dijous, 23 de novembre del 2017

El "Procés": ficción y realidad


Siempre me ha parecido que el «procés» y sus personajes resultan mucho más evocables cinematográficamente que literariamente. Literariamente lo primero que le viene a uno es Valle-Inclán y lo que hubiera podido hacer de haber conocido el tema. Pero bien mirado, hay en el esperpento una cierta dimensión trágica de la vida que no acaba de encajar con la estética del «procés». Acaso porque sus protagonistas más notorios no precisen de énfasis alguno en la necesaria caricaturización literaria que requiere cualquier forma de parodia. Piensa uno en Max Estrella, en Tirano Banderas o en el inefable Bradomín, y la verdad, hay algo de real en cada uno de ellos que contrasta con la irrealidad histriónica de Puigdemont, Junqueras o, sin ir más lejos, del tándem «Rull & Turull». Frente a personajes literarios de primera fila como los citados, se les ve carentes de entidad, como impostados. No sé… tal vez literariamente encajarían en los dramas bufonescos de Gozzi, o en las sátiras de Sharpe, pero no en el noble género del esperpento.
En cambio, sí lo veo mucho más claro cinematográficamente, o como serie televisiva. Berlanga hubiera podido sin duda sacarle mucho partido, y los Hermanos Marx también. Boadella, sí, acometió la tarea en el teatro muchos años antes de que se iniciara la fase actual del «procés»… pero sin desmerecer a los anteriores, me quedo con los Monty Python. ¿Se imaginan por un momento a Graham Chapman en el papel de Puigdemont, a John Cleese en el de Artur Mas, a Michael Palin en el de Marta Rovira,  a Terry Jones alternándose en los de Pujol, Junqueras, Forcadell y «Rull & Turull», y a Eric Idle en el de Lluis Llach cantando «L’Estaca» en versión “…always look on the bright side of life”, todos ellos dirigidos por Terry Gillian y el propio Jones? Solo de pensarlo ya le viene a uno la risa. ¡Qué gran obra maestra nos hemos perdido!
Una lástima que Graham Chapman lleve muerto casi treinta años, y que el resto de los Python ya no estén para muchos trotes. Claro que, bien mirado, también es posible que no le hubieran encontrado materia parodiable al «procés» ni a sus protagonistas, porque en su irrealidad constitutiva ya son una representación que no admite parangón, impidiendo con ello cualquier tipo de creatividad al llevarla a la ficción; porque sus personajes ya son en sí ficciones y el «procés» ya es la obra representada. Y no hay nada que satirizar porque ya es una caricatura perfecta interpretada por caricatos igual de perfectos.
Dicho en otras palabras, la ficción literaria o cinematográfica interpreta la realidad desde un determinado punto de vista y perspectiva. Un autor puede escribir una obra sobre Julio César, sobre Jesucristo o sobre el rey Arturo, enfatizando en cada caso algunos aspectos del personaje que le interesen especialmente según el mensaje que quiera transmitir y la naturaleza de dicho menaje, ensalzándolo o satirizándolo, enalteciéndolo o caricaturizándolo. Sería el caso del Julio César de Shakespeare o del que aparece en las historietas de Astérix; o del Jesucristo de la ‘Historia más grande jamás contada’ y el de su réplica en ‘La vida de Brian”; o del rey Arturo que nos presenta ‘Excalibur’ y el de ‘Los caballeros de la mesa cuadrada’…
¿Pero quién podría interpretar a «Rull & Turull» o a Puigdemont sin que pareciera una mala copia del original? Una caricatura procede de un modelo al que se ridiculiza enfatizando sus aspectos más grotescos ¿pero qué hay de caricaturizable en un modelo que ya es una caricatura? ¿Qué podría hacerse con estos tipos que no hayan hecho y sigan haciendo ellos mismos en sus propias autointerpretaciones? Nada. Como suele decirse, llovería sobre mojado y cualquier intento de interpretación resultaría artificioso. Porque lo irreal, la ficción, es una copia deformada de la realidad a la que pretende representar, pero si lo que se pretende caricaturizar es ya una caricatura, el invento no funciona. Y es que, desde luego, estamos en uno de aquellos casos en que la realidad supera cualquier posible ficción.
La belleza estética en una obra de arte no implica en absoluto que fuera igual de bella en caso de convertirse la representación en real. Los borrachos de Velázquez son sin duda alguna estéticamente bellos como obra de arte, pero como seres reales resultarían repugnantes. También el «procés» y sus personajes podrían resultar bellos como obra de arte. Pero desmintiendo a Pigmalión, si la estatua se vuelve real puede no solo perder su belleza, sino incluso resultar aborrecible. Aun así ¡cómo nos hubiéramos reído de haber sido el «procés» una obra de ficción! Lástima que no lo sea.

dimecres, 15 de novembre del 2017

¿Pero hubo alguna vez 155?


Ahora resulta que la famosa declaración de independencia no era tal porque en el propio texto se establecía que tal disposición no tenía efectos jurídicos. Es decir, que se trató de un simulacro que, por otro lado y dicho sea de paso, ayuda a entender los avinagrados semblantes que exhibían los protagonistas de la proclamación en la desangelada celebración que le siguió. Pero entonces cabe preguntarse si, ya que no hubo declaración de independencia, acaso tampoco haya habido aplicación del artículo 155, o si ésta ha sido tan testimonial y carente de efectos como la independencia que pretendía evitar.

Porque si al final va a resultar que a unos les ponía esto de la independencia y les hacía «ilu» declararla solemnemente con todo el boato y parafernalia propias del caso, aunque no fuera real, sino mero teatrillo, solo para darse el gusto, entonces también cabe pensar que a los otros el cuerpo les pedía una aplicación del 155 igualmente pomposa, pero no menos vacua. Algo surrealista, sin duda, y más propio de algún numerito del tan añorado teatro chino de Manolita Chen que de políticos en ejercicio, pero es lo que hay. No se le pueden pedir peras al olmo; y tampoco deberíamos olvidar que, aun en cualquiera de sus proteicas manifestaciones, estamos al fin y al cabo en España.

Y es que más allá del ámbito meramente virtual en el que algunos parecen irremisiblemente atrapados, lo cierto es que las cosas no hay que valorarlas ni medirlas tanto por sus contenidos declarativos, como por sus resultados; o sea, por las consecuencias que acarrean. ¿Y qué ha ocurrido realmente? Pues a ver, no mucho más que si Puigdemont, en vez de proclamar la república, hubiera convocado las elecciones anticipadas que, en su lugar, ha convocado Rajoy. Sí, se han suprimido algunas agencias propagandísticas de la Generalitat y los miembros del govern y algunos de sus altos cargos de confianza han sido cesados sin el protocolario agradecimiento por los servicios  prestados ¿pero por lo demás, qué?

Los medios afines y adictos al nacionalismo siguen bramando como si tal cosa, aunque es verdad que no deja de percibirse una latente insatisfacción estupefacta por el hecho de poder seguir haciéndolo, acaso conscientes del quebranto que esto supone para su propio relato. Tampoco en la Administración de la mayoría de consejerías de la Generalitat se detectan cambios. Siguen los mismos y con los mismos e indisimulados carnets de partido de siempre. Eso sí, no hay vértice en las cúspides, pero eso, más que preocupar al personal, incluso acrecienta sus ambiciones a ocuparlas, y en ello andan ahora mismo. Sé de lo que hablo, no es una mera figura retórica.

Y cuidado, que lo del encarcelamiento de algunos y el bufonesco exilio belga de otros, será políticamente todo lo discutible que se quiera, pero no es cosa del 155, sino de los tribunales de justicia; en principio, hubiera ocurrido lo mismo de haber sido Puidmemont el que hubiera convocado elecciones anticipadas. Aunque en este supuesto la causa judicial no hubiera recaído en la Audiencia Nacional, sino en el Supremo, y ahora estaría muy probablemente en la calle y como presidente en funciones de la Generalitat.

Al final, los únicos que van a experimentar algún tipo de pérdida material en todo este embrollo formal/virtual serán las cándidas almas a las cuales, por su participación en la huelga el día 8 de noviembre, convocada por un sindicato virtual cuyas siglas seguramente ni conocían, se les detraerá el jornal de este día. Más bien pocos, por otro lado, porque trabajadores, lo que es trabajadores, brillaron más bien por su ausencia en tan gloriosa jornada.

Y sin duda también perderán algo, electoralmente en este caso, si es que hay justicia cósmica, Ada Colau y sus palmeros. De veras que lo siento por los exégetas de la Sra. Colau, siempre buscando en sus designios algún arcano que avale su presunto genio político… en vano. Decía Lincoln que se puede engañar a todos por un tiempo, y a algunos todo el tiempo, pero nunca a todos todo el tiempo. Y es que de la basura no hay exégesis posible.
Hace unos años (1991), Jean Baudrillard (1929-2007) prolamó que la guerra del golfo  no tuvo lugar. Hasta escribió un ensayo para demostrarlo. No sé yo si dicho conflicto sucedió realmente o no, no estuve allí. Tampoco la información que recibí sobre el transcurso de esta guerra, aunque parezca refutar sin paliativos que no tuvo lugar, me autoriza a dudar de la dilección de tan insigne pensador. Pero sí he estado aquí, y aplicando el mismo cuento, ya que no hubo declaración de independencia, entonces tampoco ha habido 155. Acaso solo simulacros y amagos. Juegos de ilusiones y con las ilusiones (de los demás). Nada más.

dimecres, 8 de novembre del 2017

Estado de derecho, y del revés


Algunos parecen pensar que el estado de derecho, por el hecho de serlo, ha de ser gilipollas. Es decir, que no ha de adoptar nunca y bajo ningún supuesto medidas coercitivas o represivas. Tal opinión puede deberse a la simple ingenuidad, a la confusión con estado débil o fallido, o a una instrumentalización de esta idea como pretexto. Otros, incluidos en el grupo anterior en cualquiera de sus variantes, parecen haber confundido el «procés» con un juego de estrategia de ordenador en el cual, si no me gusta cómo se me están poniendo las cosas, puedo retroceder tres o cuatro turnos, y aquí no ha pasado nada. Y en la realidad las cosas no funcionan así.
Tampoco deberíamos creer a pies juntillas en la imparcialidad de los jueces; tienen también, después de todo, su corazoncito, sus emociones y sus afinidades, sus filias y sus fobias. Una cosa es la justicia y otra sus representantes, seres humanos al fin y al cabo. Igualmente, que el poder judicial sea independiente del poder ejecutivo es algo propio del estado de derecho, sí, pero también una sentencia judicial acertada desde el punto de vista estrictamente jurídico que implique consecuencias políticas, acaso graves, puede ser en la práctica una imprudencia y acarrear consecuencias indeseables; es decir, puede ser un error político.  Y si esto ocurre, como pienso que está ocurriendo, entones algo serio está fallando. Me explico.
Admitamos que en España hay una exquisita separación de poderes, lo cual es mucho admitir, de acuerdo. No se trata tampoco, ni mucho menos, de que un político, por ejemplo, por el hecho de serlo, pueda transgredir la ley y pasársela por el arco de triunfo cada vez que se le antoje; sino de la prudencia que en un contexto político de crispación y crisis, se supone que debería presidir el criterio judicial. Un criterio de prudencia que también es aplicable a cualquier otra decisión judicial. Por esto y para esto, precisamente, el estado de derecho confiere a los jueces unos márgenes de discrecionalidad en la aplicación de las leyes en sus autos y sentencias.
En el cado que nos ocupa, lo primero que sorprende es la diferencia de criterio en la aplicación de estos márgenes de discrecionalidad entre la decisión de la jueza de la Audiencia Nacional y los magistrados del Tribunal Supremo. Ante los mismos supuestos delictivos, la Audiencia fijó prisión y el TS aplazó la vista con libertad condicional, al menos de momento. No parece coherente. Pero pongamos otros ejemplos que no susciten tantas pasiones, que tal vez ayuden a entender a qué m refiero.
Hace unos años, el por entonces juez de la Audiencia Nacional, Baltasar Garzón, retuvo detenido en España al ex dictador chileno Pinochet, aprovechando una escala técnica que hacía en Barajas, por unas causas abiertas desde España contra él por alguno de sus múltiples crímenes. Sin duda una acción encomiable y ajustada a derecho ¿Pero se hubiera procedido igual con el exmandatario de alguna gran potencia  si sobre él pesara, no sé, alguna acusación de genocidio o incluso de acoso sexual? ¿Contra George Bush Jr por su implicación en la guerra de Irak o con Margaret Tatcher por la suya en la de las Malvinas? Es solo un supuesto, claro. No hay ninguna orden de búsqueda y captura contra los citados, y Tatcher ya falleció. Pero la pregunta es si se hubiera procedido igual bajo este supuesto, y me parece evidente que la repuesta es que no.
Y no se trataría de si se lo merecía o no el detenido en cuestión, ni de si se obraba de acuerdo a derecho, sino de que a nadie en sus cabales se le ocurriría detener a un ex presidente de la primera potencia mundial, a menos que su propio país lo reclamara. Entre otras razones, por las nada desdeñables consecuencias que iba a acarrear. Los EEUU, en cambio, sí lo harían con toda probabilidad en el mismo caso a la inversa. Ya lo han hecho. Las razones son obvias y sería insultar a la inteligencia de los lectores enumerarlas ahora.
No se me malinterprete. Aplaudí que se detuviera al sanguinario dictador Pinochet, y si algo deploro es que  no diera con sus huesos en la cárcel hasta el fin de sus días. Por cierto, que la posterior inhabilitación de Garzón no es que dijera mucho de la independencia del poder judicial respecto al político. Y no fue Garzón el único. De modo que cuidado con la independencia de la justicia, porque tampoco, y aparte de los muchos casos que la ponen en tela de juicio –valga la redundancia-, y por acá no escasean, es que sea tan ciega, incluso en casos plenamente ajustados a derecho. Veamos ahora qué ha ocurrido aquí con Junqueras y compañía.
La grotesca huida de Puigdemont –que por cierto da una idea muy cabal de sus escasos redaños- había dejado grogui al «procés». La aplicación del 155 no parecía que fuera a suscitar grandes animosidades más allá de las previstas y muy a la baja. La convocatoria de elecciones en un plazo tan breve –sin duda un acierto político- dejaba a la plana mayor independentista desacreditada ante sus propios parroquianos y víctima de sus propias contradicciones e incompetencias. Con el general en jefe y la mitad de su estado mayor poniendo los pies en polvorosa a las primeras de cambio, y con la otra mitad que se quedó poniéndosele cara de huevo, no es que los augurios para semejante armada fueran precisamente muy halagüeños. Durante un breve lapso de tiempo, hasta se respiró un ambiente de tranquilidad que hacía tiempo que no teníamos la ocasión de disfrutar en Cataluña. Se constataba, además, contra lo que sus pregoneros proclamaban, que todo el «procés» había sido un movimiento inducido y dirigido desde arriba hacia abajo, y no al revés, como sostenían los implicados.
Y resulta que estando citados por los mismos cargos y acusaciones en el mismo día ante el TS, unos, y ante la Audiencia Nacional, otros. El primero concede un aplazamiento de la vista a la vez que retira el pasaporte y pone bajo control policial a los encausados, mientras que la segunda decreta prisión incondicional para los suyos –con la excepción de Vila, que se había desmarcado a última hora-. ¿A qué obedece esta diferencia de criterio?
Sin duda se dirá que obedece precisamente a uso de los márgenes de discrecionalidad que, de acuerdo con su propio criterio e interpretación, hicieron de las mismas acusaciones la sala del Supremo y la jueza de la Audiencia, respectivamente. El resultado, unos en libertad, los encausados por el Tribunal Supremo, y otros en la cárcel, los de la Audiencia; al margen de los fugados, claro.
Admitamos que ambos criterios se ajustan a derecho, con independencia de lo opinión que nos merezcan. Pero lo cierto es que con el encarcelamiento, se le ha dado al independentismo el oxígeno que necesitaba, precisamente cuando estaba al borde de la asfixia, víctima del exceso de CO2 que sus propias bombonas contenían; es decir, de sus propias contradicciones y marrullerías.
¿Es esta una actuación inteligente por más ajustada a derecho que pueda ser? Pues inteligente, la verdad es que ciertamente no lo parece. A menos que no haya también intencionalidades políticas implícitas. Porque por más independiente que deba ser el poder judicial, los márgenes de discrecionalidad en la toma de decisiones dependen, ante las mismas acusaciones, de valoraciones que no excluyen per se la dependencia de criterios, por ejemplo, de orientación política o simplemente subjetivos. Y cuando una decisión judicial, ya sea ciegamente atenida a criterios legales o escudriñando por el rabillo del ojo, tiene claras y graves implicaciones políticas, se le está jugando una mala pasada al estado de derecho, por el revés de sus propios ropajes.
¿No hubiera sido más coherente, y sobre todo, más inteligente, proceder como el Supremo, dejarlos en libertad condicional vigilada y arremeter contra los fugados? Pienso que sí, pero es lo que hay, y así ahora la volvemos a tener liada.