Por
supuesto que el aparato del Estado seguirá en pie, pero no ya como institución
desde la cual se impulsan políticas, sino como simple aparato administrativo
gestor de lo cotidiano y subordinado al sistema que le ha relegado a dichas funciones
meramente instrumentales. En la Europa de la zona euro es donde de forma más
evidente se manifiesta esta relegación del Estado: desde que el mundo es mundo,
una moneda común a un ámbito geográfico determinado requiere de un estado
detrás de ella que actúe en este mismo ámbito geográfico. En la zona euro, en
cambio, los estados perdieron sus respectivas soberanías sobre las monedas de
sus respectivos territorios, pero, y esto es lo más importante, sin que de
dicha soberanía haya habido dación alguna
a alguna otra superestructura estatal o macroestatal. Lo único, estructuras de
simple gestión burocrática. Porque un banco central sin un Estado detrás no es
un banco central, sino una broma...o ley de la selva; el estado de naturaleza prehobbesiano. Precisamente lo
que la institución del Estado se supone que debía corregir, modular y
vehicular.
Con
los ministerios de economía convertidos en simples agencias de contabilidad y
con la macroeconomía, o la antigua economía política, devenida en teología, uno
se siente hoy ante los bancos como se sentía un medieval ante las catedrales. Y
percibe a los «mercados» como el medieval percibía a Dios: a través del brazo
secular que interpreta y aplica sus directrices. Y exactamente del mismo modo
que en la teocracia medieval la posibilidad de un ateo era impensable, porque
no era de fe de lo que se trataba, tampoco hoy, dentro de la teología
mercadocrática es posible contemplar o concebir la negación (dialéctica) del
sistema, sino simplemente sus constantes metamorfosis como característica
constitutiva del mismo, sin solución de continuidad.
Volvamos
ahora a nuestra ucronía e imaginemos que la actual situación de crisis se
estuviera dando tal cual se está produciendo en nuestro presente, pero sin la
caída del muro de Berlín en 1989 de por medio, dando por supuesto que tampoco
se hubiera producido ninguna de sus secuelas. Y tal como está ocurriendo, con
los «mercados» imponiéndoles a los
Estados la liquidación de los sistemas de protección social que habían sido su
carta de naturaleza durante los últimos setenta años.
Una
crisis exteriorizada como la actual, vivida como se está viviendo la actual,
hubiera producido, casi con toda seguridad, en un contexto de guerra fría,
efectos muy distintos a las medidas de recorte presupuestario y liquidación del
estado del bienestar que hoy se nos está vendiendo como insoslayable. Ya hemos
comentado como, por ejemplo, la crisis del 73 no significó ningún retroceso
serio en el estado del bienestar, sino hasta incluso en algunos casos un
avance.
Para
empezar, partiremos en primer lugar de la base según la cual la actual crisis
actual no es más que un subterfugio para imponer un determinado tipo de
reestructuración más adecuada a los requisitos propios de la lógica del
sistema. Ello pasa necesariamente por la liquidación del estado del bienestar
en aquellas sociedades donde había arraigado. Las deslocalizaciones y los
flujos de capitales hacia países caracterizados por la más elemental falta de
derechos laborales o sistemas de protección social van en este sentido. Brasil,
China o la India son los ejemplos más conocidos.
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