Un viejo y «noble» oficio
el de sicofante. En la antigua Grecia, de donde proviene el término, y luego en Roma, proliferó al amparo del poder
y de las facciones que se lo disputaban. El procedimiento era sencillo; hoy
resultaría mucho más complejo, a la vez que sin duda impracticable. Un
anacronismo, vaya. Pero ya se sabe, los griegos y los romanos eran muy
simplones. Nosotros, en cambio, somos mucho más sofisticados. Por eso estamos
en la sociedad del conocimiento y en el mundo «mundial» de la globalización (Por
cierto, vaya perogrullada esa de «mundo mundial»).
Supongamos que un
determinado personaje público empezaba a resultar molesto más allá de lo
inquietante para según quien. Pero no estamos hablando de un mindundis, no; de ser así se le
despachaba sin más contemplaciones. El personaje en cuestión gozaba de
popularidad y tenía sus seguidores. Así que de darle el pasaporte sin más, nada
de nada. Los antiguos griegos sabían distinguir muy bien entre un crimen y un
error.
Y en eso que empezaban a
aparecer por los tabernas de Atenas unos personajes que pagaban las libaciones
de los parroquianos y, como pagar daba derecho a hablar, a que te escucharan,
entablaban conversación con ellos. Al principio, el «discurso» no debía distar
mucho del que Shakespeare pone en boca de Marco Antonio durante los funerales de
Julio César. "¡Qué gran hombre! ese ... y que suerte tenemos en Atenas de
disponer de alguien así..."
Pero como lo bueno si breve,
dos veces bueno, el sicofante pronto iniciaba las debidas maniobras para llevar
a los incautos bebedores de gorra a su terreno, es decir, a aquello por lo cual
le pagaban. "Pero ¡ah! ¿Sabéis lo
que me han dicho de buena tinta?..." Y allí empezaban las confidencias
propias del in vino veritas... hasta
ponerle a caer de un burro. Al cabo de un tiempo, el prohombre en cuestión
estaba tan desacreditado ante sus propios feligreses que cualquier eventualidad
que le acaeciera, ya fuera la condena al ostracismo, la cárcel o un «desafortunado
accidente» que lo mandaba al otro barrio, era recibida con tácitas aprobaciones,
cuando no entre los vítores y aplausos del democrático pueblo ateniense.
Un pueblo simple, sin duda,
esos griegos, como lo fueron también después los romanos, que les imitaron en
esto como alumnos aventajados. Hoy en día, en cambio, con la libertad de prensa
propia de una sociedad democrática y de derecho, y con los gurús mediáticos y
sus tertulianos de toda laya y jaez erigidos en paladines de la democracia y la
libertad de expresión, estas cosas ya no pueden suceder. Porque estamos en una
sociedad madura, no como los pobres griegos o romanos.
Y por eso, precisamente por
eso, ya no es necesario que se les estudie. No fuera a ser que a algún tarado
se le ocurriera establecer inadecuadas comparaciones que, como es bien sabido,
son intrínsecamente odiosas. Por eso no incurriremos en ellas. ¡Y porque es tan
evidente!
Enhorabuena por el artículo. Excelente, como siempre, aunque esta vez de manera especial por el refinado manejo de la ironía, ese escurridizo recurso que muchos ansiamos modelar y sólo unos pocos lográis moldear.
ResponEliminaFantástico.Hilando muy fino.
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