Me informan de los incentivos
económicos y de otra índole con los que se pretende motivar al profesorado
universitario, y todos ellos pasan por aprobar a los alumnos. De ello se
infiere que el profesor que apruebe a sus estudiantes, será un buen profesor,
el que suspenda, en cambio, queda irremediablemente bajo sospecha y en el punto
de mira, con las correspondientes penalizaciones. Una elegante forma de cerrar
el círculo del ocultamiento de la realidad educativa, oficializando el carnaval
de la simulación como realidad y relegando la realidad a lo excepcional. Porque
si los alumnos aprueban, es que todo marcha bien ¿o no?
Hace ya tiempo que la
universidad está padeciendo el acoso de la pedagogía «innovadora». Hoy, un
estudiante universitario está más controlado que cualquiera de mi generación
cuando estudiaba el bachillerato. Que si controles de asistencia, que si
tutorías personalizadas, papeleo y más papeleo… El problema es si tanto control
no estará para asegurar que nadie se salga de la mediocridad en que estamos
instalados.
La cosa viene de lejos. Se
destruyó primero la enseñanza primaria y luego le tocó a la secundaria –el bachillerato
y la FP-, con métodos muy similares, y siempre con el falseamiento de la
realidad como método operativo. Hace ya tiempo que iniciaron el asalto a la
terciaria o universitaria. Y nada hace pensar, a juzgar por lo avanzado del
proyecto, que vayan a encontrar en esta tercera fase más resistencia que en las
dos anteriores, más bien todo lo contrario.
Y lo del falseamiento de la
realidad mediante su correspondiente inversión, es una constante a lo largo de
las distintas fases y en todos los niveles. Recordemos, por ejemplo, como se
falseó la reforma de los estudios universitarios con el pretexto de la
homologación europea según lo supuestamente exigido por los acuerdos de Bolonia.
Bajo esta pretendida homologación, se suprimieron las diplomaturas y licenciaturas
–y de facto también los doctorados-, y se implantaron en su lugar los grados, y
los estudios de posgrado. Pero en realidad, lo que se hizo fue alejarse del
modelo de Bolonia. Porque para adaptarse a él, bastaba con equiparar los grados
a las diplomaturas de tres años –dándoles la entidad académica que
correspondiera en aquellos estudios que no las contemplaran-, y los posgrados a
las licenciaturas de cinco años, reconvertidas en un 3+2. Porque Bolonia era
esto: 3+2. Con esto bastaba para homologarse con Bolonia.
En lugar de esto, se
inventaron un grado de cuatro años, encogiendo las licenciaturas que hasta
entonces eran de cinco –o seis-, a las cuales se equipararon, y situaron los
posgrados y masters en otra órbita, muy especialmente económica, encareciendo
el producto. Con ello tenemos unos grados devaluados que no facultan para
prácticamente nada, y unos estudios de posgrado sólo asequibles para economías
de ciertos posibles. ¡Con lo fácil que era adaptarse a Bolonia homologando el
3+2 que en la práctica ya existía! Pero es que además, Bolonia no habla de
grados de 4 años, sino de tres; en cambio, toda la reforma se hizo por la
«necesidad» de adaptarse al modelo de los acuerdos de Bolonia. Que queda claro,
pues, que la culpa no es de Bolonia, sino de la falsa aplicación que de ella se
ha hecho, barriendo, por parte de sus ejecutores, y como siempre, pro domo sua.
Lo cierto es que, bajo la
pretendida innovación, lo que subyace es el proyecto de cargarse el modelo
educativo ilustrado, pero no para substituirlo por un modelo nuevo, sino por el
medieval anterior. Un modelo caracterizado por la reclusión del saber a unas
élites muy concretas, cuyo correlato es la impartición de alfalfa académica
para el grueso de la población. Y todo en nombre de la innovación y la
democratización.
En cierto modo el recorrido es
de una lógica implacable. En secundaria lo sabemos muy bien los que lo hemos
vivido. Primero fueron a por la enseñanza elemental o primaria, luego a por la
media o secundaria, y ahora están a punto de culminar el proyecto en la
superior o universitaria. Hay que reconocer que lo han hecho muy bien.
Al final, habrá que
admitir que los pueblos tienen el sistema educativo que se merecen.
Yo lo encuentro todo muy raro. Casi te sientes como un geólogo que empieza a ver que el agua de las fuentes mana llena de burbujitas y a los animales migrar despavoridos cuando todo parece en calma. Esos padres que se presentan a hacerle la matrícula al "niño" y que te dicen con total naturalidad que el nene se ha quedado acostado. Los cursillitos evangelizadores que ofertan sobre lenguaje no sexista, psicología positiva, inteligencia emocional... O esos tan bonitos de "formador de formadores" (fui a uno y solo me sirvió para ver a un alienígena constructivista en persona y para vislumbrar la clase de soplapollas que están formando a los maestros) que mencionó una vez el gran conducator Pablo Iglesias cuando le preguntaron por su sistema educativo ideal. O esos estudiantes de psicología que deambulan con una caja de zapatos en cuyo fondo hay una reproducción en plastilina del sistema nervioso central. Por no hablar del que te pide que le descifres un párrafo con una "anómala" abundancia de subordinadas. Lo siento si suena a cuita de abuelo Cebolleta pero los universitarios de hace veinte o treinta años teníamos otro empaque. Con razón dice el refrán "líbreme Dios de las aguas mansas que de las bravas me libro yo". Nos las estamos viendo con un totalitarismo de mosquitas muertas que le está haciendo creer a nuestra horrorosa clase media que el mercado laboral del futuro va a ser algo parecido al gran teatro de Oklahoma de aquella novela de Kafka.
ResponEliminaPues será el abuelo Cebolleta, pero la verdad es la verdad, la diga Agamenón o su porquero... o el abuelo Cebolleta. Así está la cosa, como usted muy bien indica.
Elimina¡Ah! y bienvenido.
EliminaEl café para todos de la ESO y el convertir el bachillerato en una extensión de la enseñanza obligatoria ha sido letal. Lo que cuentas de la universidad era la única continuación lógica de esta obra.
ResponEliminaEfectivamente, mi querido Guachimán, efectivamente.
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