El Fiscal General de
Cataluña, Martín Rodríguez Sol, ha sido expedientado por unas declaraciones en
que manifestaba que un referéndum sobre la independencia de Cataluña llevado a
cabo dentro de la legalidad, no presentaba el mayor problema si se ajustaba a
dicho marco legal. La afirmación es en
realidad tautológica. Si se llevara a cabo dentro de la legalidad no cabe otra
posibilidad que no sea su adecuación al marco legal. Pues bien, por dichas
declaraciones se ha decidido abrirle expediente y proceder a su destitución.
No cabe sino inferir que el
Estado está empezando a cometer errores de la naturaleza sobre la cual
advertíamos en los dos artículos que preceden a éste. Hace bueno, además, el
rasgado de vestiduras escenificado por los independentistas cuando afirman que
ahora ya es la simple libertad de expresión lo que está en juego. ¿Cómo se
puede ser tan torpe?
Alguien podría objetar que
una institución como la Fiscalía General no debe manifestar sus opiniones
particulares sobre cierto tipo de respectos. O que no es lo mismo que estas
declaraciones las haga un fiscal general en ejercicio que, por ejemplo, las
haga en sentido contrario un general retirado... o un político en activo. Pero
entonces cómo podríamos entender que destacados miembros de un relevante órgano
del poder judicial se manifestaran contra la ley del matrimonio homosexual,
añadiendo que era lo mismo que legalizar la zoofilia, que ellos entendían como
el matrimonio entre animales y personas. Porque ni en este ni en otros casos si
cabe más graves, no hubo ningún tipo de medida disciplinaria. Por cierto ¿Qué pasaría
si algún general retirado dijera que si los catalanes se quieren ir de
España, pues que se vayan?
Uno no es nadie como para
hacer aquí, ni en ninguna otra parte, una exégesis de las declaraciones de
Rodríguez Sol. El mismo, por otra parte, las ha aclarado, impecablemente, en mi
opinión, añadiendo que él no es en absoluto secesionista. Sólo se me ocurre que
en un país de fanáticos y de mediocres como éste -unos y otros-, con la
ramplonería por bandera, hacer declaraciones sensatas está empezando a
convertirse en una temeridad de alto riesgo.
Porque, vamos a ver. Es
indiscutible que en Cataluña se ha producido un avance del independentismo, cuyas
causas no trataré ahora, que está alcanzando una cierta masa crítica en la
sociedad catalana. Que sea mayoritario o no, es ahora mismo lo de menos: es
sencillamente un dato significativo cuya omisión denota una irresponsabilidad
manifiesta.
Si realmente estamos en
democracia, es perfectamente legítimo pretender un referéndum para decidir si
un determinado territorio quiere seguir o no adherido a otro. Punto. Es
ilegítimo, en cambio, lo que el señor Mas está impulsando desde el gobierno catalán
cuando afirma, en armoniosa simetría con Chicharro, que los sentimientos están
por encima de las leyes. Porque entonces se nos está diciendo que ellos son «La
Ley». Con mayúsculas. Y de eso nada.
Pero que invocar la ley y la
necesidad de que ésta deba adecuarse para facilitar la libre expresión de los
ciudadanos se considere un acto de rebeldía o de indisciplina, y que se
considere así desde el propio Estado, esto es mucho peor, políticamente
hablando, que un atentado contra la libertad de expresión. Es un error, un
terrible error.
Siempre se ha dicho que el
pecado capital español por excelencia -o hispánico, si se me permite esta
expresión, para que nadie pueda pretextar no sentirse incluido en ella- es la
envidia. Yo creo que hay otro, mucho peor e igualmente inclusivo, que ha tenido
consecuencias mucho más trágicas: la contumacia.
Que en estos momentos se
está dando en Cataluña una masa crítica favorable al referéndum es algo que no
se puede negar. Y perseverar en el error es la peor de las recetas. Basta con
echarle un vistazo a nuestra historia para reparar en ello. No creo, por otra
parte, que el independentismo ganara un referéndum. La sociedad catalana no es
tan simple como para establecer una arbitraria división entre
"independentistas" y "unionistas", como se pretende, tanto
desde el nacionalismo catalán como del español, y desde sus respectivos voceros
mediáticos debidamente paniaguados.
Hay una amplia gama de
grises. Más aún, todo un espectro cromático que no está reflejándose en esta
guerra de patriotas de pacotilla. Puede, aunque lo dudo, que los individuos no
sean dados a matices, pero el espectro sociológico los incorpora como característica
esencial. Se quieran ver o no, están ahí.
No creo que el independentismo sea hoy por hoy mayoritario en Cataluña. Pero la percepción de que esto se debería
resolver con un referéndum, sí lo es. Y sorprende -es un decir- que nadie,
absolutamente nadie, haya planteado la celebración de un referéndum en los
términos de mínima objetividad y garantías que el objeto de la consulta requeriría dada su naturaleza.
Vamos a ver. Está claro que
no se trata de una decisión al estilo de los referéndums suizos, sino de algo
de suma trascendencia, de consecuencias imprevisibles y que, además, implicaría
a las generaciones futuras. Por lo tanto, al menos para mí, está fuera de lugar
que no bastaría con un 50.01% favorable a la secesión frente a un 49.99% que
optara por permanecer en España. Fanáticos aparte, esto lo sabe todo el mundo. Una decisión de tal envergadura
requiere de una mayoría palmariamente cualificada y que el resultado sea
definitivo, al menos definitivo en términos humanos. Pongamos pues el requisito
de una mayoría de 2/3 y 50 años durante los cuales no se volviera a hablar del
tema.
Está claro que esto no le
interesa a ninguno de los dos bandos en puja. Mientras tanto, el paro sigue
creciendo y, curiosamente -¿Casualidad?-, tanto desde el gobierno de España como desde el de
Cataluña, las manifestaciones que dicha noticia produjo fueron de una cierta
satisfacción: el paro había crecido menos que en la última encuesta. Claro ¿Qué
se esperaban? Cada vez hay menos gente trabajando.
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