Porque
no hemos de olvidar que, en un primer momento y más allá de los avatares por
los que transcurrirá hasta acabar convertida en patrimonio de los
reaccionarios, las primeras construcciones nacionalistas de la idea de España
corresponden a los liberales. No será hasta bien avanzado el siglo XIX que la
reacción ultramontana -clericaloide y frailuna- y el conservadurismo más
moderado en general, entenderán los réditos que les podía reportar apropiarse
de la idea de Nación -los tiempos lo exigían, además-, metamorfosearla
debidamente y monopolizarla en exclusiva como grupos dominantes Con ello estaríamos
ya en la Restauración. Antes habían sido sus más acérrimos enemigos.
La
idea romántica parte pues de un hecho trágico que trunca un proceso cuya
recomposición llevará ocho siglos. De la unidad perdida con don Rodrigo hasta
su recuperación con los Reyes Católicos. Y los casi ocho siglos que van entre
uno y otro momentos, el proceso de recuperación de la unidad de destino. Huelga
decir que esta construcción presenta tantos agujeros que hasta permite que cada
cual se haga con ella un traje a medida, según le convenga. Pero en esencia, la
idea es ésta.
Más
allá de las interpretaciones, tanto cualitativas como cuantitativas, que cada
cual hará de este periodo, nacionalismos periféricos incluidos, lo cierto es
que hay, a mi entender, tres factores que parecen fundamentales que han de ser
ineludiblemente contemplados si queremos entender mínimamente el proceso
histórico y los condicionantes de los que parte, elucubraciones nacionalistas aparte.
Estos
tres factores son los siguientes. Primero,
no había en el siglo VIII en Hispania una unidad política territorial que pueda
ser seriamente considerada como tal. Segundo,
los Reyes Católicos no supusieron la recuperación ni la institución de la
unidad peninsular referencial que se creía haber perdido, y ello no sólo porque
dicha unidad imaginaria fuera una quimera, sino porque con los reyes católicos
cada reino mantenía sus propias estructuras políticas y seguían siendo, de iure y de facto, reinos independientes entre sí. Tercero, a pesar de todo lo anterior, sí hay durante estos ochos
siglos un sentido de común pertenencia entre los distintos reinos cristianos,
pero está mucho más determinado por su compartido acervo cristiano que por su coexistencia
en un espacio peninsular geográficamente determinado que se correspondía con la
antigua Hispania romana.
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