dilluns, 27 de juny del 2016

Desvaríos poselectorales



Aducir que la fecha de las elecciones favoreció la abstención, y ésta la victoria de la derecha, no es sólo una frívola banalización de la democracia, sino también, y sobre todo, una excusa de mal pagador. Que en muchas comunidades –no en todas- fuera un fin de semana con puente, verbenas y hogueras, sin duda propició una mayor abstención entre aquellos que prefirieron irse a la playa en lugar de quedarse en casa y votar, pero no veo en qué habría favorecido esto a la derecha ¿O acaso los ciudadanos con segunda residencia son mayoritariamente de izquierdas?

Igualmente, que a estas alturas haya todavía quienes se rasguen las vestiduras preguntándose cómo es posible que la gente siga votando mayoritariamente a un partido de derechas y apestado por la corrupción como el PP, lo único que demuestra es que, si alguien no ha entendido nada, son precisamente los que se hacen esta pregunta.

Lo mismo que el Brexit, un comodín multiuso que, a falta de datos, sirve igualmente para explicar cualquiera de los posibles resultados que las elecciones hubieran podido arrojar, incluidos los que señalaban las encuestas previas y a pie de urna. Por cierto, y hablando de encuestas, ya va siendo hora de que, en lugar de tanto «cocinar», las empresas del sector emprendan un ayuno riguroso y cuelguen el cartelito «cerrado por incompetencia manifiesta».

Lo de Cataluña es como lo de la pregunta del segundo párrafo, pero empeorado. Preguntarse cómo Convergencia y ERC pueden haber conseguido mantenerse es ignorar los efectos acaso irreversibles que siglos de carlismo e iglesia montserratina, más los decenios recientes de pujolismo y LOGSE, han ejercido sobre la población de tan aciagas tierras. «Dissortada terra nostra», que decía Espriu.

Con todo, el batacazo del ciudadano Rivera ha conseguido que pase más desapercibido el de Podemos, creo yo que de efectos mucho más devastadores para su futuro inmediato -sin que el futuro de C's sea tampoco muy esperanzador, pero sí más previsible-, a poco que consideremos la posibilidad de que sus «confluencias» empiecen a abandonar un barco cuyas vías de agua ellas mismas contribuyeron a abrir.

Lo de Ciudadanos entra dentro de la lógica de la política: la gente siempre acaba prefiriendo el original a una (mala) copia. Todo circo mediático tiene sus límites, y Ciudadanos los ha traspasado con creces sin que vaya camino de aprender. Escuchar a Rivera decir ahora que nunca hubo un veto a Mariano Rajoy es, además de patético, altamente indicativo. Lo de Podemos, en cambio, aunque afectados por igual en lo tocante al circo mediático, se me antoja mucho peor, porque las dimensiones de su desastre son de mucho mayor calado, muy especialmente si pensamos en la envergadura del proyecto que decían acometer.

Para empezar, el frustrado «sorpasso» al PSOE ya se había producido el 20-D: los votos de Podemos y sus confluencias sumados a los de Izquierda Unida, superaban a los del PSOE, de modo que haber obtenido ayer los mismos escaños juntos que hace seis meses por separado no es un estancamiento, sino un retroceso en toda regla. Si sumando los votos que obtuvieron por separado les correspondían entre 85 y 95 diputados, y se han quedado en 71, es que han «perdido» entre 15 y 20, que no es moco de pavo. Y es que sus expectativas de crecimiento, no sólo no se han producido, sino que han sido incapaces de mantenerse. Toda una invitación a la autocrítica. A menos que asumamos, claro, que los domingueros que no perdonan un puente son mayoritariamente electores podemitas, lo cual sería toda una ironía.

Podemos corre el serio riesgo de entrar en un proceso de implosión agravado por las propias características del movimiento. Porque su principal problema es que es un movimiento, no un partido. Y la verdad, no creo que el error haya sido el pacto con Izquierda Unida, al menos no esta vez, sino que se encuentra en la propia dotación genética de un movimiento que, reivindicándose como la nueva izquierda, en la práctica sólo ha incorporado a su proyecto los restos del naufragio de la vieja izquierda, así como el sincretismo posmarxista y antiilustrado en que ésta se ha movido durante las últimas décadas. Tal vez Podemos pudo haber sido el nuevo partido de izquierdas que el país necesitaba, de haber sabido metabolizar un proyecto más serio y vertebrado… Mucho me temo que va a ser que no.

Y aunque el PSOE haya obtenido los peores resultados de su historia desde 1977, el derrumbe de Podemos ha consolidado en cierto modo su posición, ocultando momentáneamente su precaria y declinante trayectoria. Su destino es ahora el de la gran coalición como única tabla de salvación ante un incierto futuro que no parece capaz de sacudirse: el de convertirse en el PRI de la mitad sur de España. Pedro Sánchez tal vez siga, pero maniatado por los barones meridionales y con el aliento de Susana «Díez» en el cogote. Tampoco se le auguran perspectivas muy halagüeñas.

Al final resulta que el único que ha salido fortalecido es el PP de Mariano Rajoy –para desgracia de Aguirre y sus acólitos-, por el simple procedimiento de esperar a que los otros se estrellaran. Ha demostrado, si no ser el más listo, sí el menos tonto y el más curtido en lides tan procelosas como las del politiqueo hispano. Y ha sido, hay que reconocerlo, el más serio de los candidatos. Su estrategia ha consistido, como en aquel cuento oriental, en sentarse a la puerta de su casa y esperar a que pasara la procesión del entierro de sus rivales. Se lo han puesto fácil.
Además, ahora tiene la gran coalición al alcance de la mano, y todos los números para ser su máximo beneficiario.

Así, mal, muy mal.



Acaba de afirmar Pablo Iglesias, en directo, que la estrategia de las confluencias se ha manifestado como la más adecuada y que en ella van a perseverar. Pues discrepo, aunque yo no sea nadie como para discrepar: más bien pienso que éste ha sido el error que le ha llevado hasta el revolcón de hoy; al menos «revolcón» según las expectativas autoproclamadas.

Es duro tener que decirle a un líder político de izquierdas que aspiraba al «sorpasso», y que además es profesor universitario en ciencias políticas, que el electorado de izquierdas es en el fondo jacobino; es lo único que le une, la vieja conciencia de clase, aunque esté algo desclasado y, por supuesto, pero precisamente por ello, escasamente proclive a convertir a la izquierda en una jaula de grillos, o de confluencias de intereses inconfesables. Bastaba con ver, o escuchar, pocos minutos antes, las declaraciones de la que tiene por nombre el de la madre de San Agustín –y tan parecida a ella en talante-, o las de la (H)Ada convencida de sus poderes futuribles, para entender que lo de las confluencias es el peor error que cometió Podemos desde sus más tiernos inicios. No se trata de negar identidades, pero menos de regodearse en ellas a lo Susana «Díez» (lo del PSOE lo dejo para otro día). Hubiera sido un buen momento para la autocrítica que no apareció… ¿No querías sopa, pues dos platos? Eso sí, sin deberes… Es decir, sin autocrítica. Luego, si no se aprende de los errores, de qué se aprenderá ¿de los éxitos hipnagógicos?

Es también duro, pero no exento de comicidad, tener que recordar que el término «sorpasso» en estas elecciones ya concluidas, ha estado falseado y adulterado «pro domo sua»  por los medios de siempre, y que los genios mediáticos de la confluencia podemita mordieron el anzuelo como pardillos. Porque el «sorpasso» en la Italia del momento, era que el PCI adelantara en resultados a la DCI, no al PSI que, pobrecillo, se comía las migajas de la izquierda y las ostras de la derecha que le ofrecía la DCI –véase el caso Bettino Craxi-. Vamos, que si erre que erre, aquí no se corrige nada.

Hay un vencedor, Mariano Rajoy. El mismo al que el canal que hoy babeaba por su «éxito», puso a caer de un burro hace una semana por negarse a asistir a un patético espectáculo debatiendo con la familia Cebolla-Sarasa –entre otras-, al cual se prestaron gustosamente los otros tres candidatos. Y augurándole los coach’s y los tertulianos profesionales, por este desprecio a las «familias», que esto le iba a costar muy caro electoralmente. Al final, la seriedad, aun fingida, sale rentable.
Conclusión: hay derecha, pero no es C’s; y no hay izquierda… sigue sin haberla.

diumenge, 19 de juny del 2016

¿Hacia la sociedad-ficción?



Es un lugar común pensar que las creaciones literarias de la ciencia-ficción han inspirado y marcado la dirección que luego han seguido la ciencia y sus aplicaciones tecnológicas. Desde Dédalo e Ícaro, hasta Isaac Asimov, con sus tres leyes de la robótica y la Psicohistoria, pasando, cómo no, por Julio Verne y sus fascinantes creaciones. Todo ello sin olvidar las utopías y las distopías, de carácter más marcadamente sociológico, pero siempre con la tecnología disponible al servicio de un determinado modelo social, o con éste adaptado a aquélla, cuando no sometido a ella.

Según esto, el afán por la consecución de determinados logros se habría visto impulsado por el poderoso influjo que estos modelos y creaciones visionarias, anticipadas a su tiempo, habrían ejercido sobre la voluntad humana, con la imaginación funcionando como referente y acicate de la inteligencia, marcándole la dirección a seguir. El tema de los robots entra de lleno en ello, y suscita incógnitas e inquietudes en la medida que podría alterar, muy significativamente, tanto la propia concepción del hombre sobre sí mismo, como el modo de relacionarse con sus semejantes.

Aun así, este lugar común requiere de un matiz, dicho sea sin la menor intención de desmerecer ni banalizar el poderosísimo y activo papel de la imaginación como fuente de inspiración en toda actividad intelectual creativa. El germen de lo concebido por la imaginación siempre parte, inevitablemente, de lo real, de lo materialmente existente, al igual que el constructo resultante sigue siendo deudor de las leyes lógicas que regulan nuestro pensamiento y de la realidad que aporta el material para forjarlo. No estamos pues hablando de imaginación delirante, sino de una imaginación lógica que, como mínimo, concibe algo como posible en la medida que es pensable. Otra cosa será, ciertamente, que sea realizable o no. El viaje a la Luna de Verne lo fue; el que tuvo por destino el centro de la Tierra, en cambio, no parece asequible, al menos hoy por hoy. ¿Lo serán Daneel Olivaw o los Nexus 6[1]?
Publicado en Catalunya Vanguardista. El artículo completo aquí.
 




[1] Daneel Olivaw es el robot creado por Isaac Asimov en sus novelas los robots y el ciclo de Trántor, que acaba rigiendo los destinos del mundo en la última secuela de las Fundaciones –Robots y Tierra-. Los Nexus 6 son el modelo más perfecto de robots replicantes en la película Blade Runner y la novela en que se inspira: “¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?”, de Philip K. Dick.
 

divendres, 3 de juny del 2016

El síndrome de Grouchy y el Principio de incompetencia de Peter



El patriotismo, además de ser el último refugio de los canallas, en la frase de Samuel Johnson, debe de ser sin duda también, como el amor, ciego. Con ello no estoy diciendo que todos los patriotas sean canallas, ni que todos los canallas sean patriotas, sino simplemente que, dada la condición de canalla, es un inmejorable puerto en el que recalar. Al abrigo de los vientos de la racionalidad, permite atizar el fuego de las emociones que lo fundamentan en provecho propio.

Y ciego, acaso como todos los tipos de amor, pero muy especialmente este del amor a la patria, que como el de madre aunque el hijo sea un adefesio, sigue viendo en él al Adonis que le hubiera gustado que fuera.

Sólo así se puede entender la obstinada reciedumbre con que los feligreses del Procés siguen, prietas las filas, entregados a unos dirigentes cuya mezquindad sólo es comparable a su manifiesta incapacidad. Basta para caer en esta cuenta con echar una mirada mínimamente crítica al elenco de élites que lo constituyen; en el govern, o en la oposición que no lo es y que ni siquiera finge serlo. ¿Quién puede aceptar ser la infantería de semejante generalato? A muchos quizás les vaya el momio en ello, pero entonces estamos en lo de Samuel Johnson. ¿Pero y los otros?

En 1969, el sociólogo Lawrence J. Peter, elaboró una teorización sobre la incompetencia que se conoce como el Principio de Peter. Toda persona que va ascendiendo, nos dice, lo hará hasta ocupar un puesto para el cual es incompetente. Se puede entender también como la inexorable tendencia a alcanzar el nivel de incompetencia. Como la nata que sube hasta cortarse. El trabajo de verdad, mientras tanto, lo realizan aquellos que todavía no han alcanzado su nivel de incompetencia.

Emmanuel de Grouchy fue mariscal de Napoleón. Era un hombre que no reunía ninguna de las cualidades necesarias para ejercer las responsabilidades inherentes al cargo que tenía que desempeñar, más allá de su devoción y ciega fidelidad a Napoleón. En su mediocridad e incompetencia, Grouchy sería el Mr. Hyde del inefable Forrest Gump.

En vísperas de la batalla de Waterloo, Napoleón le encomendó el mando del cuerpo de ejército que debía separarse del grueso de las fuerzas para ir en busca del ejército prusiano, que estaba en camino para unirse a los ingleses, con la misión de interceptarlo. Estas eran sus órdenes. Y las cumplió a rajatabla. Hasta tal punto que, por su ciega y acrítica obediencia, fue el culpable de la derrota de su adorado jefe. Lo describe magistralmente Stefan Zweig en «Momentos estelares de la humanidad», en aquel minuto de Waterloo.

Grouchy no daba con los prusianos y todo indicaba que le habían sobrepasado. Ante esta evidencia, su estado mayor le sugirió que diese media vuelta y se dirigiera hacia el campo de batalla. Pero Grouchy tenía sus órdenes y no estaba dispuesto a moverse de ellas ni un milímetro. Y siguió buscando a los prusianos, para desesperación de sus oficiales. Mientras Grouchy seguía cumpliendo las órdenes de Napoleón, los prusianos llegaron a los campos de Waterloo en el momento decisivo y decidieron el resultado de la batalla.

No es que Grouchy no tuviera cintura; lo que no tenía era composición de lugar ni criterio; por esto no podía hacer otra cosa que obedecer ciegamente las órdenes que había recibido. No era el hombre adecuado para el cometido que se le había encomendado. Y aunque sea cierto que por entonces Napoleón ya no tenía a mano a los Murat, Junot, Massena o Bernadotte, no lo es menos que la culpa fue suya por entregarle el mando a un mediocre incapaz de ejercerlo con criterio. Y así le fue. La culpa no la tuvo Grouchy, sino quien le hizo mariscal de campo.

Hay muchos Grouchy sueltos por ahí. En política, sin ir más lejos, llevamos demasiado tiempo asistiendo al ascenso de mediocres cuyas únicas credenciales para el cargo que ocupan son su servilismo al jefe y la abnegada adscripción a su causa, en detrimento de otros más competentes, pero que precisamente por esto, serían en un momento dado capaces de dar un golpe de timón y corregir un rumbo que lleva al desastre.

Este es, sin ir más lejos, el caso del actual gobierno catalán. Fíjense en sus actitudes, sus declaraciones, su postureo… ¿Qué vemos? Gente encantada de haberse conocido y de una inanidad que desespera. Toda una cohorte de Grouchys que ha reventado al mismísimo principio de incompetencia de Peter, inflacionándolo hasta hacerlo añicos, y que nos está llevando hacia el despropósito en que ya estamos; pero no porque vayan a salirse o no con la suya, esto acaso sea lo de menos, sino por el irremediable daño que le han hecho ya a la sociedad sobre la que han proyectado su mediocridad y han corrompido su tejido social. Y esto es, hoy por hoy, irreversible.
Napoleón, en Waterloo, quizás ya no tenía demasiado para elegir y tuvo que optar por Grouchy. Excuso decir quién es el remedo de Napoleón que, pudiendo elegir, optó siempre, desde un buen principio, por aupar a los mediocres, para que así nadie le hiciera sombra. Claro que, a lo mejor, también el era un Grouchy.

dimecres, 1 de juny del 2016

Deberes y frivolidad



Vamos a dejar de lado las preguntas que unos niños y niñas de diez y once años puedan hacer a un candidato a la presidencia del gobierno en campaña electoral. Obviaremos también el, a mi entender, obsceno proceder mediático consistente en exhibir a un niño disfrazado de Pablo Iglesias –con perilla y coleta incluidas-, es decir, caracterizado a la manera del bombero torero y la banda del empastre, puesto como parodia de adulto para solaz de éstos. Un espectáculo digno de la peor América y sus concursos de modelos niñas. Un claro síntoma, no de infantilismo –los niños no tienen la culpa-, sino de la inmadurez de nuestra sociedad, por decirlo benévolamente.  

La noticia entre tanto esperpento es que Pablo Iglesias se ha comprometido a acabar con los deberes en Primaria. Muy bien, y el que diga que no, ya sabemos: un facha retrógrado. El programa educativo de Podemos siempre fue un truño, cierto, pero lo de la prohibición de los deberes ya es de juzgado de guardia, o de fiscalía de menores. Entre otras razones porque el profesor universitario Pablo Iglesias, experto en asuntos sociales y de desigualdad, debería saber que de prosperar tal medida, los más perjudicados serán los pobres y desamparados a los que tanto dice defender.

Si claro, si a mí me hubieran preguntado a los 11 años si quería que hubiera deberes, hubiera contestado sin reservas que no. Y lo seguiría contestando si tuviera 11 años. La estupidez es que venga el adulto y los prohíba para darme gusto.

Así se supone que nuestros niños serán más felices al ahorrarse la amargura y la indudable violentación de la voluntad que supone tener que hacer deberes. Hasta que se hagan adultos y ni puedan entender la estafa de que han sido objeto. Una cruel frivolidad. Tendrán acaso mucho espíritu crítico, pero nada que criticar.

Hablando de frivolidades, de espíritu crítico, y haciendo gala de un sentido de la perspectiva del que parece carecer Pablo Iglesias, decía Manuel Azaña evocando sus años de alumno, sus años de instrucción,:

“Quien posea menos humanidad que espíritu crítico, fallará adversamente si el primer encuentro de un mozo con lo grave
y lo serio de la vida se diluye en frívolos devaneos de colegio.
Tal sucede en mi narración. Trazándola pensaba yo haber elegido
un tema personal, de suerte que en vez de relegar al ocaso de
la profesión literaria el componer mis memorias habría empezado
(si empezar es esto) por escribirlas.

(Manuel Azaña, “El jardín de los frailes” (1921)

 
Más adelante, en la obra, Azaña no describe cómo funcionaba una educación destinada más a combatir la modernidad que a enseñar contenidos positivos (estudió con los agustinos del Escorial); reaccionaria en su sentido más originario, de reacción contra algo. Y cómo se les enseñaba a refutar a Kant en cinco minutos, o a Hegel. Hoy no hace falta que nadie se moleste en ello. El mismo Iglesias igual nos larga cualquier día en un debate de estos que Azaña fue «también» el autor de “La rebelión de las masas”. Y se queda tan pancho… Como con la "Ética de la Razón Pura" (sic) de un tal Kant.

Azaña llegaba a la conclusión, desde su propio, ahí sí, espíritu crítico amparado en su humanidad, en su formación, que era necesario arrebatarle a la Iglesia el poder que detentaba si se quería afrontar la necesaria reforma de la instrucción en España, ineludible primer paso para la regeneración del país.

En esto no sólo no han cambiado la cosa, sino que hasta ha empeorado. Ya no son sólo las cabezas tonsuradas –ahora sí, en expresión del autor de «La rebelión de las masas»- y sus refutaciones en cinco minutos de Kant, sino también esa otra iglesia laica de pusilánimes y resentidos que, igual que Millán Astray debió sentirse, como lisiado, muy reconfortado con una guerra que le igualó a tantos, se afanan en extender la mediocridad para que así la suya pase desapercibida.

Pero, querido Pablemos, sin deberes… ¿Hay derechos?