El patriotismo, además de ser
el último refugio de los canallas, en la frase de Samuel Johnson, debe de ser
sin duda también, como el amor, ciego. Con ello no estoy diciendo que todos los
patriotas sean canallas, ni que todos los canallas sean patriotas, sino simplemente
que, dada la condición de canalla, es un inmejorable puerto en el que recalar.
Al abrigo de los vientos de la racionalidad, permite atizar el fuego de las
emociones que lo fundamentan en provecho propio.
Y ciego, acaso como todos los
tipos de amor, pero muy especialmente este del amor a la patria, que como el de
madre aunque el hijo sea un adefesio, sigue viendo en él al Adonis que le
hubiera gustado que fuera.
Sólo así se puede entender la obstinada
reciedumbre con que los feligreses del Procés siguen, prietas las filas,
entregados a unos dirigentes cuya mezquindad sólo es comparable a su manifiesta
incapacidad. Basta para caer en esta cuenta con echar una mirada mínimamente
crítica al elenco de élites que lo constituyen;
en el govern, o en la oposición que
no lo es y que ni siquiera finge serlo. ¿Quién puede aceptar ser la infantería de
semejante generalato? A muchos quizás les vaya el momio en ello, pero entonces estamos
en lo de Samuel Johnson. ¿Pero y los otros?
En 1969, el sociólogo Lawrence
J. Peter, elaboró una teorización sobre la incompetencia que se conoce como el
Principio de Peter. Toda persona que va ascendiendo, nos dice, lo hará hasta
ocupar un puesto para el cual es incompetente. Se puede entender también como
la inexorable tendencia a alcanzar el nivel de incompetencia. Como la nata que
sube hasta cortarse. El trabajo de verdad, mientras tanto, lo realizan aquellos
que todavía no han alcanzado su nivel de incompetencia.
Emmanuel de Grouchy fue
mariscal de Napoleón. Era un hombre que no reunía ninguna de las cualidades
necesarias para ejercer las responsabilidades inherentes al cargo que tenía que
desempeñar, más allá de su devoción y ciega fidelidad a Napoleón. En su
mediocridad e incompetencia, Grouchy sería el Mr. Hyde del inefable Forrest Gump.
En vísperas de la batalla de
Waterloo, Napoleón le encomendó el mando del cuerpo de ejército que debía
separarse del grueso de las fuerzas para ir en busca del ejército prusiano, que
estaba en camino para unirse a los ingleses, con la misión de interceptarlo.
Estas eran sus órdenes. Y las cumplió a rajatabla. Hasta tal punto que, por su ciega y
acrítica obediencia, fue el culpable de la derrota de su adorado jefe. Lo
describe magistralmente Stefan Zweig en «Momentos estelares de la humanidad»,
en aquel minuto de Waterloo.
Grouchy no daba con los
prusianos y todo indicaba que le habían sobrepasado. Ante esta evidencia, su estado
mayor le sugirió que diese media vuelta y se dirigiera hacia el campo de
batalla. Pero Grouchy tenía sus órdenes y no estaba dispuesto a moverse de
ellas ni un milímetro. Y siguió buscando a los prusianos, para desesperación de
sus oficiales. Mientras Grouchy seguía cumpliendo las órdenes de Napoleón, los prusianos
llegaron a los campos de Waterloo en el momento decisivo y decidieron el
resultado de la batalla.
No es que Grouchy no tuviera
cintura; lo que no tenía era composición de lugar ni criterio; por esto no
podía hacer otra cosa que obedecer ciegamente las órdenes que había recibido.
No era el hombre adecuado para el cometido que se le había encomendado. Y
aunque sea cierto que por entonces Napoleón ya no tenía a mano a los Murat,
Junot, Massena o Bernadotte, no lo es menos que la culpa fue suya por
entregarle el mando a un mediocre incapaz de ejercerlo con criterio. Y así le
fue. La culpa no la tuvo Grouchy, sino quien le hizo mariscal de campo.
Hay muchos Grouchy sueltos por
ahí. En política, sin ir más lejos, llevamos demasiado tiempo asistiendo al
ascenso de mediocres cuyas únicas credenciales para el cargo que ocupan son su
servilismo al jefe y la abnegada adscripción a su causa, en detrimento de otros
más competentes, pero que precisamente por esto, serían en un momento dado
capaces de dar un golpe de timón y corregir un rumbo que lleva al desastre.
Este es, sin ir más lejos, el
caso del actual gobierno catalán. Fíjense en sus actitudes, sus declaraciones,
su postureo… ¿Qué vemos? Gente encantada de haberse conocido y de una inanidad
que desespera. Toda una cohorte de Grouchys que ha reventado al mismísimo
principio de incompetencia de Peter, inflacionándolo hasta hacerlo añicos, y que
nos está llevando hacia el despropósito en que ya estamos; pero no porque vayan a
salirse o no con la suya, esto acaso sea lo de menos, sino por el irremediable daño que le han hecho ya a la
sociedad sobre la que han proyectado su mediocridad y han corrompido su tejido
social. Y esto es, hoy por hoy, irreversible.
Napoleón, en Waterloo,
quizás ya no tenía demasiado para elegir y tuvo que optar por Grouchy. Excuso
decir quién es el remedo de Napoleón que, pudiendo elegir, optó siempre, desde
un buen principio, por aupar a los mediocres, para que así nadie le hiciera
sombra. Claro que, a lo mejor, también el era un Grouchy.
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