La construcción del discurso nacionalista español se
fundamenta en la idea según la cual las naciones europeas actuales tienen sus
origen en las monarquías germánicas que siguen a la caída del Imperio Romano.
Una idea en mi criterio peregrina que puede, como mucho, servir para Francia,
pero para nadie más.
Situar el momento fundacional español en la(s)
monarquía(s) visigoda(s), por analogía con los reinos francos que darán lugar a
Francia, es un error que proviene en gran medida del Romanticismo. Una
constructo del siglo XIX que aplicado al caso español presenta clamorosos
desajustes. Unos desajustes que, simplemente negados, o sobrellevados con
obstinación contumaz, generarán un victimismo y un espíritu de
resentimiento que propiciará, a su vez,
el surgimiento de los nacionalismos periféricos vasco y catalán del siglo XX, con idénticas taras, por cierto, a las del españolismo que pretenden desbancar.
Ciertamente, los tópicos propios del nacionalismo español
que aquí destacaremos no son de ninguna manera
idiosincráticos en exclusiva. Todo lo contrario, se trata de elementos
inherentes a todo nacionalismo. Estupideces análogas a considerar al anónimo
pintor de Altamira como el primer español en la noche de los tiempos no son
tampoco tan raras en otros nacionalismos. Como no lo es la necesidad de
construcción de enemigos externos e internos. Ni que en ocasiones esto se haya
llevado hasta al paroxismo. Pero el defecto de fabricación ideológico
originario ha producido efectos contrarios a los que se supone que en principio
se perseguían. Y eso sí que es una particularidad. Como lo es también la
sensación de encontrarnos ante una chapuza intelectual sólo superada en su
ramplonería por los nacionalismos que se le presentan como alternativos.Y eso
sí que es idiosincrático. Se puede reconocer la marca de la casa a cien años
luz: la chapuza de siempre.
En Francia sí se puede establecer una cierta continuidad
histórica, geográfica y cultural, que transcurriría desde los primeros
reyezuelos merovingios hasta la III República. Ello aun a pesar de las
truculencias y agujeros negros inevitables al caso si tenemos en cuenta que
estamos hablando de un periodo de mil quinientos años. Pero en España no se
puede, en cambio, establecer continuidad alguna a partir de unos reinos
visigodos que apenas duraron doscientos años y cuyo legado, desde cualquier punto
de vista y se mire como se mire, es prácticamente inexistente. Empezando por el
de la continuidad.
Se puede contraargumentar, sin duda, que los coetáneos
merovingios de “nuestros” visigodos tampoco dejaron nada especialmente
significativo. Y es cierto. Pero tampoco lo es menos que los merovingios
tuvieron su solución de continuidad en
los carolingios, éstos en los capetos y así sucesivamente hasta la
Revolución Francesa. En cambio, el reino visigodo no sólo es que no dejara
nada, sino que su trayectoria se truncó.
Del embrionario germen de unidad política que pudieron
representar los merovingios en relación a lo que luego fue Francia –con
independencia de en qué momento podamos empezar a hablar de Francia como tal-
podemos seguir un rastro que, al menos desde una perspectiva nacionalista, es
susceptible de ser interpretado como una tendencia o un núcleo originario de
unidad política que acabará resolviéndose en lo que más tarde será Francia.
Desde una óptica no nacionalista también se puede seguir el mismo rastro, si
bien bajo otros criterios. En el caso de los visigodos, no.
Los orígenes de España, de encontrarse en algún lugar,
sería forzosamente en el desarrollo de los reinos peninsulares cristianos,
fundamentalmente ya durante el bajo mediovevo. Nunca en los visigodos.
Pero eso lo veremos más
adelante. Ahora nos detendremos en un ejemplo de perseverancia en el error y en
los penosos ejercicios de funambulismo intelectual a que tal contumacia obliga,
por ejemplo, en el caso de Ortega y Gasset. Ni más ni menos.
Cap comentari:
Publica un comentari a l'entrada