dilluns, 8 d’abril del 2013

SICOFANTES



Un viejo y «noble» oficio el de sicofante. En la antigua Grecia, de donde proviene el término, y  luego en Roma, proliferó al amparo del poder y de las facciones que se lo disputaban. El procedimiento era sencillo; hoy resultaría mucho más complejo, a la vez que sin duda impracticable. Un anacronismo, vaya. Pero ya se sabe, los griegos y los romanos eran muy simplones. Nosotros, en cambio, somos mucho más sofisticados. Por eso estamos en la sociedad del conocimiento y en el mundo «mundial» de la globalización (Por cierto, vaya perogrullada esa de «mundo mundial»).

Supongamos que un determinado personaje público empezaba a resultar molesto más allá de lo inquietante para según quien. Pero no estamos hablando de un mindundis, no; de ser así se le despachaba sin más contemplaciones. El personaje en cuestión gozaba de popularidad y tenía sus seguidores. Así que de darle el pasaporte sin más, nada de nada. Los antiguos griegos sabían distinguir muy bien entre un crimen y un error.

Y en eso que empezaban a aparecer por los tabernas de Atenas unos personajes que pagaban las libaciones de los parroquianos y, como pagar daba derecho a hablar, a que te escucharan, entablaban conversación con ellos. Al principio, el «discurso» no debía distar mucho del que Shakespeare pone en boca de Marco Antonio durante los funerales de Julio César.  "¡Qué gran hombre! ese ... y que suerte tenemos en Atenas de disponer de alguien así..."

Pero como lo bueno si breve, dos veces bueno, el sicofante pronto iniciaba las debidas maniobras para llevar a los incautos bebedores de gorra a su terreno, es decir, a aquello por lo cual le pagaban. "Pero ¡ah! ¿Sabéis lo que me han dicho de buena tinta?..." Y allí empezaban las confidencias propias del in vino veritas... hasta ponerle a caer de un burro. Al cabo de un tiempo, el prohombre en cuestión estaba tan desacreditado ante sus propios feligreses que cualquier eventualidad que le acaeciera, ya fuera la condena al ostracismo, la cárcel o un «desafortunado accidente» que lo mandaba al otro barrio, era recibida con tácitas aprobaciones, cuando no entre los vítores y aplausos del democrático pueblo ateniense.

Un pueblo simple, sin duda, esos griegos, como lo fueron también después los romanos, que les imitaron en esto como alumnos aventajados. Hoy en día, en cambio, con la libertad de prensa propia de una sociedad democrática y de derecho, y con los gurús mediáticos y sus tertulianos de toda laya y jaez erigidos en paladines de la democracia y la libertad de expresión, estas cosas ya no pueden suceder. Porque estamos en una sociedad madura, no como los pobres griegos o romanos.

Y por eso, precisamente por eso, ya no es necesario que se les estudie. No fuera a ser que a algún tarado se le ocurriera establecer inadecuadas comparaciones que, como es bien sabido, son intrínsecamente odiosas. Por eso no incurriremos en ellas. ¡Y porque es tan evidente!


2 comentaris:

  1. Enhorabuena por el artículo. Excelente, como siempre, aunque esta vez de manera especial por el refinado manejo de la ironía, ese escurridizo recurso que muchos ansiamos modelar y sólo unos pocos lográis moldear.

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