hasta entonces eran de cinco –o seis-, a las cuales se equipararon, y situaron los posgrados y masters en otra órbita, muy especialmente económica, encareciendo el producto. Con ello tenemos unos grados devaluados que no facultan para prácticamente nada, y unos estudios de posgrado sólo asequibles para economías de ciertos posibles. ¡Con lo fácil que era adaptarse a Bolonia homologando el 3+2 que en la práctica ya existía! Pero es que además, Bolonia no habla de grados de 4 años, sino de tres; en cambio, toda la reforma se hizo por la «necesidad» de adaptarse al modelo de los acuerdos de Bolonia. Que queda claro, pues, que la culpa no es de Bolonia, sino de la falsa aplicación que de ella se ha hecho, barriendo, por parte de sus ejecutores, y como siempre, pro domo sua.

Lo cierto es que, bajo la pretendida innovación, lo que subyace es el proyecto de cargarse el modelo educativo ilustrado, pero no para substituirlo por un modelo nuevo, sino por el medieval anterior. Un modelo caracterizado por la reclusión del saber a unas élites muy concretas, cuyo correlato es la impartición de alfalfa académica para el grueso de la población. Y todo en nombre de la innovación y la democratización.

En cierto modo el recorrido es de una lógica implacable. En secundaria lo sabemos muy bien los que lo hemos vivido. Primero fueron a por la enseñanza elemental o primaria, luego a por la media o secundaria, y ahora están a punto de culminar el proyecto en la superior o universitaria. Hay que reconocer que lo han hecho muy bien.
Al final, habrá que admitir que los pueblos tienen el sistema educativo que se merecen.

divendres, 14 d’octubre del 2016

Nobel y Eurovisión


Desde siempre me gustó Bob Dylan, y mucho en ciertas épocas, lo confieso. Incluso he llegado a emocionarme con algunas de sus canciones. Si además tenemos en cuenta que seguía emocionándome con estas mismas canciones cuando el intérprete, a guitarra, armónica y voz, era uno mismo, entonces sí que hay que reconocer que la cosa era grave. Pero qué quieren que les diga, lo de Nobel de Literatura me suena a sarcasmo.

A lo peor es que uno ya no está en la onda; acaso el insigne jurado decidió en un arrebato de nostalgia –está en su derecho, cómo no- premiar sus recuerdos de juventud y algunas (o muchas) noches locas; o puede también que, atendiendo a los tiempos líquidos que corren, creyeran estar concediéndole el preciado galardón a Dylan Thomas (1914-1953). Nunca se sabe.

Por más que pueda haberme gustado Bob Dylan, y que me siga gustando, no sé, oigan, jamás se me hubiera ocurrido compararlo con Homero o con Proust. Autores con los cuales, ello no obstante compartía algo hasta hoy. Con el primero, que no se sabía con precisión si verdaderamente existía, como mínimo a juzgar por las múltiples mutaciones, metamorfosis y conversiones por las cuales parece haber transcurrido la supuesta biografía de Mr. Zimmerman; con el segundo, la condición de pertenecer al club de los que no son premio Nobel de Literatura, sociedad extensa donde las haya. Ahora ya no comparte nada con ninguno de ellos.

Pero no crean tampoco que me voy a rasgar las vestiduras como están haciendo algunos. Hasta en algún lugar de la red he leído que alguien proponía a Punset como Nobel de Física. Y tampoco es para tanto. No, el problema es el premio Nobel en sí mismo, puesto en relación con los tiempos que corren. Basta con pensar en algunos que lo han recibido para entender por qué otros los rechazaron.

Aunque no sé exactamente en qué estación, uno no puede evitar enterarse una vez al año de que todavía existe el festival de Eurovisión. Pues en esto se ha convertido el Nobel, en una charanga de la cual nos enteramos, una vez al año, de a quién no tenían que habérselo concedido.
Algunos pensarán que con esto se acerca el Nobel a la gente y se democratiza, y hasta acaso que cualquiera puede ganarlo a partir de ahora. Y no, no lo ganará cualquiera porque tampoco Bob Dylan es un cualquiera, aunque no se merezca el Nobel de literatura. Y tampoco se democratiza, sino que más bien se trivializa. Es el espectáculo; nada más. Cada vez más olvidado, como Eurovisión.

dijous, 6 d’octubre del 2016

El coronel Casado y la encrucijada psoecialista



En marzo de 1939, el coronel Segismundo Casado llevó a cabo un golpe de estado militar que depuso a Negrín y desencadenó el colapso final de la República, o de lo que quedaba de ella. La razón argüida fue la inutilidad de proseguir con un conflicto irremisiblemente perdido, y su objetivo, el establecimiento de negociaciones con el bando franquista para acabar con la guerra. Contó, entre otros, con el apoyo de destacados dirigentes del PSOE, como Julián Besteiro. En realidad, fue también un golpe de estado dentro del propio PSOE. Y mucho me temo que no se acaban ahí las analogías.

El golpe de Casado triunfó, pero fracasó estrepitosamente en su objetivo: Franco se negó a negociar nada -¿para qué, si tenía la guerra ganada?- haciéndole saber que sólo aceptaría la rendición incondicional. Y así fue. Casado se exilió a Inglaterra y acabó como comentarista militar en la BBC durante la II guerra mundial. Otros no tuvieron tanta suerte; como Besteiro, que murió en las cárceles franquistas. Unos piensan que el golpe estuvo justificado –la guerra estaba perdida-, y otros que Casado fue un traidor que acabó con la última esperanza de la República –que estallara la guerra en Europa, lo cual hubiera significado un vuelco total en la situación-. Sea como fuere, no es mi intención aquí tratar sobre estos hechos, sino establecer algunos paralelismos formales que, en situaciones de clara desventaja, parece ser que asoman siempre, como en la actual situación del PSOE después de Pedro Sánchez. Ahora, quien le exige condiciones al PSOE a cambio de que le facilite la investidura, es el propio Mariano Rajoy.

El motivo aducido para el punch fue la contumacia de Sánchez, enrocado en unos planteamientos que, según los golpistas, abocaban al PSOE a una situación desesperada y sin solución de continuidad: unas terceras elecciones que se auguraban desastrosas. Así que había que evitarlas a toda costa, pero se les «olvidó» explicar cómo pensaban alcanzar este objetivo. Como Bellido, creyeron acaso actuar por un impulso «soberano» que interpretaron como razón de estado, para caer ahora en la cuenta de que era un cálculo político partidista.

Igual que en el golpe de Casado, se trataba de salvar los muebles, o lo que quedaba de ellos. Y todo indica que, como a Casado, le han dicho al PSOE que o se hace el harakiri o nada de nada. Vamos, que hasta la vaselina la han de poner ellos. Es decir, que o se compromete a aprobar con su voto los presupuestos y a facilitar la acción de gobierno, o que se vaya metiendo la abstención donde le quepa, porque para nada va a aceptar el PP ninguna transacción para salvarles la cara. O eso, o a las terceras elecciones. Más allá de que se trate de escenarios distintos, y distantes, el paralelismo con el trágala que Franco le escupió a Casado se me antoja evidente.

Casado pensó que podía sacarle a Franco alguna contrapartida que evitara la derrota absoluta y total de la Repúblca -o vamos a creer que así lo pensaba-, pero se equivocó por completo, tanto en su cálculo sobre el psiquismo del enemigo  al que pretendía sonsacársela, que había apostado a todo o nada desde el primer momento, como en el de su propia posición en contexto, porque la guerra estaba perdida y la única razón, de haberla, para intentar alargarla, era la posibilidad de que estallara mientras tanto la guerra entre las democracias y los fascismos en Europa. No había otra. Y fue lo que fue: una rendición incondicional con hedor a felonía, que lo único que consiguió fue adelantar algo la tragedia final, y que no apaciguó en modo alguno ni la sed de venganza del enemigo, ni la implacable represión que se desencadenó tras la guerra. Incluso es posible que, numéricamente al menos y a tenor de los cientos de miles de asesinatos posteriores, la rendición de Casado ni siquiera contribuyera a ahorrar vidas, como mínimo en el bando republicano.

Ignoro si el PSOE ha errado en los mismos cálculos en que erró Casado, pero me parece harto probable. Porque ahora lo que se le exige es la rendición total con armas y bagajes, dejándolo inutilizado para bastante más tiempo del que ocupa una legislatura. Obviamente, Mariano Rajoy no es el tonto del culo que algunos imaginan, y hasta es posible que esté interesado –él, como político y de partido- en unas terceras elecciones, por una simple cuestión de cálculo político: sabe que no sólo aumentaría su ventaja, sino también que dejaría al PSOE hundido en la miseria y reducido a sus menguantes baluartes sureños, además de inoperativo para largo tiempo. Dependerá de si le interesa o no.

Y es que esto incorpora una propina muy superior al importe de la factura: podría asegurar al PP un largo periodo en el poder. Veamos. El hundimiento del PSOE comportaría el sorpasso por parte de Podemos, que pasaría a ser la formación hegemónica de la izquierda. Pero Podemos no incorporará nunca todo el voto del PSOE, sino sólo una parte. Hay un sector de voto moderado entre los votantes del PSOE que nunca irá a parar a Podemos, al menos hoy por hoy, por ser considerado demasiado de «izquierdas», demasiado extremista.

Es verdad que, por decirlo así, estamos viviendo unos tiempos sociológicamente líquidos, y una muestra de ello sería el propio auge de Podemos, que en apenas dos años pasó de no existir a ser la tercera fuerza parlamentaria. Pero se me hace muy difícil pensar que, por más líquidos tiempos que corran, Podemos consiga una mayoría suficiente para gobernar, no digo ya en solitario, sino incluso en coalición con un PSOE jibarizado. Es decir, si el voto del PSOE se cuartea, ciertamente que una buena parte recalará en Podemos, pero no todo. Otra parte, bajo mínimos o no, permanecerá en el PSOE. Y el resto, el voto digamos más «centrista», o iría a la abstención, o a Ciudadanos y al PP, según el caso.

Si esto es así, y con un PSOE más o menos residual, Podemos podría convertirse a corto o medio plazo, no sólo en el partido hegemónico de la izquierda, sino incluso en el más votado en unas elecciones generales. Pero la fuga del voto centrista y moderado del PSOE hacia Ciudadanos y/o PP, por poco que fuera, reforzaría a su vez a dichas formaciones y las podría situar en posición de articular cómodas mayorías. Y esta es la propina: la posibilidad de un largo periodo de hegemonía y gobiernos de la derecha ante una izquierda hegemónica radicalizada. No es moco de pavo. Y esto sin duda lo sabe Mariano, o si no, ya se lo habrá dicho Arriola. Y por esto se ha puesto farruco. Sólo dependerá de si un escenario así le interesa o no.

Así que, después de todo, tendría guasa que al final hubiera terceras elecciones por las mismas razones de cálculo político que se le impusieron al PSOE como razón de estado. Habría pasado con ello, de ser un tonto útil, a que su utilidad consista precisamente en su inutilidad. Toda una paradoja. Como el coronel Casado y su golpe.


Sobre "Liquid modern challenges to education" (Zygmunt Bauman)

Reconozco no haber  tenido noticia, que recuerde, ni del autor ni del libro, hasta ahora. Toda una lección de adaptación líquida, sin duda alguna. ¿Pero  tal vez no seremos fluidos en lugar de, simplemente, líquidos? Pienso yo que para algo están los conocimientos "sólidos"; para discriminar entre simples líquidos y fluidos. Eché en falta esta distinción. Por lo demás, bueno... Que la educación que a él le gustaba está achacosa y que hay que adaptarse. Algo de lo que el autor sabe biográficamente mucho.

diumenge, 2 d’octubre del 2016

¿Pero hubo comité federal?

Imagen que está circulando por las redes. Obsérvese la presencia de algunos no psoecialistas.
 
Resulta que para forzar la dimisión del secretario general, dimiten diecisiete miembros que, añadidos a tres vacantes anteriores –una de ellas por fallecimiento-, sumaban la mitad más uno de la ejecutiva. Según unos, los estatutos del PSOE establecen que, en este supuesto, el secretario general y el resto de la ejecutiva quedan automáticamente cesados de sus cargos y ha de convocarse un comité federal que nombre a una gestora hasta la celebración de un nuevo congreso. Según otros, la ejecutiva queda en funciones, hasta que se convoque dicho congreso y unas (mal llamadas) primarias para que la militancia vote a un nuevo secretario general. Y según estos mismos, en ningún momento los estatutos hablan de gestora. Cabe añadir que ningún medio ha sabido mostrar el párrafo donde se habla de comisión gestora en los tan profusamente difundidos estatutos, durante estos últimos días. Bien.
Así las cosas, el para unos cesante, y para otros en funciones, secretario general, con lo que queda de su ejecutiva en idéntica tesitura, convoca un comité federal para que convoque, a su vez, las (mal llamadas) primarias y el congreso. Para los dimitidos y los suyos, dicha convocatoria es nula de derecho porque el órgano que la convoca no existe. Pero asisten. Una vez allí, en una atmósfera digna de Monthy Python, resulta que no se procede a debatir el orden del día de la convocatoria, ni aunque se ofrezca por una de las partes readmitir a los dimitidos que, por otro lado, con la lógica excepción del fallecido, ya estaban allí (?).
Entonces, y con un sentido de la estrategia que les pone a la altura de Johnny English, algunos del sector cesante o en funciones se sacan una urna de la manga y proponen que se vote otra cosa: ¿Qué hacemos con Rajoy? Al parecer, además, la urna era muy cutre y estaba detrás de una mampara de Ikea. Y nada, que si quieres arroz Catalina: discutiendo sobre si hay que votar poner a votación lo que sea.
Finalmente, el sector golpista presenta las firmas para una moción de censura del secretario general –tema que tampoco estaba en el orden del día de una reunión que, hay que insistir en ello, no reconocían-. Ignoramos si los dimitidos firmaron, pero todo indica que sí. Como mínimo sí que votaron. Y salió la destitución de Pedro Sánchez.
Y aquí viene lo más esperpéntico, a la vez que sospechosamente «inadvertido» por propios y extraños: los derrotados abandonan la sede y los vencedores siguen reunidos como comité federal para elegir a una gestora que va a tener menos poder que Amadeo de Saboya.
Y mientras tanto los vencedores seguían en Ferraz chalaneando con el nombramiento de la gestora, y los medios nos decían en directo que el comité federal seguía reunido para nombrarla, las imágenes simultáneas nos mostraban a los derrotados abandonando la sede ¿Pero qué comité federal ni qué narices, si allí se quedaron la mitad, con un tema no incluido en el orden del día, en una reunión que, además, no reconocían? ¿Qué maravillosa transubstanciación se produjo para que lo que era una convocatoria ilegal pasara a ser legal?
Luego, no menos penosas, las declaraciones, entre las cuales cabe destacar por su ramplonería las de un antiguo tertuliano metido a caricato de la política, anunciando que hoy acababa de renacer el PSOE y, agárrense, que lo que había motivado todo este despropósito, en ningún momento había sido una lucha entre partidarios del sí y los del no a un gobierno del PP. ¿Ah no? ¿Pues qué fue entonces? ¿Se puede ser más cutre?
Sí, claro que sí. Y lo comprobaremos a lo largo de los próximos días, cuando veamos a los histriones manifestar su repugnancia por Rajoy y sus políticas sociales, a la vez que  le facilitarán la investidura torticeramente. ¿Cómo? Pues ya veremos, pero lo harán. Puede que los dignatarios de la gestora recurran a una solemne proclamación, ante la excepcionalidad de la situación que vive el partido y la división entre la militancia, dando libertad de voto en la sesión de investidura. O incluso que, más capciosamente, se recurra a una fingida segunda insurrección, la de los explícitamente «patrioteros», y que el día de la votación se ausenten en número suficiente, o recurran a cualquier otro pretexto, para facilitar la votación. Esta última opción ofrecería la ventaja de permitirle a Susana Díaz votar «no», para intentar reparar su maltrecha imagen. Porque ha salido muy tocada.
Y porque, me mantengo en ello, el intríngulis radica en que no ha de haber terceras elecciones. Al final, y aunque me pese, justo es reconocerlo y nobleza obliga, la frase más incisiva y premonitoria ha sido la del ínclito Javier Solana: cuando se den cuenta de las dimensiones del desastre, todos querrán 85 diputados. Algunos, como sin duda él y su mentor González, ya lo sabían, cómo no, pero les da igual. Los otros, pues a saber… algo quedará para agradecer los servicios prestados.
Pero lo más gracioso de todo esto es la milagrosa transubstanciación acaecida en la reunión de este comité federal, que transitó de la ilegalidad a la legalidad, de la ilegitimidad a la legitimad, precisamente cuando lo abandonaron los perdedores y se quedaron los vencedores. Ahora todo el mundo parece darlo por bueno. Porque ganaron los «buenos». Como ha de ser. Eso sí ¿a qué precio?