Si toda España en su
conjunto es Wonderland y la vía
catalana hacia el ridículo se fundamenta en el sólido modelo de «Una tarde en el circo», no es menos
cierto que la que la vía española hacia su propio ridículo bebe de fuentes
más castizas. Hubiéramos podido apelar a «To be
or not to be», donde un atrabiliario primer actor mediocre se empeña en
representar un papel para el que no sirve, con lo cual, excepto entre su propia
tramoya, es objeto de mofa y befa por parte de todo el mundo. Pero no, a España
lo que le va son las mojigangas. O a sus políticos, porque de ellos estamos
hablando, españoles o catalanes. Ciertamente, lo de Cataluña tiene tela, pero
lo de España es la banda del empastre.
La primera obligación de todo
político es conocer la realidad. Y el gran problema de España, o el de sus
dirigentes desde la noche de los tiempos, es que jamás han tenido el menor
interés por conocerla; sólo se han preocupado por imponer sus propias ficciones.
Lo intentaron en el mundo en su momento, y salieron trasquilados y con el rabo entre
las piernas... Sólo quedó el orgullo enrocado en contumacia, que sigue despreciando la realidad
y pretende seguir imponiendo la propia en los escasos pagos donde todavía
esté en su mano. Sólo así puede entenderse que un primer ministro de ribetes
tan bananeros como Picardo siga mofándose de España ante sus propias narices,
incumpliendo tratados cada vez que le viene en gana, mientras tanto ésta, de
puertas adentro y víctima de sus complejos exteriores, se mantiene en una hermética cerrazón que no contribuye sino a coadyuvar
en el crecimiento de un problema que sigue sin quererse ver en su auténtica
dimensión.
No puede saberse si su
actitud responde a cálculo, a displicencia o a incapacidad, pero lo cierto es
que hasta ahora a Rajoy le ha ido bien la táctica de obviar el problema catalán
dejando que se cociera en su propia salsa. Sin embargo, el plato que empieza a
adivinarse como resultado de tal cocción cada vez sugiere con más urgencia que, de no condimentarse adecuadamente, acaso le resulte muy indigesto.
Hay que mover pieza. No sirve con atrincherarse en una Constitución inamovible
para según qué; y no sirve por una elemental cuestión de pragmatismo histórico.
Cuando hay un problema hay que afrontarlo.
En este país se ha optado
demasiadas veces por guardar en un cajón sin fondo problemas cuya simple
alusión resultaba engorrosa; o por atajarlos a sacco, con los trágicos resultados de sobra conocidos. Problemas que
resurgen una y otra vez, acaso como némesis histórica de algún pecado original aún por
expiar. Y en Cataluña hoy hay un problema. Ignorarlo apelando a la
Constitución, castigar presupuestariamente al territorio rebelde -o sea, a su
población-, fomentar el anti catalanismo con el que tanta demagogia de baja
estofa se ha practicado o, esperemos que no, «resolver» descerebradamente el
problema manu militari frente a una hipotética secesión unilateral,
nada, nada de esto contribuirá a solucionar el problema, sino en todo caso a
agravarlo.
Más allá de la mediocridad
política de los dirigentes nacionalistas catalanes, de su ramplonería
intelectual o de sus veleidades cleptocráticas -que en ninguna de estas "cualidades" nada tienen que envidiar
a sus colegas de allende el Ebro-, lo cierto es que está calando un mensaje muy
claro, y a la vez simplón, entre amplias capas de la población catalana, que se
considera injuriosamente discriminada respecto a la del resto de España. Que
esto esté fundamentado o no, es otro problema; que hay base, sin duda alguna porque el problema está ahí. El recurso al tópico no es una
especialidad estrictamente catalana, sino muy ampliamente difundida por toda la
geografía española. El problema es que así lo ve un amplio sector de la
población, y en política, lo que prima es la realidad.
Es un problema político
y, como tal, hay que afrontarlo políticamente. Más allá de esto, que Cataluña
sea sujeto político o no, que lo diga la Constitución, el Estatut o el Sursum Corda, son discusiones bizantinas
que alejan la realidad como el avestruz que esconde la cabeza bajo el ala aleja
al leopardo.
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