Un error muy común entre
pedagócratas y políticos es el de valorar los sistemas educativos y sus
resultados sin distinguir conceptualmente entre dos niveles de crítica -o de
análisis- situados en planos cualitativamente distintos y que sólo cabe subsumir
en valoración global a modo de síntesis aditiva, pero nunca como síntesis
productora de propiedades no reductibles a uno u otro ámbito. Me refiero al
plano de lo académico, por un lado, y al de lo social, por el otro.
Hace ya unos cuantos años, asistí
a la conferencia de un alto cargo del Ministerio de Educación que venía a
Barcelona para promocionar la LOE que el gobierno Zapatero estaba, por entonces, a punto de pergeñar.
Huelga decir que el personaje en cuestión era sobradamente conocido por su anterior
implicación en la elaboración de la LOGSE y por su adscripción a todos y cada
uno de sus postulados, así como por algún que otro lucrativo negocio educativo a
la vera del poder. La conferencia fue un auténtico modelo de manual en lo
referente a esta indiscriminación entre uno y otro plano de análisis.
Su primera y
fundamental apelación, alrededor de la cual versó el resto de la
ponencia, fue de carácter sentimentaloide con incorporaciones de mala
conciencia. Nacido en 1950, nos describió el escaso porcentaje de población que
iniciaba en aquellos tiempos los estudios de Bachillerato -entre los cuales
estaba él, claro- y cómo este porcentaje se iba reduciendo progresivamente al
concluir Bachillerato elemental -a los 13 años-, el superior -a los 17- y así
hasta la Universidad. A continuación, vino la revelación: ahora, con la LOE que
estaba preparando el gobierno, todo el mundo podría estudiar Bachillerato. ¡Pues
qué bien! ¡Claro! ¿Quién iba a objetar nada?
Es, con franqueza, el caso
más ignominioso que he visto de capciosa indiscriminación entre el plano de lo
social y el de lo académico. Veamos.
Un sistema educativo puede
ser académicamente de calidad y ser, en lo social, elitista y segregador. Igualmente, puede ser en lo social muy abierto, pero académicamente muy malo. Su
calidad académica dependerá de varios factores, entre los cuales cabe destacar
el índice de enjundia intelectual de la sociedad en que dicho sistema está
incardinado. Es decir, el nivel y la calidad de los conocimientos científicos,
filosóficos, artísticos, tecnológicos etc. que estén a disposición de dicha
sociedad y en condiciones de transmitir a las siguientes generaciones. Hasta
aquí el plano académico.
Pero la transmisión de
dichos conocimientos, muy especialmente en lo tocante a quienes deberán ser sus
futuros destinatarios y receptores, no depende de lo académico, sino de la
estructura social de la sociedad en cuestión. Una sociedad puede estar en
disposición de buenos niveles, por ejemplo, en ingeniería aeronáutica, pero el
acceso a estos conocimientos puede estar restringido socialmente a un
determinado sector. Que sea de una forma u otra dependerá a su vez de la
estructura de esta sociedad. Pero siempre habrá algo en el plano de lo social que
dicha sociedad deberá resolver: el criterio de selección.
En estado puro,
encontraríamos dos posibles criterios de selección, el intelectual i el social.
En el intelectual el criterio de selección sería la acreditación para el
ejercicio de una determinada función en un contexto de meritocracia, entendida
en el sentido platónico de aristocracia, los mejores en cada caso y para cada
cosa.
El criterio social de
selección primaría, en cambio, pero sin que el criterio de competencia tenga
que verse necesariamente omitido -aunque a veces sí- digamos a los mejores de
entre un determinado sector o clase social que es la que, a partir de una
acceso socialmente restringido a determinados conocimientos, conforma el único
sector en disposición de ellos. Y de ocupar los puestos a que dan acceso.
Es cierto que el sistema de
selección social es el que se ha dado a lo largo de la historia
mayoritariamente y muchas veces en estado casi puro. Pero lo que hemos conocido
recientemente, al menos en occidente y desde la revolución industrial y la
generalización de la escolarización por imperativos objetivos, son modelos de
selección híbridos en que según el caso, tienden más a
la selección social o a la intelectual.
Y es precisamente en las
sociedades «realmente existentes», cuya complejidad es constitutivamente
incompatible con los modelos puros, donde adquiere relevancia un concepto que,
ni en el estado aristocráticamente intelectual platónico -que me perdone Platón
por vulgarizarle y, en parte también, por traicionarle-, ni en los modelos
exclusivistas de selección social o de casta, tendría demasiado sentido: el
concepto de igualdad de oportunidades. Ello entendiendo, claro, que dicha
igualdad de oportunidades es un punto de partida, nunca un punto de llegada. Que
uno, con independencia de la extracción social de la que provenga, pueda tener
acceso a la formación que, de acuerdo con sus capacidades y sus preferencias,
quiera llegar a tener y esté dispuesto a esforzarse para conseguirla.
Y ahora, volviendo a lo
académico, lo que está claro es que cualquiera que ande sobre un puente desea
que, sea cual sea el origen social del ingeniero, no se derrumbe a su paso.
Cuando el alto cargo
ministerial de la conferencia afirmaba que cualquiera podría
acabar el bachillerato o una carrera universitaria, lo que estaba diciendo era que el título de
bachillerato se iba prácticamente a regalar a partir de una rebaja generalizada
de contenidos y niveles de exigencia. Con ello, no sólo estaba negando que
fuera a haber ningún tipo de selección, sino que afirmaba además que la igualdad
de oportunidades se había invertido conceptualmente y ahora significaba un
punto de llegada, no de partida.
Pero el problema de este
buenismo rousseauniano anti-ilustrado es que, se quiera o no, la sociedad es
selectiva. Y si la selección no es intelectual, será inevitablemente social. Más allá de su ramplona jerga pedagógica, el modelo de la LOGSE ha propiciado un modelo de selección social porque, al proscribir cualquier tipo de selección intelectual, sólo el que disponga de recursos económicos podrá pagarse una buena formación. Lo
que la LOGSE hizo con los pobres fue decirles "Nos preocupéis, todos tendréis el Bachillerato", sin
decirles "Pero no os servirá de
nada".
Magnífica radiografía de la realidad académica que vivimos. Lástima que lo que viene no vaya a superar el problema social de que la falta de medios económicos supone una formación peor. En ese sentido, seguiremos como estamos. Quién sabe, tal vez peor, pues la ley de la selva suele producir demasiadas víctimas y daños colaterales. Enhorabuena por el acierto (como es costumbre en este blog).
ResponEliminaEspléndido el artículo, Xavier. En relación con "lo social", resulta cansino ver cómo se trata al pobre de idiota. Parece que la única forma de que una persona sin recursos pueda prosperar socialmente a través de la educación sea ponérselo muy fácil. La exigencia intelectual y el esfuerzo son el mejor filtro que puede haber para que los mejores lleguen más lejos (entiendo por mejores no solo aquellos que más capacidad tienen sino también, y sobre todo, aquellos que más demuestren merecerlo). Y esto no depende de la clase social de la que se proceda. Lo deprimente es que haya sido la izquierda la que con mayor entusiasmo ha enarbolado la bandera de la mediocridad.
ResponEliminaDecía Antonio Muñoz Molina en un brillantísimo artículo titulado "Memoria crítica" y publicado en El País: “En España algo que nunca ha faltado son los defensores de la ignorancia. Tradicionalmente, solían pertenecer a los gremios más reaccionarios, y por lo tanto más interesados en la sumisión analfabeta de las mayorías. Nada como la ignorancia para asegurar la fe en los milagros y la reverencia hacia los terratenientes, y para asegurarles a estos las masas de jornaleros dispuestos a trabajar a cambio de salarios de limosna en sus latifundios, y en caso necesario a dejarse poner uniformes y a servir de carne de cañón en las guerras, marcando el paso en los desfiles ante el Santísimo y la bandera a los sones de un pasodoble patriótico. Predicadores de los catecismos socialistas utópicos del siglo XIX alentaban con una misma elocuencia las cooperativas obreras y la instrucción pública, y las primeras mujeres rebeldes que reclamaban la igualdad con valentía inaudita celebraban el aprendizaje y el conocimiento como herramientas necesarias para conseguirla.” (...) "Una de las sorpresas más desagradables de la democracia fue que la izquierda abandonara su viejo fervor por la instrucción pública para sumarse a la derecha en la celebración de la ignorancia. Y así se ha dado la paradoja de que al mismo tiempo que se cumplía el sueño de la escolarización universal triunfaba una sorda conspiración para volverla inoperante. La izquierda política y sindical decidió, misteriosamente, que la ignorancia era liberadora y el conocimiento, cuando menos, sospechoso, incluso reaccionario, hasta franquista."
http://cultura.elpais.com/cultura/2013/03/26/actualidad/1364312572_805278.html
Un abrazo